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Seis años seguidos duró la Segunda Guerra Mundial. A veces me parece que fue sólo una larga noche, de la que me desperté siendo otro. A veces me parece que no fui yo quien estuvo en la guerra, sino otro, una persona muy cercana que va a contarme exactamente qué sucedió, porque yo no recuerdo qué sucedió ni cómo.

Digo «no recuerdo» y es la pura verdad. Lo que se me quedó grabado de aquellos años son, principalmente, fuertes sensaciones corporales. Hambre de pan. Hasta el día de hoy, me levanto por la noche con mucha hambre. Los sueños de hambre y de sed se repiten todas las semanas. Como de la forma en que sólo comen quienes alguna vez han pasado hambre, con una especie de extraño apetito.

A lo largo de la guerra estuve en cientos de lugares, en estaciones de tren, pueblos remotos, a la vera de ríos. Todos tenían nombre, pero no recuerdo ni uno solo. A veces los años de la guerra me parecen un extenso pastizal que se funde con el cielo; otras veces, como un bosque tenebroso que continúa sin fin dentro de sus tinieblas, y otras, como una larga caravana de personas cargando mochilas, algunas de las cuales, de vez en cuando, se caen al suelo para ser pisadas por todos.

Todo lo que ocurrió se grabó en las células de mi cuerpo y no en mi memoria. Las células recuerdan más que la memoria, cuyo cometido es recordar. Durante muchos años, después de la guerra no caminé por en medio de la acera ni por en medio del camino: siempre iba pegado a las paredes, siempre por la sombra y siempre a paso ligero, como si me estuviera escabullendo. No lloro fácilmente, pero una simple despedida me hace llorar con desesperación.

He dicho «no recuerdo» y, aun así, recuerdo miles de detalles. Hay veces en que basta el olor de una comida, o humedad en los zapatos, o un ruido repentino, para devolverme a los años de la guerra, y entonces tengo la impresión de que la guerra no ha acabado, continúa sin yo saberlo; y ahora que he despertado sé que desde que comenzó no ha cesado.

Como gran parte de la guerra la pasé en pueblos, campos, junto a ríos y en bosques, ese verdor quedó grabado en mí, y cada vez que me quito los zapatos y piso la hierba, inmediatamente recuerdo los pastos y los animales moteados dispersos por la distancia infinita, y el miedo a los espacios abiertos retorna. Mis piernas se ponen tensas, y por un instante me parece que me he equivocado. Tengo que retroceder agachado hacia los márgenes del bosque, porque estos son más seguros. Aquí puedes ver y no te ven. A veces me encuentro en un callejón oscuro —suele suceder en Jerusalén—, y tengo la certeza de que, en breve, se cerrarán las verjas y no podré salir. Acelero el paso para intentar salvarme.

Hay veces en que una postura al sentarme o estando de pie traen a mi memoria una estación de tren repleta de gente y hatillos, peleas, golpes a los niños y manos que suplican una y otra vez: «Agua, agua». Y, de repente, por sorpresa, cientos de piernas se levantan para asaltar un tonel de agua que rueda por el andén, y una gran planta de pie se clava en mi estrecha cintura ahogando mi respiración. Es increíble: el mismo pie todavía se me clava, el dolor está fresco en mi memoria y, por un momento, tengo la sensación de que no podré moverme del sitio.

Puede pasar un mes sin que ninguna imagen de aquellos días me asalte. Es, por supuesto, sólo una tregua. A veces basta con un objeto viejo abandonado a un lado del camino para que asciendan del abismo cientos de pies arrastrándose en una larga caravana, y quien caiga, nadie lo levantará.

En 1944 volvieron los rusos y ocuparon Ucrania. Tenía doce años. Una superviviente que me había visto y advirtió mi desamparo se arrodilló para preguntarme: «¿Qué te ha pasado, niño?». «Nada», le contesté. Mi respuesta, al parecer, la dejó perpleja, porque no insistió. Esta pregunta volvió a formularse una y otra vez en la larga marcha hasta Yugoslavia, y ni siquiera cesó en Israel.

Quien era adulto durante la guerra captó y recordó lugares y personas, y, a su término, se sentó a enumerarlos y a contar sobre ellos. De este modo, por supuesto, lo seguirá haciendo hasta el fin de sus días. En los niños no fueron los nombres los que se quedaron grabados en la memoria, sino algo completamente diferente. En los niños la memoria es un embalse insaciable que se renueva y se aclara con los años. No es una memoria cronológica, sino una memoria prolífica y cambiante.

He escrito más de veinte libros sobre aquellos años. A veces me parece que aún no he comenzado. En otras ocasiones tengo la sensación de que la memoria completa, detallada, todavía se esconde en mí, y que cuando emerja, brotará fuerte y vigorosa durante muchos días. Por ejemplo, un fragmento de una caminata de castigo que ya hace años intento describir, sin éxito. Hace días que vamos arrastrándonos por los caminos sumidos en el fango. Una larga caravana rodeada de soldados rumanos y ucranianos que nos azotan con látigos y disparan sus fusiles. Mi padre aferra mi mano con gran fuerza. Mis cortas piernas no tocan el suelo, pero el frío del agua me hiela las piernas y la cintura. Oscuridad alrededor y, excepto la mano de mi padre, no siento nada; en realidad tampoco su mano, porque la mía ya está paralizada. Lo sé: sólo un pequeño movimiento y me ahogaré, y ni siquiera mi padre podrá rescatarme. De esta forma se han ahogado ya muchos niños. Por la noche, cuando la caravana se para, mi padre me saca del barro y seca mis piernas con su abrigo. He perdido los zapatos hace tiempo, y caliento por un instante los pies en el forro. Este débil calor duele tanto que saco deprisa los pies. El rápido movimiento, por alguna razón, irrita a mi padre. Una irritación amarga. Me da miedo, pero sigo negándome a poner los pies en el forro. Mi papá nunca se enfada conmigo. Mi mamá me pegaba a veces, pero mi padre nunca. «Si papá se enfada es señal de que moriré pronto», me digo a mí mismo aferrando su mano. Se calma y dice: «No hay que ser mimado». Esta frase la utilizaba mucho mi madre, pero ahora suena extraña; como si papá estuviera equivocado, o tal vez yo. No suelto su mano y me quedo dormido, pero no por mucho tiempo.

Cuando la oscuridad reina todavía en el cielo, los soldados ponen en marcha la caravana con latigazos y disparos. Mi padre me agarra la mano mientras tira de mí. El barro es profundo y no siento el suelo. Aún estoy adormecido y el miedo es borroso. «Me duele», exclamo. Mi padre ha oído mi grito y reacciona enseguida: «No lo hagas más pesado para mí». Estas palabras ya las he oído más de una vez. Tras ellas vienen las terribles caídas y el intento inútil de salvar al niño que se ahoga. No sólo los niños se hunden en el barro, también hombres altos caen y desaparecen. La primavera ha derretido las nieves, y el barro será más profundo a medida que pasen los días. Mi padre abre la mochila para tirar unas cuantas prendas al barro. Ahora su mano me aferra con mucha fuerza. Por la noche me masajea las manos y los pies y los seca con el forro de su abrigo, y por un instante me parece que no sólo papá está conmigo, sino también mamá, a la que tanto amaba.