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En el gueto los niños y los locos eran amigos. Todo orden se había desmoronado: no más colegio, no más deberes para casa, no más madrugar por la mañana ni más apagar la luz por la noche. Solíamos jugar en los patios, en las aceras, en los matorrales y en todo tipo de rincones tenebrosos. Los locos participaban de vez en cuando en nuestros juegos. Ellos también salieron ganando de este desorden. El asilo y el manicomio fueron cerrados, y los enfermos liberados vagaban sonriendo por las calles. No se trataba de una sonrisa corriente, había en ella algo de placer malicioso, como si estuvieran diciendo: «Todos estos años se han reído de nosotros porque confundíamos las cosas, el tiempo, porque no éramos precisos, porque llamábamos los lugares y los objetos con nombres extraños. Ahora, mira por dónde, está claro que estábamos en lo cierto. No nos creyeron, estaban tan seguros de tener razón y nos despreciaban tanto que nos enviaron al asilo y nos encerraron a cal y canto». Había algo en su sonrisa que daba miedo, el alborozo de los locos.
Celebraban su libertad de muy distintas formas: se tumbaban en el parque, cantaban, y los más jóvenes piropeaban a las chicas y a las mujeres jóvenes; pero la mayor parte del tiempo se quedaban sentados en los bancos de los parques sonriendo.
Se dirigían a los niños de igual a igual. Se sentaban con las piernas cruzadas para jugar con piedras, al dominó, al ajedrez, a la pelota e incluso al fútbol. Había padres asustados que perdían los nervios y los atacaban. Los locos aprendieron a identificar a aquellos padres y escapaban de ellos a tiempo para salvar el pellejo.
Había también locos peligrosos llenos de malicia que nos asaltaban en sus accesos de cólera. También nosotros aprendimos a identificarlos para huir de ellos. Con todo, la mayoría eran tranquilos y educados y hablaban con sentido, e incluso había algunos a quienes no se les notaba que eran locos. Se les podía hacer preguntas de cálculo, geografía o sobre Julio Verne. Entre ellos había médicos, abogados y hombres ricos a quienes sus propios hijos habían desposeído de sus bienes. De vez en cuando un loco paraba el juego para hablarnos de su esposa y de sus hijos. Había también entre ellos algunos judíos practicantes que rezaban, pronunciaban bendiciones e intentaban enseñarnos las oraciones Modé Aní y Shmá. Me gustaba observarles. Sus rostros eran muy expresivos. Les encantaba jugar, aunque no sabían ganar. Éramos más buenos que ellos. Cuando veían que iban perdiendo, se echaban a reír como si dijeran: «Incluso los pequeños son más buenos que nosotros». Bien es verdad que los había que tenían muy mal perder y se encolerizaban y lanzaban las piezas del juego, pero eran los menos. La mayoría aceptaban su derrota con una sonrisa y espíritu de sumisión.
A veces ocurría que un loco sufría un arrebato de ira en la calle, dando golpes o mordiendo. Inmediatamente llamaban a la policía del gueto, que no tenía piedad, y llevaba a todos los locos de vuelta al asilo. Después de un día de encierro, se les liberaba. Rápidamente les invitábamos a jugar al ajedrez o al dominó. Es extraño, no guardaban rencor a los policías ni a quienes les habían denunciado. Me gustaba observar la postura que adoptaban, la forma de sujetar el plato o cortar el pan. De vez en cuando se quedaban dormidos en el parque, encogidos, como si no fueran adultos, sino niños cansados de jugar. En los días de las deportaciones, intentaron escapar, esconderse, pero la policía era más ágil que ellos, por supuesto. Por pura inocencia, se escondieron debajo de los bancos del parque o treparon por los árboles. No era difícil atraparlos. Iban corriendo de forma pesada y torpe. Los policías los agarraban con brusquedad y los subían al camión. Nadie pedía piedad para ellos, como si todos estuvieran de acuerdo en que si se decretaba la deportación, ellos, los locos, habrían de ser los primeros. Ni siquiera sus familias intentaban liberarlos.
En una de las redadas vi un camión cargado de locos. La gente les lanzaba pedacitos de pan, trozos de pastel y patatas asadas. Ellos trataban de coger al vuelo los trozos. Por supuesto, sin éxito. Estaban de pie, sonriendo junto a las rejas del camión, como si estuvieran diciendo: «Nunca conseguimos hacer lo correcto, por eso no nos quisieron. Pero en estos momentos, cuando nos despedimos de ustedes, ¿por qué nos apedrean? No necesitamos comida ahora. Un poco de atención nos hubiera aliviado. En lugar de eso, nos cubren con comida insípida». Con esta expresión en la cara, desaparecieron de nuestra vista para siempre.