17
Ya en mi primera infancia solía observar a personas y objetos con cautela y sospecha. Mi madre lo atribuía a las graves enfermedades que había padecido cuando era muy pequeño. La abuela opinaba que todo hijo único era desconfiado por naturaleza. Y, de hecho, yo era hijo único y estaba muy unido a mis padres. El espacio situado fuera de la casa me parecía frío y amenazador, especialmente cuando me quedaba allí solo. La mayoría de mis sueños de infancia (es extraño hasta qué punto los recuerdo) están vinculados a un sentimiento de abandono. Extiendo la mano y se queda suspendida en el aire. Inmediatamente llega el miedo y me atrapa. Me despertaba en mitad de la noche temblando, y mi madre se apresuraba a prometerme que era «un sueño equivocado»: ella nunca me abandonaría y siempre estaríamos juntos. Por alguna razón, estas promesas sólo aumentaban mis sospechas, y me sumía en el llanto hasta quedar sin fuerzas.
El sentimiento de desconfianza creció en mí cuando empecé a ir al colegio. Éramos dos niños judíos en una clase de cuarenta. Yo era delgado, vestía ropa fina y mi madre me solía acompañar hasta la puerta del colegio, lo que solamente conseguía acrecentar el desprecio hacia mí. En los recreos todos jugaban en el patio con una pelota roja de goma, levantando polvo y chillando. Yo me quedaba junto a la ventana y miraba. Ya entonces lo supe: nunca jugaría como ellos. Eso dolía, pero también era divertido, una mezcla de sentimientos de inferioridad y de superioridad. En estos sentimientos podía recrearme siempre y cuando estuviera fuera de su alcance. A su lado era un blanco fácil para las patadas, las bofetadas o los pellizcos.
Los niños no judíos eran más altos que yo, más fuertes, y sabía que ni siquiera redoblando mis esfuerzos conseguiría reducir distancias. Ellos serían siempre los que mandaran en los largos pasillos y en el patio. Si querían te pegaban, y si querían te dejaban en paz. Había que adaptarse, indicaba el sentido común, pero de vez en cuando surgía un sentimiento de humillación. En ocasiones me ponía de pie en las escaleras y me desgañitaba a voz en grito, más que nada para superar el miedo que me invadía.
Mi madre trató de hablar con el director, pero era inútil. Cuarenta cuerpos robustos estaban en mi contra, un poderoso oleaje de piernas que iban arrollando todo lo que encontraban a su paso, entre otras cosas a mí. Unas cuantas veces intenté defenderme. A aquella pandilla eso no le causaba ninguna impresión. Al contrario, tenían una razón más para seguir pegándome y para argumentar que yo había empezado. El otro niño judío me dejaba solo en aquel combate perdido. En un corto espacio de tiempo él cambió por completo y, aunque era más delgado que yo, se integró muy bien en los juegos del patio. Lo que no había conseguido la fuerza lo estaba consiguiendo la agilidad. Con el paso del tiempo me rechazó como si no fuera ya de mi clan.
Todos los días, desde primera hora de la mañana —y en invierno todavía no había amanecido— y hasta las tres de la tarde, estaba entre aquel rebaño salvaje. No es raro que no recuerde ni un solo nombre, ni siquiera la cara de la maestra judía que luchó contra esta muchedumbre, que ya a los siete años estaba llena de instinto de destrucción. Como yo, ella no tenía fuerzas, gritaba inútilmente provocando oleadas de risas. No recuerdo caras, pero sí recuerdo bien las amplias escaleras de piedra, los tenebrosos y húmedos pasillos, la corriente de piernas que se deslizaban saliendo al trote. Del colegio recuerdo a los dos bedeles, árbitros supremos silenciosos y astutos que infundían miedo por todo. Si algún chico armaba jaleo, lo ataban para darle diez latigazos, y el maltratado, después de recibir su castigo, tenía que besar la mano de la persona que le había golpeado diciendo: «Como tú mandes, padre», y desaparecer del lugar. Ese era el ritual y se repetía unas cuantas veces por semana.
Más de una vez mi madre estuvo a punto de sacarme de allí, pero mi padre no se lo permitía. Él opinaba que yo debía desenvolverme en la vida y hacerme fuerte. Mi madre creía que mi sufrimiento estaba siendo demasiado duro, pero mi padre no daba su brazo a torcer, como si adivinara que me esperaban experiencias más difíciles.
Al finalizar el primer año de escuela, se acabaron los estudios formales. Estalló la Segunda Guerra Mundial y nuestra vida cambió radicalmente. En contadas semanas, el niño de siete años que había estado rodeado de calor y mucho amor se convirtió en huérfano de madre, en un niño de gueto abandonado que, con el tiempo, se arrastraría tras su padre en caminatas punitivas a lo largo de la estepa ucraniana. Los que agonizaban y morían eran abandonados junto al camino, y él se tambaleaba lentamente con las últimas fuerzas que le quedaban junto a los pocos que aún andaban.
Estas imágenes, que habitan en mí, son muy claras, y a veces me parece que la marcha, que duró dos meses, dura ya cincuenta años, y que aún sigo arrastrándome.
Después de dos meses de marcha llegamos, muy pocos, a aquel maldito campo de concentración. Habían transcurrido pocos días cuando me separaron de mi padre. Ya he hablado de mi huida y de la mujer ucraniana con la que estuve. A partir de aquel momento se sucedieron la orfandad, la soledad y el aislamiento. Rápidamente aprendí que era mejor hablar poco, y si me interrogaban, era preferible contestar brevemente.
Durante la guerra hice de la sospecha un arte. Antes de acercarme a una casa, a un establo o a un pajar, me quedaba agachado y escuchaba, a veces durante horas. Según los sonidos, sabía si había gente y cuánta. La gente era siempre señal de peligro. Gran parte de los días de guerra la pasé echado en tierra escuchando. Entre otras cosas aprendí a escuchar a los pájaros. Son previsores maravillosos, no sólo de las lluvias que se avecinan, sino también de las personas malas y de los animales feroces.
Durante los días que vagué por campos y bosques aprendí a preferir el bosque a los campos abiertos, los establos a las casas, los inválidos a los sanos, los marginados del pueblo a los propietarios aparentemente honestos. De vez en cuando la realidad me desmentía, pero la mayoría de las veces se confirmaban mis sospechas. Con el paso de los días aprendí que los objetos inanimados y los animales eran mis verdaderos amigos. En el bosque estaba rodeado de árboles, plantas, pájaros y pequeños animales. No les tenía miedo. Estaba seguro de que no me tocarían. Con el tiempo me familiaricé con las vacas y los caballos, y ellos me ofrecieron un calor que guardo en mí hasta el día de hoy. A veces me parece que no fueron personas las que me salvaron, sino animales que encontré en mi camino. Las horas que estuve en compañía de cachorros de perros, gatos y ovejas fueron las mejores horas en los días de la guerra. Estaba con ellos hasta el anochecer, me quedaba dormido a su lado, y entonces mi sueño era tranquilo y profundo como en el lecho de mis padres.
He notado que la gente de mi generación, sobre todo quienes eran niños en la época de la guerra, han desarrollado un sentimiento de desconfianza hacia los seres humanos. También yo, durante la guerra, prefería la compañía de objetos inanimados y de animales, los seres humanos son impredecibles. Un hombre que a primera vista parece razonable y tranquilo puede revelarse como un salvaje, y a veces como un asesino.
Tras abandonar a la mujer que me había acogido, trabajé con un campesino viejo y ciego. Al principio me alegré de que fuera ciego, pero rápidamente descubrí que no era menos cruel que los campesinos que veían. Cada vez que sospechaba que yo no había hecho mis tareas como era debido, o que picaba algo durante las horas de trabajo, me llamaba para darme una bofetada. En realidad, cada vez que estaba cerca de él, extendía la mano y me pegaba. En una ocasión, cuando le pareció que había bebido del cubo de la leche dentro del cual estaba ordeñando, me tiró al suelo y me pisó. Me había percatado de que se acercaba en silencio y con delicadeza a los animales del establo, y les acariciaba la cabeza mientras les susurraba palabra cariñosas; sin embargo, su ira la descargaba en mí, una ira venenosa, como si yo tuviera la culpa de todos los males que la vida le había deparado.
Dos años estuve en campos y bosques. Hay escenas que se grabaron en mi memoria y he olvidado mucho, pero la sospecha quedó grabada en mi cuerpo, e incluso hoy en día, tras haber dado algunos pasos, me detengo para escuchar. Hablar me cuesta, y no es extraño: en la guerra no se hablaba. Es como si toda desgracia planteara de nuevo la pregunta: ¿qué hay que decir? En realidad no hay nada que decir. Quien estuvo en un gueto, en un campo de concentración y en los bosques conoce el silencio de su cuerpo. En la guerra no se discute, no se agudizan las diferencias de opinión. La guerra es un invernadero para la atención y el silencio. El hambre de pan, la sed de agua, el miedo a la muerte convierten las palabras en algo superfluo. En realidad, no hay necesidad de ellas. En el gueto y en el campo de concentración sólo las personas que habían perdido el juicio hablaban, daban explicaciones e intentaban convencer. La gente cuerda no hablaba.
Fue entonces cuando desarrollé mi desconfianza hacia las palabras. Una corriente fluida de vocablos despierta en mí desconfianza. Prefiero el tartamudeo: en él noto la fricción y la intranquilidad, el esfuerzo por depurar las palabras de residuos, el deseo de ofrecerte algo interior. Las frases lisas y fluidas me producen un sentimiento de falta de limpieza, de un orden que oculta el vacío.
Ese viejo principio que dice que al hombre se le juzga por sus obras cobra un doble significado en época de guerra. En los días del gueto y en los campos de concentración vi a gente culta, entre ellos médicos y abogados de renombre, que por un trozo de pan eran capaces de matar; pero, al mismo tiempo, también vi a gente que sabía renunciar, dar, anularse y morir sin haber hecho mal a nadie. La guerra reveló no sólo el carácter, sino también un elemento primordial en el ser humano, y ese elemento, por consiguiente, no era solamente oscuridad. Los egoístas y los malvados dejaron en mí miedo y repugnancia; los generosos, en cambio, el calor de su generosidad, y cuando los recuerdo me envuelve la vergüenza de no poseer siquiera un poquito de su virtud.
Durante la guerra vimos cuánto valían las ideologías. Comunistas que predicaban en las plazas igualdad y amor al prójimo se convirtieron, en momentos difíciles, en bestias humanas, pero hubo también comunistas cuya fe en el hombre se purificó de tal modo que al verlos parecían creyentes. Todas sus acciones eran abnegadas. Esto se manifestó también en las personas religiosas. Hubo judíos observantes a los que la guerra convirtió en materialistas y egoístas, y hubo quienes elevaron los preceptos a una esfera luminosa.
En la época de la guerra no hablaban las palabras, sino los rostros y las manos. Por el semblante aprendías hasta qué punto el hombre que tenías a tu lado quería ayudarte o te causaría daño. Las palabras no ayudaban a comprender. Los sentidos eran los que te transmitían la información correcta. El hambre nos hace retornar a los instintos, al lenguaje que antecede a las palabras. La mano que te ofreció un trozo de pan o un trago de agua cuando caíste de rodillas a causa de la debilidad, aquella mano no la olvidarás nunca.
La maldad, así como la generosidad, no necesitan palabras. La maldad porque ama lo oculto y la oscuridad, y la generosidad porque no quiere embellecer sus propias acciones. La guerra está llena de sufrimiento, aflicción y desesperación, experiencias duras que exigen, aparentemente, una expresión explícita; pero qué se le va a hacer: cuanto más grande es el sufrimiento y fuerte la desesperación, más innecesarias son las palabras.
Solamente después de la guerra resurgieron las palabras. La gente volvió a hacer preguntas a los demás y a sí mismos, y quienes no estuvieron allí exigían explicaciones, que al final resultaban desafortunadas y ridículas. Pero la necesidad de esclarecer y de interpretar estaba tan arraigada en nosotros que, incluso si eras consciente de su escaso valor, no te negabas a darlas. Está claro: en aquellos intentos había un esfuerzo por regresar a la vida cotidiana normal, pero qué se le iba a hacer: ese esfuerzo era absurdo. Las palabras no tienen la fuerza suficiente para enfrentarse a las grandes catástrofes, son pobres, inadecuadas y mistifican. Ni siquiera las antiguas plegarias tienen el poder necesario para afrontar la catástrofe.
Al comienzo de los años cincuenta, cuando empecé a escribir, ya corrían ríos de tinta sobre la guerra. Muchos contaban, testimoniaban, se confesaban y evaluaban. Quienes se habían prometido a sí mismos y a sus seres queridos que después de la guerra lo contarían todo realmente cumplieron su palabra. De este modo aparecieron diarios, folletos y numerosos libros de memorias. Hay mucho dolor en esas páginas, pero también muchos tópicos y expresiones superficiales. Era como si un mar de palabras hubiera engullido el silencio que había reinado durante la guerra y poco tiempo después.
Acostumbramos, a veces, a envolver de palabras las grandes catástrofes para defendernos de ellas. Las primeras palabras que logré escribir fueron todo tipo de llamadas desesperadas, tratando de recobrar el silencio que me rodeaba durante la guerra y restituirlo a mi ser. Con mis ciegos sentidos comprendí que en ese silencio estaba mi alma, y si lograba revivirlo el habla correcta tal vez retornaría a mí.
Empecé a escribir de forma sumamente vacilante. Las experiencias de la guerra anidaban en mí, pesadas y oprimentes, y yo deseaba reprimirlas aún más. Quería construir una vida nueva sobre la vida anterior. Me llevó años regresar a mí mismo, pero incluso cuando lo hice, el camino que me quedaba por recorrer todavía era largo. ¿Cómo se da forma a ese contenido ardiente? ¿Por dónde se empieza? ¿Cómo se unen las vértebras? ¿Qué palabras se utilizan?
Sobre la Segunda Guerra Mundial se escribieron principalmente testimonios, que se consideraban una forma de expresión auténtica. En cambio, la literatura se percibía como una invención. Yo ni siquiera tenía testimonios. No recordaba nombres de personas ni de lugares, únicamente oscuridad, murmullos y movimientos. Sólo más tarde comprendí que aquella materia prima era la sustancia vital de la literatura y que de ella se podía crear una historia interior. Digo «interior» porque en aquel momento se consideraba que la crónica era depositaría de la verdad. La expresión interior todavía no había nacido.
Mi poética se formó al comienzo de mi vida, y cuando digo «al comienzo de mi vida» me refiero a todo lo que vi y absorbí en casa de mis padres y durante la larga guerra. En aquel entonces tomó forma mi relación con las personas, con el arte, con los sentimientos y con las palabras. Esa relación no ha cambiado en el transcurso de los años. Cierto es que mi vida se enriqueció, acumulé palabras, conceptos y conocimientos, pero la relación básica ha permanecido tal como era. Durante la guerra vi la vida en su desnudez, sin adornos. Lo bueno y lo malo, lo hermoso y lo feo se me reveló entremezclado. Esto no me convirtió, gracias a Dios, en un moralista. Al contrario, aprendí a respetar la debilidad y a quererla; la debilidad es parte de nuestro ser, de nuestra humanidad. El hombre que conoce su debilidad sabe a veces superarla. El moralista ignora su debilidad, y en lugar de dirigir las exigencias hacia sí mismo, las dirige hacia su prójimo.
He hablado del silencio y de la desconfianza, de la preferencia de los hechos antes que la explicación. No me gusta hablar de los sentimientos. El hablar más sobre ellos nos lleva siempre a un laberinto sentimental, a la repetición y la superficialidad. Un sentimiento que surge de un hecho es un sentimiento definido.