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En el verano de 1937 viajé con mi madre a casa en el tren de la noche. No sé por qué motivo dejamos precipitadamente la casa de veraneo del pueblo. Íbamos en un vagón de primera clase, elegante y medio vacío. Mi madre leía un libro mientras yo hojeaba un álbum de dibujos. Allí dentro el olor a pan se mezclaba en el aire con el olor a tabaco. Yo disfrutaba hojeando y observando. Mi madre me preguntó si estaba cansado y yo le contesté que no.
Más tarde bajaron las luces. Mi madre cerró el libro y se quedó dormida. Durante mucho tiempo estuve siguiendo los pequeños movimientos que se producían en el vagón. De repente, por la parte más apartada del vagón apareció una camarera alta y robusta que se arrodilló, se me quedó mirando y me preguntó cómo me llamaba.
Se lo dije.
—¿Y cuántos años tienes?
La pregunta, por algún motivo, me hizo reír, pero se lo dije.
—¿Y adónde vas?
—A casa.
—Un niño bonito viaja a una ciudad bonita —dijo.
Sus palabras no me hicieron gracia, pero, aun así, me reí. Al mismo tiempo extendió sus grandes manos y me dijo:
—¿Por qué no me das tus manos? ¿Es que no quieres ser mi amigo?
Tomó mis manos en las suyas. Las besó y dijo:
—Unas manos bonitas.
Un sentimiento agradable y extraño me recorrió todo el cuerpo.
—Ven conmigo y te daré algo rico —me dijo mientras me agarraba para levantarme. Sus pechos eran grandes y cálidos, pero la altura me mareaba.
Al parecer, al final del vagón tenía un compartimento, y dentro, una cama plegable, una cómoda y un armario para la ropa.
—Ven, que te doy algo bueno. ¿Qué quieres? —preguntó mientras me colocaba en la cama plegable.
—Jalva[2] —contesté por alguna razón.
—Jalva —se sorprendió—. Sólo los campesinos comen Jalva. Los de la nobleza prefieren algo más delicado.
—¿Qué?
—Enseguida te lo voy a mostrar —contestó, y me agarró de los dos pies para quitarme con soltura un zapato y un calcetín. Se llevó los dedos del pie a la boca y dijo—: Está bueno, muy bueno. —El gesto me resultó agradable, aunque me estremecí—. Ahora le daremos a este niño guapo algo muy rico —dijo mientras sacaba de un estuche una tableta de chocolate.
Era un chocolate conocido por el nombre de Sano y Rico, un chocolate popular envuelto en un papel simplón; en mi casa ese nombre era sinónimo de barato y sabor vulgar.
—¿No quieres probar?
—No —dije, y me eché a reír.
—Está muy rico —insistió, y quitó el envoltorio para enseñarme la tableta marrón—. Pruébalo. A mí me gusta este chocolate.
—Gracias —lo rechacé.
—¿Qué chocolate te gusta, mi niño mimado?
—Suchard —le dije la verdad.
—Suchard. Es un chocolate de ricos, un chocolate sin sabor. Un chocolate tiene que ser grueso y relleno de nueces. —Enseguida volvió a levantarme en el aire para zarandearme. Me apretó contra su cuerpo grande—. Suchard es un chocolate de ricos. Un chocolate que se acaba muy rápido. A nosotros nos gusta un chocolate grande. ¿Entiendes?
No entendí, pero asentí con la cabeza.
—¿Cuándo para el tren? —pregunté por algún motivo.
—Es expreso. El expreso sólo para en la última estación, que es Chernovitz. —Hablaba dejando al descubierto sus dientes cuadrados. Volvió a masajearme la planta del pie.
—¿Te gusta? —preguntó.
—Mucho —no pude por menos que confesárselo.
—Te entretendré hasta que se haga de día —dijo, y se rio.
Mientras estaba masajeándome entre besos y pellizcos, se abrió la puerta del compartimento y apareció mi madre.
—¿Qué pasa aquí? —Abrió de par en par los ojos.
—Nada, jugábamos, Erwin se aburría y quería jugar.
—Normalmente Erwin no se aburre —le corrigió mi madre.
—Usted estaba durmiendo y Erwin se aburría. No se debe dejar que un niño tan guapo como este se aburra, ¿verdad? —Inclinó la cara hacia mí. Mi madre, por alguna razón, no me quitaba el ojo de encima. No estaba furiosa, pero su reprimida sonrisa expresaba desconfianza.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó mi madre. Ahora sabía que algo no andaba bien—. Vámonos —dijo alargando su mano hacia mí.
—Erwin es un niño muy listo. —La camarera intentaba ganarse a mi madre.
—Pero no es lo suficientemente precavido —mi madre no se contuvo.
—Listo y precavido, se lo juro. —La camarera hablaba como una campesina.
Mi madre no contestó. Tiró de mí con un movimiento brusco hacia el pasillo.
—¿Qué estabais haciendo? —me preguntó mi madre al acercarnos a nuestros asientos.
—Hablábamos.
—Tienes que ser más precavido.
—¿Por qué?
—Porque esas no tienen límites.
El tren avanzaba mientras las primeras luces del alba daban un color rosáceo a las últimas nubes de la noche. Mi madre no me hablaba. Su expresión se fue endureciendo. Lo sabía, estaba enfadada conmigo.
—Mamá.
—¿Qué?
—¿Cuándo llegamos a casa?
—Dentro de poco.
—¿Y nos está esperando papá en la estación?
—Supongo que sí.
Quería calmarla y le dije:
—Siete por siete, cuarenta y nueve.
Al oírlo, mi madre me abrazó.
—En una semana me sabré toda la tabla de multiplicar, lo prometo. Nadie me había presionado para que me la aprendiera de memoria, pero yo tenía la sensación de que aquella promesa iba a satisfacer a mi madre.
—Pero tienes que tener más cuidado. —No había olvidado mi delito.
Mi padre nos esperaba en la estación. Corrí a su encuentro, me levantó en el aire y me besó en las mejillas.
—¿Cómo ha ido el viaje? —preguntó mi padre con ternura.
—No ha ido mal —contestó mi madre en un tono seco.
—¿Ha habido retrasos?
—No.
—No se puede pedir más.
Mi padre hablaba en el tono que había adoptado últimamente.