8
Ya han pasado más de cincuenta años desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El corazón ha dejado caer en el olvido muchas cosas, especialmente lugares, fechas y nombres de personas, y, a pesar de todo, siento aquellos días con todo mi cuerpo. Cada vez que llueve, hace frío o sopla un fuerte viento, regreso al gueto, al campo de concentración, a los bosques donde pasé muchos días. Al parecer, la memoria tiene raíces profundas en el cuerpo. A veces basta con el olor a paja descompuesta o el sonido de un pájaro para transportarme lejos y hacia mi interior.
Digo «hacia mi interior», pero todavía no he encontrado palabras para las poderosas manchas de memoria. Con los años, intenté más de una vez regresar y tocar los camastros del campo de concentración y probar la sopa aguada que solían repartir allí. Todo lo que resultaba de ese esfuerzo no era más que un revoltijo de palabras, o para ser más exactos, palabras imprecisas, un ritmo desordenado, analogías débiles o exageradas. He aprendido que una experiencia profunda se puede falsificar fácilmente. Tampoco esta vez tocaré ese fuego. No hablaré del campo de concentración, sino de mi huida, que emprendí en el otoño de 1942, cuando tenía diez años.
No recuerdo la entrada en el bosque, pero lo que mi memoria conserva es el momento en que me paré frente a un árbol lleno de manzanas rojas. Me quedé tan atónito que incluso di unos pasos hacia atrás. Aquellos pasos los recuerda mi cuerpo mejor que yo. Cada vez que hago un movimiento incorrecto con la espalda o tropiezo al retroceder, veo el árbol con las manzanas rojas. Hace días que no me llevo nada a la boca y, de repente, un árbol lleno de manzanas. Puedo extender la mano y cogerlas, pero me quedo de pie perplejo y, cuanto más tiempo pasa, más paralizado me quedo.
Al final me senté y me comí una pequeña manzana medio podrida que yacía en la tierra. Después de comérmela, me quedé dormido. Cuando me desperté, el cielo ya empezaba a oscurecerse; no sabía qué hacer y me quedé de rodillas. Esta postura también la siento hasta el día de hoy y, cada vez que me arrodillo, recuerdo aquella puesta de sol que se filtraba entre los árboles, y quiero alegrarme.
Sólo al día siguiente arranqué una manzana del árbol. Era dura, agria, y al morderla me dolieron los dientes, pero volví a darle un mordisco y la masa bajó por mi encogido esófago. Después de días de pasar hambre, el hombre deja de estar hambriento. No me moví del sitio. Me parecía que no podía dejar el manzano ni la zanja que estaba junto a él. Sin embargo, la sed me arrancó del lugar y salí a buscar agua. Estuve buscando durante un día entero y sólo al atardecer encontré un arroyo. Me arrodillé y bebí. El agua me abrió los ojos y vi a mi madre, que hacía días que había desaparecido de mi mente. Al principio la vi junto a la ventana, de pie, observando, como tenía por costumbre hacer, pero de pronto volvió su cara hacia mí. Se asombró de que estuviera solo en el bosque. Fui a su encuentro, aunque enseguida comprendí que si me alejaba no volvería a encontrar el arroyo, y me quedé de pie. Volví para mirar el círculo pequeño por el que mi madre se me había aparecido y el círculo se cerró.
Mi madre fue asesinada al comienzo de la guerra. No presencié su muerte, pero oí su único grito. Su muerte quedó profundamente grabada en mí, pero, más que su muerte, su renacimiento. Cada vez que estoy contento o triste, se me revela su rostro, apoyada en el alféizar de la ventana o en el umbral de la casa, como si fuera a venir hacia mí. Ahora soy treinta años mayor que ella. A ella el paso del tiempo no le ha añadido más años. Es joven y su juventud es siempre nueva.
El miedo a perder el arroyo no tenía razón de ser. Fui por la orilla y, afortunadamente para mí, el cauce se dirigía hacia las afueras del bosque. Aquel era un arroyo como los que recordaba de los días de vacaciones con mis padres, cubierto de sauces y fluyendo lentamente. Cada cierto tiempo me arrodillaba para beber de sus aguas. No había aprendido a rezar, pero esa postura, de rodillas, me hizo recordar a los campesinos que trabajaban en los campos, quienes se arrodillaban para santiguarse y luego permanecían en silencio.
En el bosque el hombre no muere de hambre. De repente te encontrabas unas zarzamoras o, debajo de un tronco, un arbusto de fresas silvestres. Incluso encontré un peral. Si no hubiera sido por el frío de la noche, habría dormido más. Por aquel entonces yo no tenía una imagen clara de la muerte. Ya había visto a muchos muertos en el gueto y en el campo de concentración, y sabía que no se volverían a poner de pie y que su final consistiría en ser arrojados a una fosa, pero, aun así, no concebía la muerte como un final. Mantenía siempre la esperanza de que mis padres vendrían a buscarme para recogerme. Esa expectativa me acompañó todos los años de la guerra, y volvía a crecer en mí cada vez que la desesperación me asaltaba.
¿Cuántos días pasé en el bosque? Quizá hasta que llegaron las lluvias. Cada día hacía más frío allí donde me encontraba, entre los árboles. No había escondite posible y la humedad se filtraba por mi fina ropa. Por suerte, tenía unos zapatos altos que mi madre me había comprado días antes de la invasión de los alemanes, aunque también fueron absorbiendo agua y pesaban cada vez más.
No tenía más opción que pedir refugio en una de las casas de campesinos que estaban dispersas por la colina situada junto al bosque. La distancia que me separaba de ellas no era poca. Tras una caminata fatigosa, me paré delante de una cabaña cuyo tejado estaba cubierto por una gruesa capa de paja. Al acercarme a la entrada, se precipitaron sobre mí unos cuantos perros, y apenas logré librarme de ellos. En los días de lluvia los campesinos no salían de sus cabañas, y yo me quedé de pie bajo la lluvia consciente de que no estaba lejos la hora en que caería a una de las fosas para desaparecer. Pensar que no vería más a mis padres hizo que se me doblaran las rodillas y me caí.
Cuando todavía me invadía la desesperación, vi en la colina cercana una casa baja, e inmediatamente me di cuenta de que no había perros alrededor. Llamé a la puerta y esperé con miedo. Tras unos segundos, se abrió y una mujer apareció en la entrada.
—¿Qué quieres, niño?
—Quiero trabajar —dije.
Se me quedó mirando y me dijo: «Entra». Se parecía a una campesina, aunque era diferente. Llevaba puesta una camisa verde con botones de nácar.
Hablé en ucraniano, porque nuestra sirvienta, Victoria, hablaba conmigo en su lengua natal, y yo la amaba a ella y su idioma. No era casual que en esa mujer viera a Victoria, aunque no se parecían.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
El instinto me susurraba que no le revelara la verdad, y le conté que había nacido en Lutshinetz, que mis padres habían muerto en un bombardeo y que, desde entonces, andaba errando. Me miró y, por un momento, tuve la impresión de que estaba a punto de agarrarme del abrigo para darme una bofetada. Pero esta vez era un miedo infundado.
—¿No eres un ladrón? —preguntó con una mirada inquisitiva.
—No —contesté.
Y, de este modo, me quedé en su casa. No sabía quién era ella ni cuál sería mi trabajo. Fuera caía una lluvia intensa y yo me alegré de estar rodeado de paredes, junto a una estufa que irradiaba calor. Las ventanas eran pequeñas y estaban cubiertas con cortinas de colores, y en las paredes había muchas fotos recortadas de revistas.
Ya al día siguiente barrí la casa, fregué los platos y pelé patatas y remolacha. Madrugaba para trabajar hasta altas horas de la noche. Una vez a la semana iba a la tienda para comprarle azúcar, sal, salchichas y vodka. La caminata desde la cabaña hasta la tienda duraba una hora y media. Era un camino verde sembrado de altos árboles y de animales de granja.
Hasta seis meses atrás había tenido padres. Ahora mi existencia no era más que lo que pasaba ante mis ojos. Solía robar unos momentos para mí y me sentaba a la orilla del arroyo. Desde allí mi vida anterior me parecía muy lejana, como si no hubiera existido. Únicamente por la noche, durante el sueño, estaba junto a mamá y papá en el patio o en la calle. Por la mañana, el despertar me dolía como una bofetada en la mejilla.
La dueña de la casa se llama María y no está casada. Casi todas las noches entra un hombre en la cabaña y los dos se encierran juntos tras una cortina. Al principio hablan mientras beben vodka, después se ríen en voz alta y, al final, se callan. Este orden se da una y otra vez noche tras noche. Yo me repito: «No tengas miedo», y, aun así, estoy asustado. A menudo, el miedo viene acompañado de una especie de extraño placer.
La noche no siempre acaba en silencio. A veces estalla una pelea, y María no se calla las cosas. Cuando algo no le gusta o cree que se están burlando de ella, alza la voz, una voz terrible que hace temblar las paredes de la cabaña, y si no fuera suficiente con esto, lanza un plato, un zapato o cualquier cosa que esté al alcance de su mano. Pero también hay noches en que la cita acaba en calma, con besos. El hombre le promete mucho amor y muchos regalos, y María, por su parte, se ríe mientras le provoca.
Yo estoy echado sobre la estufa escuchando a escondidas. Hay veces en que no me contengo y miro a través de las grietas de las tablas situadas encima de la estufa. El miedo hace que no vea nada, pero una vez vi a María completamente desnuda. Me inundó un cálido placer.
La cabaña de María es una habitación alargada cuyo extremo está separado por una cortina. De vez en cuando me manda salir al patio para coger flores silvestres. Lo hago, lleno los jarros de agua y enseguida introduzco los tallos. Una vez, en un momento de ira, agarró un jarro y lo envió directo a la cabeza del campesino alto que gruñía frente a ella como un oso.
María no conoce el miedo. Cuando algo no le gusta o un hombre no se comporta como es debido, ella le lanza una ristra de insultos. Si el hombre no se disculpa o las disculpas no le parecen suficientes, ella le lanza un objeto o lo empuja fuera de la cabaña. «Hija de Satanás», oí que la llamaban más de una vez.
Hay tres barreños de madera en la cabaña. En el pequeño se lava las piernas. En el mediano se lava el cuerpo después de que el cliente abandone la cabaña; y el tercero, el grande, es la bañera donde se procura bienestar, y en ella se sumerge durante horas. En el barreño grande canta, parlotea, habla de sus recuerdos e incluso se confiesa. Más de una vez la vi echada dentro de la bañera, rodeada de agua, como un animal holgazán que ni siquiera un gran barreño lograría albergar.
Sin darnos cuenta ha llegado el invierno. Los hombres no vienen con la misma frecuencia que antes. María se sienta junto a la ventana mientras baraja las cartas. El juego la distrae. De vez en cuando se echa a reír, pero su cara se nubla repentinamente y lanza un grito. En una ocasión, en un momento de melancolía, cuando el bocadillo que le había servido no le gustó, me agarró gritándome: «¡Bastardo, te voy a matar!».
Pero no siempre está enfadada. Sus estados de ánimo van cambiando como el cielo. En el momento en que se le despeja la mente de nubarrones, toda ella es alegría. Me ha levantado en brazos más de una vez. No es grande, pero sí fuerte: es capaz de hacer que la vaca del establo se mueva empujándola con los hombros. La mayor parte del tiempo está ensimismada, no me habla, y entonces me parece que está soñando con otro lugar.
Una noche me contó que tenía familia en la lejana ciudad de Kishinov; uno de esos días iría a visitarla. Quise preguntarle cuándo, pero no lo hice. Ya había aprendido que es mejor no preguntar. Las preguntas encienden su ira y ya me había llevado algún que otro bofetón por hacerlo. Apenas me hago notar y pregunto poco.
En invierno duerme hasta tarde o se queda en la cama con los ojos abiertos. Yo le llevo una taza de café y un trozo de pan untado con mantequilla, y ella se tumba de lado sobre la almohada mientras come. En invierno parece más joven. Canta mucho, hace flores de papel, prepara un pastel o se sienta durante largo tiempo frente al espejo y se cepilla el pelo.
—¿Y tenías hermanos? —me sorprendió.
—No.
—Es mejor así. Yo tengo dos hermanas, pero no las quiero. Están casadas y tienen hijos ya mayores. Tampoco mis padres me quieren —dijo sonriendo.
Sin embargo, la mayor parte del tiempo me ignora, está ensimismada, balbucea, rememora nombres de personas y lugares entre insultos; sus insultos resultan amargos y dan más miedo que sus gritos.
El invierno prosigue su curso. Mis manos se han fortalecido mucho en las últimas semanas. No es que abunde la comida, pero por las noches bajo a robar un trozo de salchicha o un pedazo de Jalva, restos de los banquetes que María prepara a sus invitados. Ahora subo con facilidad cubos del pozo y los llevo directamente a la casa.
Mi vida anterior me parece lejana y borrosa. A veces, una palabra, una frase o una sombra de casa resurgen y me agitan. En una de mis caminatas al pueblo para comprar, un niño ucraniano me gritó: «Perro judío». Me quedé petrificado. El miedo a que alguien me identificara anidaba en mí desde que dejé el campo de concentración. La voz del niño lo confirmaba.
El instinto me indicaba que debía reponerme y salí corriendo tras él. El niño, sorprendido de mi audacia, empezó a gritar: «¡Socorro, socorro!», y desapareció por uno de los patios. Yo estaba contento de mi coraje; sin embargo, en mi interior tomé nota de la advertencia: aún tienes marcas que te delatan.
Desde aquel momento, me preocupé de borrar las señales que podrían descubrirme. En el trastero encontré un chaleco viejo y desgastado, y le pedí permiso a María para ponérmelo. También encontré un par de zapatos de campesino y enseguida me los até con una cuerda, como hacían los campesinos. Era extraño, aquella vestimenta vieja y gastada me infundía nuevas fuerzas.
Hacia el final del invierno me sentí más alto. El cambio había sido minúsculo, pero podía sentirlo. Las palmas de las manos se habían ensanchado y endurecido. Me hice amigo de la vaca y aprendí a ordeñarla, y más importante aún: ya no tenía miedo a los perros. Adopté dos cachorros y, cada vez que regresaba del pueblo, salían a mi encuentro con ladridos cariñosos. Son mis mejores amigos, con ellos hablo a veces en el idioma de mi madre y les hablo sobre mis padres o sobre mi casa. Las palabras que salen de mi boca son tan extrañas que me parece que les estoy mintiendo. Una de aquellas noches, María me sorprendió al preguntarme de dónde venía mi familia. Contesté sin dudarlo: «Ucranianos, hijos de ucranianos». Me alegré de haber sido capaz de decir esa frase. Una vez en la cama me puse a reflexionar y me asaltaron las sospechas: ¿por qué me lo había preguntado?
Me acostumbré a esa vida y se podría decir que me llegó a gustar. Quería a la vaca, a los cachorros, el pan que María horneaba, la leche cuajada en los cuencos de barro, e incluso me gustaban los duros trabajos de la casa. Una vez María se encerró en su habitación y se puso a llorar amargamente. No sabía por qué y tampoco me atreví a preguntarle. Su vida, al parecer, estaba vinculada a la vida de otras muchas personas. De vez en cuando, le enviaban saludos de sus ancianos padres y de sus hermanas. También su exmarido continuaba molestándola en la distancia. La perseguían más que a mí, pero no se rendía. Luchaba contra todos sus enemigos aun al precio de poner en peligro su vida, pero luchaba aún más consigo misma y con los demonios que la rodeaban. Afirmaba constantemente que eran muchos los demonios que pululaban por todas partes y que había que tener cuidado con ellos, había que tener los ojos bien abiertos. Para aliviar sus penas, solía beber mucho vodka. Los hombres deseaban su carne, y las huellas de sus dientes en el cuello y los hombros de María eran visibles. Más de una vez insultó a quienes la habían mordido llamándoles «cerdos», aunque no sin estar orgullosa de haberles hecho perder el juicio.
El vodka, los hombres y las charlas la cansaban, y la mayoría de las veces le hacían quedarse en la cama hasta tarde, en ocasiones incluso hasta más allá del mediodía. Dormir le sentaba bien. Salía de la cama más ligera y risueña y empezaba a canturrear. Yo le llevaba una taza de café y ella me llamaba «oveja descarriada», porque mi pelo en aquella época era rizado. A veces me pellizcaba por detrás con cariño. Me gustaba cuando estaba de buen humor y temía sus depresiones. Cuando estaba alegre, cantaba, bailaba y nombraba a Jesucristo diciendo: «Mi amado Mesías no me traicionará nunca». Sus momentos de alegría llenaban la cabaña de una luz maravillosa, pero sus recaídas eran más fuertes, más profundas y más agudas, y oscurecían la cabaña de repente. En uno de esos momentos tenebrosos, me gritó a la cara: «¡Bastardo, más que bastardo, mentiroso, más que mentiroso, te voy a degollar con un cuchillo de cocina!». Esa amenaza penetró en mi alma más que cualquier otra. Estaba claro: ella sabía mi secreto y, en el momento adecuado, llevaría a término sus intenciones. Si no hubiera sido por la nieve, habría huido; aunque lo hacía con menor intensidad, caía día y noche enturbiando el día.
Finalmente, dejó de nevar y llegaron las lluvias. Mi vida se vació de todo recuerdo y se volvió plana como los pastizales que me rodeaban. Ni en los sueños veía ya a mis padres. Había momentos en que tenía la impresión de que había nacido aquí, en esta oscuridad, y que el pasado era tan sólo una ilusión. Una vez vi a mi madre en un sueño, pero me ignoró dándome la espalda. Me dolió tanto que al día siguiente descargué toda mi ira sobre la pobre bestia que estaba en el establo.
Llegó el final del invierno y no calentó mi cuerpo. El camino de la casa al pueblo se convirtió en una masa fangosa. Regresaba todo cubierto de barro. Por algún motivo, los hombres jóvenes que le gustaban a María no venían, y en su lugar llegaban campesinos viejos, pesados y silenciosos a los que María llamaba «caballos». Se acostaba con ellos sin ganas y al final tenía que regatear. Una vez se peleó con uno y le abofeteó con fuerza.
Los días fueron despejándose, pero a mí no me trajeron tranquilidad. Tenía miedo de María. Se bebía una botella tras otra insultando y lanzando cosas. A mí tampoco me pasaba por alto. Cada vez que las salchichas o el vodka no le resultaban agradables a su paladar, me daba una bofetada, me llamaba «bastardo, hijo de bastardo» y me mandaba al diablo.
Un día sucedió lo que me había temido, aunque no como yo me lo había imaginado. Las lluvias que habían golpeado la cabaña durante más de un mes hundieron el tejado, y la cabaña de madera, seguramente vieja y ya podrida, se desplomó. De pronto, en mitad del día, María y yo nos vimos de pie en la cabaña, a la intemperie: los objetos de la casa estaban aplastados, y la cama donde los campesinos acariciaban la carne de María se irguió sobre el cabecero con un movimiento brusco, no como si la hubieran tirado, sino como si hubiera sido lanzada hacia arriba. Sobre la colcha con la que María solía acurrucarse descansaba una gruesa viga.
En vista de aquella destrucción, a María le dio un ataque de risa salvaje. «Mirad —decía—, mirad lo que me han hecho los demonios». Por un instante me pareció que se alegraba sinceramente de la devastación, que por fin había llegado para rescatarla de la depresión. Pero no habían pasado demasiados minutos cuando la risa se le congeló en los labios, los ojos se le pusieron vidriosos y una furia tenebrosa le agarrotó la mandíbula. Conocía aquella ira y tuve miedo de su rostro.
Esperaba que María me dijera lo que tenía que hacer. Me daba pena que la cabaña, de la que conocía todos sus rincones, se hubiera derrumbado. Por alguna razón, comencé a recoger los platos y las cacerolas que se habían caído de las estanterías, y las iba colocando en la superficie de madera que había servido para preparar la comida. Al principio me pareció que María estaba contenta de que yo recogiera los utensilios, pero no pasó mucho tiempo antes de que me levantara la voz: «¿Qué haces, bastardo? ¿Quién te ha pedido que lo hagas? Desaparece de aquí. Que no te vea la cara», me dijo mientras me daba una bofetada, pero esta vez no se detuvo ahí y, con un palo en la mano, corrió detrás de mí golpeándome. Vi el palo e intenté levantarme, pero no pude. Finalmente, como un caballo de carga que a fuerza de azotes sale de la ciénaga, me puse en pie y empecé a correr.
Ya han pasado más de cincuenta años y aquel mismo miedo todavía hace temblar mis piernas. En ocasiones tengo la sensación de que el mismo palo que blandió contra mí se alza todavía. No volví a su casa. Sin embargo, más que aquella humillante despedida, lo que más recuerdo es su cara cambiando repentinamente cubierta de alegría, una alegría que, como su tristeza, no conocía medida. Cuando estaba feliz, se parecía al cuadro de una mujer que estaba colgado en la cabecera de su cama: una joven, coronada por unos cabellos rizados, que lleva un vestido de verano sostenido por dos breteles, alta, fina y con una sonrisa que ilumina su rostro. Tal vez así quiso verse a sí misma, o tal vez así quiso ser recordada.