22

Demonios hay en todas partes, pero hay lugares en que son visibles. Uno de los días libres del servicio militar me siguió un hombre insistiendo en que después de la guerra le había tratado indecentemente.

—¿Cómo? —intenté defenderme—. Cuando estalló la guerra tenía siete años, y cuando acabó, apenas trece.

—La edad no importa.

—¿Y de qué me culpas?

—Yo no tengo por qué contártelo, tú lo sabes perfectamente.

—¿Por qué no me lo dices?

—Esta vez hablará el criminal y no la víctima —dijo, evidentemente satisfecho con la frase que había dicho.

—No es honesto.

—Y precisamente tú hablas de honestidad —dijo, y se fue.

Esa extraña ofensa, en el centro de Netania, me hizo hervir la sangre, pero no hice nada. Me encontraba muy solo aquel año, la soledad me devoraba. Los sábados y las festividades los soldados volvían a casa, mientras que yo me quedaba en el cuartel. El calor y los entrenamientos me dejaban en un estado de aturdimiento. En las noches libres me solía sentar en un café para observar a las mujeres que pasaban frente a mí. No conocía a ningún hombre ni a ninguna mujer en la ciudad. Cada vez que me dirigía a alguien, me encontraba con rechazo. Una de las mujeres no se contuvo y me dijo: «Vete a un prostíbulo en vez de molestar a los transeúntes».

El calor y los duros entrenamientos no dejaban lugar a los pensamientos, sólo a un miedo indefinido. Me sentaba en la cafetería, bebía dos vasos de limonada y una taza de café, daba una vuelta por la playa y regresaba al cuartel. Puede que mi soledad fuera perceptible en mi forma de caminar. La gente se alejaba de mí, excepto aquel hombre que me seguía continuamente. Sentía una gran ira hacia él y temía que por ello le llegara a pegar.

En una ocasión le dije:

—Vete. Si no te vas, te pego.

—No tengo miedo —dijo, y era evidente que no lo tenía.

Cuando volví a preguntarle de qué acto deshonesto hablaba, no contestó. Lo vi: era de mi región y hablaba el mismo alemán que en casa.

—¿Cuándo fue y cómo? —quise saber.

—No somos nosotros los que tenemos que testificar. —Hablaba en plural.

Le ignoré y seguí mi camino. Los entrenamientos llegaron a su punto culminante, e incluso las noches en que nos permitían salir del cuartel yo me quedaba, de tan cansado como estaba.

Una noche, paseando por la playa, el hombre volvió a acusarme. Le pedí que me dejara en paz, pero él, por tozudez o por estupidez, no se movía del sitio. Me acerqué para asustarlo. Él dio unos pasos hacia atrás y se paró. Podía percibir su delgadez y su baja estatura. Me contuve para no hacerle daño, pero a medida que seguía molestándome con su parloteo, se acabó mi paciencia y lo agarré. Era tan ligero como un saco de paja. Podía levantarlo o tirarlo, pero, por algún motivo, le dejé recostado sobre la arena. Agitaba los pies y las manos, pero no estaba dispuesto a callarse. Podía aplastarle con las botas militares.

—¡Cállate! —me enfurecí.

—Mi vida no vale un céntimo, puedes matarme.

—Si no valiera nada, te callarías —dije; yo también quería irritarle.

—Puede ser, pero eso no disminuye la injusticia que cometiste.

No recuerdo qué le contesté ni lo que él me dijo. El pensar que también en su miserable situación hablaba racionalmente, sin perder la cabeza, me irritó tanto que le di una patada. Con toda probabilidad, la patada había sido contundente y le dolió, pero él no levantó la voz ni gritó. Cerró los ojos y apretó los labios.

Ahora sabía que no lo doblegaría con la fuerza. Me dirigí a él con estas palabras:

—Si no me provocas más, te suelto. No tengo ningún interés en torturarte ni en pegarte.

Él no respondió. Estaba ocupado aliviando sus dolores. Lo solté y regresé al cuartel. Durante un mes entero nos entrenamos lejos, en las montañas, sin días libres. No cumplimos todas las misiones y más de una vez fuimos castigados. El calor crecía día a día y los pensamientos iban reduciéndose. Si no hubiera sido por el cocinero, un civil que trabajaba en el Ejército israelí, quien nos mimaba con sus sabrosas comidas, la vida en las montañas habría sido todavía más dolorosa.

Una de aquellas noches recordé que en Italia, en uno de los barracones de camino a Israel, vi un reloj de pulsera en el suelo y, sin pensarlo, me lo metí en el bolsillo. El dueño del reloj, al saber que lo había perdido, lloró como un niño suplicando que se lo devolvieran, ya que aquel era el único objeto que había conseguido salvar de su casa. La gente que estaba cerca de él intentaba apaciguarle y consolarle. Cuando las palabras no sirvieron de nada, le dijeron: «No está bien llorar por un reloj después del Holocausto».

Él no paraba de llorar. Por la noche no aguantaron más y le dijeron: «Eres egoísta y malvado». Al oír el reproche, se cubrió la cara con ambas manos y, como un niño cansado y confundido, comenzó a patear. Al ver sus contorsiones, lo ignoraron como si hubiera perdido el juicio.

Yo, del miedo, enterré el reloj en la arena.