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Ayer me encontré con el hijo de mi amigo T., el amigo con el que vagué hacia el final de la guerra y más tarde emigré a Israel. Juntos estuvimos cierto tiempo en la Inmigración Juvenil. Su hijo se le parece tanto que por un momento me confundí y creí que era T.
Lo invité a un café. Tiene veintisiete años, es ingeniero electrónico y pasó dos años especializándose en Estados Unidos. Es un joven alto, refinado, de buenos modales. Destacó en sus estudios desde muy joven y ahora se dedica a la investigación. Hacía años que no lo veía, desde que era alumno de secundaria, y me alegré de encontrarlo.
A su padre me unen los lazos del destino y del afecto. Nuestra infancia transcurrió en un silencio prácticamente absoluto. Teníamos miedo de hablar en nuestra lengua materna, y en otra nos era extraño hacerlo. La mayor parte del tiempo nos callábamos o hablábamos con gestos. De todos modos, éramos amigos íntimos y, aunque no hablábamos mucho, sabía mucho de él y de su familia, pues entre un silencio y otro solíamos conversar un poco.
Los años de la guerra y los de vagabundeo por Europa fueron años ciegos para los niños. La vida nos golpeaba por todas partes. Aprendimos a agacharnos. Si encontrábamos una guarida, nos arrastrábamos hacia el interior. Éramos como los animales, pero sin instintos de furia y sin temeridad. Después de cada golpe escapábamos. Ni siquiera sabíamos gritar.
Cuando llegamos a las playas de Italia, tras dos años de vagabundear, los primeros amigos que nos acogieron con alegría fueron el sol y el agua. En aquella playa abierta y vacía comenzó el invierno a derretirse en nosotros. Mi amigo T. estaba tan emocionado que se negaba a salir del agua incluso de noche. En el agua tibia sentimos la primera libertad y brotaron las primeras palabras. En esa misma playa recóndita y abierta vi la mano flaca y pálida de un comerciante judío que, con un gesto, expresó la esencia de la verdad de la guerra: ¿qué se puede decir?
Tres meses estuvimos en aquella playa. Mucho vimos y mucho oímos. Sin embargo, el alma estaba cerrada, y sólo con el tiempo retornaron en los sueños profundos las imágenes con más claridad. Mi amigo T. y yo nos dedicábamos a pescar. Hicimos redes con trapos. Y, asombrosamente, éramos capaces de pescar unos cuantos peces cada día. Por la noche encendíamos una hoguera y los asábamos. La noche, el agua y el fuego fluían hacia nuestro interior densos y oscuros, y nos envolvíamos en ellos. En aquel entonces no sabíamos que aquel era el renacimiento.
Subimos al mismo barco y, más tarde, durante algún tiempo, estuvimos en la Inmigración Juvenil. Aquí se fue alejando mi amigo de mí para ir encerrándose en sí mismo. Intenté acercarme a él, pero me rechazaba. En aquellos momentos estaba luchando consigo mismo y con los demonios que lo rodeaban. Su rostro parecía suplicar: «Déjame, ahora tengo que estar conmigo mismo».
Finalmente dejó la Inmigración Juvenil para irse a trabajar a Tel Aviv en una zapatería. Lo vi unas cuantas veces, pero no hablamos mucho. Era difícil saber si estaba contento en su nuevo lugar, pero pude distinguir unos fuertes rasgos en su semblante: era un rechinar de dientes o furia.
Después de la Inmigración Juvenil y tras prestar servicio en el Ejército, nuestra relación se interrumpió. Cada uno de nosotros batallaba con sus penurias, y los encuentros fueron cada vez más escasos. T. provenía de una familia de conversos: su abuelo se había desvinculado de la cadena judía para abrazar otra cultura; estudió medicina y renegó de su padre, que le había dado la vida. De todas formas, en la guerra no hicieron distinción entre judíos y conversos. También los conversos fueron encerrados en el gueto y también ellos fueron llevados a los campos de concentración. Cuando conocí a T. durante la guerra era como yo, tenía once años, sin padres. En verano vagaba por los bosques y en invierno buscaba refugio en casa de algún campesino que necesitara ayuda. Cuando me dijo su nombre, me quedé asombrado: su nombre era una leyenda en nuestra ciudad.
Mi amigo tuvo mucho éxito en los negocios. No me sorprendió. Todos nosotros, o mejor dicho, la mayoría de nosotros, que habíamos llegado siendo niños tras la guerra, habíamos prosperado en la vida material. Comprendo cada vez más hasta qué punto triunfamos. Entre nosotros hay industriales, juristas, militares, científicos y muchos que han alcanzado la cumbre. No todo el mundo sabe que al frente de una gran fábrica hay un hombre que fue niño durante el Holocausto, pues la mayoría no hablaban de ello e incluso ahora tienden a ocultar este hecho. Mi amigo T. es dueño de una fábrica de zapatos. Dicen que ha alcanzado elevados niveles de exportación en los últimos años. Tiene una casa en Hertzelia Pituaj y un apartamento en Jerusalén. Yo fui testigo lejano de su ascenso meteórico. Los primeros años de su éxito apenas lo veía. T. estaba inmerso en su fábrica y ningún otro pensamiento le interesaba. Durante los últimos tiempos hablamos más acerca de aquellos años, no de una forma ordenada, sino indirectamente, a través de cuestiones cotidianas. En uno de esos encuentros mi amigo T. me reveló que estaba pensando estudiar en la universidad e incluso se había matriculado en una de las escuelas nocturnas que preparaban para el examen de ingreso, pero entonces sus negocios comenzaron a crecer y tuvo que renunciar a su proyecto. Pero en su casa hay una gran biblioteca. Le interesan la filosofía, la literatura, las artes plásticas y la medicina. Más de una vez me sorprendió con sus conocimientos. Competía conmigo, supongo, y tal vez no sólo conmigo, sino también con su padre y con su abuelo. Como si nos estuviera demostrando, a ellos y a mí, que se podía ser rico y también culto.
El hijo de mi amigo es un muchacho agradable, refinado, más parecido a un joven judío europeo que a un israelí. Tiene una mente clara y se expresa con precisión.
Le hablé, no sé por qué motivo, de los bosques donde estuve con su padre. Por alguna razón, supuse que él le había contado algo sobre nuestra estancia allí. Me equivoqué. Su padre no le había contado nada en absoluto. No conocía la región donde habíamos nacido, ni la zona a la que fuimos deportados, ni lo que ocurrió allí.
—¿No le preguntaste? —Me asombré de la estupidez de mi pregunta.
—Lo hice, pero mi padre me contestaba con evasivas.
—¿Y de tu abuelo has oído hablar?
—Un poco —dijo mientras el rubor surgía en sus mejillas.
Y así llegué a saber que su padre le había contado muy poco, y ahora aquel hombre alto y bien parecido vivía sin saber de esa patria montañosa donde habían crecido su padre, el padre de su padre y generaciones antes que ellos. Era de suponer que algo de sus desconocidos antepasados pervivía en el alma del hijo, pero él no lo sabía. No hay posibilidad alguna de que su padre se siente ahora a contárselo. Incluso si lo hiciera, resultaría forzado y fuera de lugar. Lo que no se cuenta a su tiempo suena después como una invención.
Los miembros de mi generación contaron muy poco a sus hijos sobre sus hogares y sobre lo que les sucedió en la época de la guerra. La historia de sus vidas estaba sepultada en ellos sin cicatrizar. No sabían abrir una puerta hacia la zona oscura de sus vidas, y de esta manera se fue erigiendo una barrera entre ellos y sus descendientes. Es cierto, en los últimos años tratan de echar abajo el muro que erigieron con sus propias manos, pero la tentativa es débil, el muro es grueso y está bien fortificado, y dudo que se pueda tambalear.
—¿Y nunca has hablado con tu padre de este asunto? —se oye a veces.
—Sí, hemos hablado de ello, pero siempre de una forma superficial —se oye también.
La sensación de superficialidad la conozco bien. Cuando ya estás dispuesto a hablar de aquellos días, la memoria siempre flaquea y las palabras se pegan al paladar. A fin de cuentas, no dices nada que tenga valor. Ocurre a veces que las palabras comienzan a fluir en tu boca mientras vas contando y hablando sin parar, como si se hubiera abierto un canal obstruido. Y pronto te percatas de que es una corriente superficial, cronológica y ajena, sin llama interior. El habla fluye y fluye, pero no revela nada. Finalmente, sales inclinando la cabeza. Le hablé del último otoño que pasamos en el bosque, del esfuerzo por mantener el calor de nuestros cuerpos y la hoguera que nos arriesgábamos a encender cuando el frío amenazaba con congelarnos.
Y, por un instante, me parece que si consigo contar como es debido la historia del bosque, él también entenderá el resto, todo lo que derivaba de allí. Y, para mi frustración, me quedo sin palabras, como si se hubieran evaporado de mi mente, y vuelvo a lo que ya he dicho: «Hacía frío y, a pesar del peligro, encendimos una hoguera».
—Dos niños en el bosque, es increíble —dijo, como si se lo planteara por primera vez.
Y realmente es increíble. Cada vez que hablas de aquellos días, te embarga una sensación de incredulidad. Estás contando y no te crees que eso te sucediera a ti. Es una de las sensaciones más humillantes que conozco. El hijo de mi amigo T. es un muchacho sensible y atento, y ansiaba contarle más. No sé por dónde empezar. La historia de mi vida y la historia de mi amigo T. ahora me parecen, por alguna razón, una sola historia, lejana, compleja, amurallada, y es casi imposible abrir brecha en ella. Saco a colación algunas cosas, pero me suenan banales; peor aún: fuera de lugar.
—¿Y tu padre no te contó nada? —vuelvo a preguntar como un tonto.
—Apenas nada.
Conozco la situación. Mis amigos no contaron nada, y lo que contaron era sólo para cumplir con su deber. Lo sé y, aun así, este silencio me dejaba perplejo.
El abuelo de mi amigo era un médico de renombre, una persona noble entregada en cuerpo y alma a los pobres. El hijo de T. conoce este detalle, pero no sabe nada del duro y sinuoso conflicto, que duró años, entre el médico de renombre y su padre, el famoso rabino. Al médico iba la gente para someterse a una revisión o pedir medicinas gratuitas, mientras que al rabino iban los infelices para pedir cura para sus penurias. Uno creía en las medicinas y en las operaciones, y el otro, en la oración y la caridad. Entre una fuga y otra, T. me contó no pocos detalles acerca de aquel duro conflicto. Ya entonces sentí que algo de ese conflicto habitaba en él. De todos modos, a su hijo no le había dicho nada. Ese asunto quedó en T. como un secreto sellado.
Estoy sentado frente al hijo de mi amigo T. y me inundan los pensamientos. El viejo miedo a que la historia de nuestras vidas, de la mía y la de mi amigo T., y la historia de nuestros padres y de los padres de nuestros padres caiga en el olvido y no quede de ellos ningún recuerdo, ese miedo me aterra a veces por las noches, y para liberarme de esa angustia le hablo de los Cárpatos, donde habitaron nuestros padres y los padres de nuestros padres durante muchas generaciones, la tierra de Baal Shem Tov. Acerca de este último estudió en la escuela secundaria. Vuelvo a observar su rostro y, aunque es un ingeniero inmerso en el mundo material, su semblante demuestra que se puede hablar con él de cuestiones espirituales. Es sensible y está dispuesto. Las palabras «Dios», «fe» y «oración» no suscitan su rechazo. Al contrario, se ve que quiere saber más, pero a mí me cuesta explicar los hechos, sacar del todo un detalle luminoso. Siento que me tiemblan las rodillas, como si no hubiera aprobado un examen sencillo.
—Tu bisabuelo era un rabino muy famoso —dije, pero sentí de inmediato que había descargado un peso injusto sobre aquel muchacho, y me arrepentí. Aquel ingeniero joven, que se dedicaba a la investigación en uno de los institutos secretos, ya estaba viviendo su propia vida. Su padre no había sabido cómo transmitirle su vida ni la de sus padres, y yo, por estupidez, trataba de despertar en él una curiosidad fuera de lugar.
Por educación, y quizá para satisfacerme, me pregunta sobre aquel rabino, y yo tartamudeo y me siento como un estúpido y como un malvado.