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Entre los años 1952 y 1956 estudié en la Universidad Hebrea. Fueron unos años de ansias por llenar las lagunas de mi educación, por encontrarme a mí mismo en el torbellino social y cultural que me rodeaba y, principalmente, encontrar mi propia voz. Mi nivel formal de estudios era de solo 1.er grado. Para conseguir el título de bachillerato tenía que superar el examen denominado «previo», que incluía el temario que se estudiaba en la escuela pública. Únicamente aprobando este examen se te permitía presentarte al examen principal, esto es, el de bachillerato. El examen externo no era menos difícil: álgebra, trigonometría, literatura, inglés, la Biblia, etc. Una materia que se estudia y se aprende en años yo la estudié en uno y medio. No es extraño que me suspendieran dos veces en matemáticas e inglés.
Este esfuerzo inmenso me debilitó y me quitó las ganas de estudiar. Quise volver a la plantación donde había trabajado unos dos años en la Inmigración Juvenil y después en la escuela agrícola de Miqveh Israel. La tranquila plantación, que cambiaba su paisaje con cada estación, de pronto me parecía un oasis bendito. Amaba las horas que pasaba solo, la labranza, el gradeo, la fumigación, controlar la maduración de los frutos, contemplar los árboles deshojándose en otoño y podar en invierno.
A pesar de todo, no volví para trabajar la tierra. No se trató de una decisión racional. Mi difunta madre, como muchas madres judías, ansiaba verme sobresalir en mis estudios. No me ocultaba este deseo y, siempre que tenía la oportunidad, me recordaba que debía estudiar. Unos días antes de su asesinato aún tuvo tiempo de decirme: «Tú serás un estudioso». No sé a qué se refería con el término «estudioso», si a un intelectual o tal vez simplemente a un hombre culto. De todas formas, su deseo apareció ante mis ojos cuando me decidí por los estudios.
¿Qué estudiaría? Tenía la intención de estudiar agricultura, para combinar estudios teóricos y actividad práctica, pero mi escasa cultura fue de nuevo un obstáculo. Aunque aprobé los exámenes de introducción a la química, la botánica y la zoología, estas asignaturas no eran suficientes para empezar los estudios académicos. Nunca en mi vida había ido a un laboratorio y nunca había mirado por un microscopio. El hombre que me había entrevistado me aconsejo, con cierto desdén, estudiar humanidades.
Me matriculé en el departamento de yídish. ¿Por qué precisamente yídish? Mi lengua natal era el alemán, pero en la época de la guerra y después todo el mundo hablaba yídish. En este idioma todavía latían los recuerdos de la casa de mi abuelo, las imágenes de mi hogar y de la guerra, algo mío. Era, si se quiere, la reacción del débil que no tiene fuerzas para enfrentarse con el exterior y que se encierra en su caparazón. El año 1952 no trajo ningún cambio con respecto a esta lengua que simbolizaba la diáspora, la debilidad y la indolencia. Todos hablaban en contra del yídish, que sólo era objeto de desprecio y burlas, pero precisamente era esa mofa la que me hacía decantarme por el yídish. Mi orfandad se refugiaba en la suya.
Mi instinto, al parecer, no me engañaba. En el departamento no encontré a muchos alumnos. A decir verdad, tres, reunidos en torno a un hombre de baja estatura y ojos despiertos: Dov Sadan. Era el profesor que necesitaba en aquel momento: de trato agradable, perspicaz y conocedor del alma de sus oyentes.
A comienzos de los años cincuenta enseñaban en la Universidad Hebrea Martin Buber, Gershom Scholem, Hernest Simón y Yejezkel Kaufman, por nombrar sólo algunos. Todos con una cultura judía y general tan amplia que todas las estancias del saber y la fe se abrían ante ellos, y dominaban lenguas antiguas y modernas. No es de extrañar que nos sintiéramos insignificantes.
Como todos los miembros de mi generación que habían llegado a esta tierra siendo adolescentes, no sabía vincular mis experiencias en Europa con mi vida aquí. Para ser más exacto: no sabía renegar de mi pasado, un pasado que vivía en mi interior con una intensidad estremecedora, exigiéndome atención. En este sentido, la universidad fue no sólo la casa donde adquirí conocimientos específicos, sino donde germinó el primer núcleo de mi conciencia; en otras palabras: el principio del itinerario del dónde y hacia dónde.
La universidad, que normalmente es una institución fría, para mí no lo fue. Ya he recordado a Dov Sadan y su cálida relación conmigo. Todos mis profesores provenían de la diáspora y, como yo, llevaban dentro el dolor de las dos patrias. Leah Goldberg y Ludvig Straus, por nombrar a dos, hablaban mucho acerca de la dicotomía de las dos lenguas y las dos patrias. Eran poetas y hablaban como tales. Con ellos aprendí a escuchar una palabra y un verso único, y a tratar de comprender que también el sonido tiene significado.
La Universidad Hebrea, en los años cincuenta, era una mezcla extraña de profesores que habían inmigrado de Alemania o que habían pasado por allí en su camino a esta tierra, estudiantes que habían terminado el servicio militar y supervivientes del Holocausto jóvenes y no tan jóvenes.
Estudié literatura yídish y literatura hebrea, pero mi corazón se inclinaba cada vez más hacia la cábala y el jasidismo. Gershom Scholem impartía sus clases como un mago, hipnotizando a todos. Buber era mitad profesor de escuela alemana y mitad rabino jasídico. Ambos cultivaban un círculo de admiradores. El lenguaje cabalístico y el lenguaje jasídico eran más cercanos a mi corazón que la literatura de la ilustración hebrea y gran parte de la literatura del renacimiento hebreo. La visión sociológica me era extraña. Ya al comienzo de mis pasos sentí que la literatura no era una base adecuada para el análisis sociológico. La literatura auténtica se ocupa del contacto con los enigmas del destino y los secretos del alma; en otras palabras: la esfera metafísica.
Luchaba todo el tiempo conmigo mismo por dar forma a mi expresión. El idioma ya fluía en mi boca, pero no la melodía correcta. La melodía es el alma de la poesía y de la prosa. Lo sabía y eso me hería. Durante todos los años de universidad escribí poesías. Eran gemidos de un animal abandonado que durante años busca su camino de regreso a casa. Mamá, mamá, papá, papá, ¿dónde estáis? ¿Dónde os ocultáis? ¿Por qué no venís a sacarme de esta penuria? O: ¿dónde está mi casa y dónde la calle y la tierra que me han expulsado? Estos eran los temas de los gemidos. Sobre las palabras «soledad», «añoranza», «aflicción» y «oscuridad» cargué todos mis dolores y mis opresiones. Estaba seguro de que eran mis leales emisarios para el oído del que las escuchaba.
La prosa me rescató de ese sentimentalismo. La prosa reclama por naturaleza medios concretos. El sentimentalismo y las ideas no son cosas que le gustan a la prosa. Sólo una idea o un sentimiento que surge de lo concreto tienen razón de existir. Esas cosas básicas y sencillas el hombre las aprende poco a poco, y yo, que tenía una cultura mínima, era aún más lento. En lugar de aprender a observar el cuerpo y sus movimientos, fui arrastrado hacia la niebla y el sueño.
Al igual que todos los de mi generación, en la universidad leí con avidez a Kafka y Camus. Ellos fueron mis primeros profetas, de quienes buscaba aprender. Como todo aprendizaje juvenil, también el mío fue externo. Me dejé influir por el sueño y la niebla sin ver que esa niebla de Kafka estaba formada por descripciones detalladas, tangibles y precisas, que liberaban a la niebla de su nebulosidad y hacían del misterio un misterio normal, por citar un conocido dicho de Max Kidushin.
Del escollo de la neblina y de los símbolos me salvó la literatura rusa. De los escritores rusos aprendí que ni la niebla ni los símbolos son necesarios: la realidad, si está bien descrita, produce por sí misma símbolos; en verdad, cada objeto en una determinada situación es un símbolo.
Me estoy anticipando a lo que vendrá más tarde. Durante mucho tiempo estuve cautivado por la magia de Kafka. Kafka tenía para mí mucho más que ver con la cábala y el jasidismo que la literatura de la ilustración hebrea y gran parte de la literatura del renacimiento hebreo. Únicamente en Agnon encontré, con el tiempo, el auténtico anhelo por el misterio.
La relación con el yídish era diferente: a través de él quería renovar el vínculo con mis abuelos y su casa en los Cárpatos. En el fondo de mi corazón sabía que si retornaba a ellos, a la melodía de su lengua, entraría en contacto con los orígenes judíos que estudiaba asiduamente en las clases de Gershom Scholem y de Martin Buber.
Los años de universidad fueron años de búsqueda de un judaísmo auténtico. No me contenté sólo con el estudio académico. Pasaba muchas horas en las pequeñas sinagogas de Meá Shearim y Shaarei Jesed. Amaba oír el yídish en boca de los niños pequeños, la cantinela de memorización en los Jadarim y las oraciones tanto de los días festivos como de los no festivos. Ese misterio palpable atraía mi corazón, aunque nunca hasta el punto de convertirme en una persona religiosa. Mi relación básica con el judaísmo se parecía a la de mis profesores Dov Sadan, Martin Buber, Gershom Scholem y Hugo Bergman. Su relación con la herencia judía era, por generalizar, una relación postasimilatoria: no más conflicto entre padres e hijos, sino una relación que va más allá. Ni Buber ni Scholem eran místicos en el sentido tradicional, pero se sentían atraídos por el tono místico. Hugo Bergman, que era propiamente un filósofo, recibió el misticismo judío de Buber y lo tradujo a su lenguaje. Dov Sadan era un judío ortodoxo que no guardaba los 613 preceptos.
En esos mismos años me acerqué a Agnon, me encontraba con él frecuentemente. La primera vez fue en 1946, el año en que emigré a Israel. Estaba en la escuela agrícola de Rajel Yanit, y Agnon, que vivía en Talpiot, no lejos de allí, se pasaba a veces por la granja. Éramos cincuenta jóvenes supervivientes de Polonia y Rumanía. Agnon se aproximaba a uno de nosotros y le preguntaba por su ciudad natal y lo que le había pasado durante la guerra. Cuando le conté que era de Chernovitz, se alegró. Conocía bien mi ciudad y de inmediato se puso a decir nombres de personas y de instituciones. No sabía de qué me estaba hablando. Su semblante y su tono de voz no me resultaban extraños. Se parecía a mi tío Mark, al que recordaba vagamente. Me sorprendí cuando me contó que era escritor. No había en su vestimenta señales que indicaran que era un artista, no llevaba una larga melena ni una corbata elegante; parecía un hombre con todo el tiempo a su disposición.
Conocí sus obras años después y enseguida me sentí cercano a ellas. Me emocionaron los nombres de personas, ciudades y pueblos que yo recordaba vagamente de mi casa, porque mi tierra natal, Bucovina, y Galitzia formaron parte de un solo país hasta la Primera Guerra Mundial, aunque al finalizar la guerra fueron divididas. Mi padre solía hablar con nostalgia de Lemberg, Brod y Butzatz, que visitaba cuando era joven.
Al cabo del un tiempo, cuando leí En la flor de sus días, Tehilá y En el medio del mar, supe que Agnon me contaba la historia de la vida de mis padres y de los padres de mis padres. Recordaba vagamente la calma y la tranquilidad del Imperio Austro-húngaro que todavía se percibían en los pueblos y en las pequeñas ciudades que visitábamos en verano, y comprendí de qué hablaba.
En mis primeros intentos de escribir prosa no seguí el camino de Agnon. Al contrario, me esforzaba por desvincularme del pasado y arraigarme en la nueva realidad. En mis primeros balbuceos era un campesino, un trabajador en los montes de Judá, un miembro de un kibbutz, un combatiente del Palmaj y un guardián de viñas. Todo, excepto yo mismo. Durante aquellos años tenía la sensación de que no tenía una biografía propia, que debía construírmela, o mejor dicho, inventármela. En esa extraña invención, criticaba a todos aquellos que se aferraban a sus recuerdos, inmersos en un pasado enfermo. Era un niño campesino, no un niño refugiado que durante años estuvo vagando de país en país para, al final, ser arrojado a la playa de Atlit. Yizhar, Shamir y Guri me servían de ejemplo. Su literatura era una literatura joven y optimista que se ajustaba a mis ansias ocultas de cambiar, olvidar y ser un niño nativo más.
Pasaron años hasta que llegué a mí mismo y a la obra de Agnon. Cuando inicié la lectura de sus novelas, ya estaba preparado para aceptar mi biografía. Esta aceptación, como toda aceptación, fue dolorosa.
La mayor parte de mi generación lo resolvió de otro modo. Reprimieron su pasado con todas sus fuerzas y lo aniquilaron. No pretendo aquí reprocharles en modo alguno, que quede claro. Les comprendo hasta lo más profundo de mi ser. Yo, por algún motivo, no sabía adaptarme a la realidad israelí. Iba, o mejor dicho, retrocedía hacia mí mismo.
En ese sentido, y en otros, Agnon me sirvió de ejemplo. De él aprendí que el hombre puede llevar su ciudad natal a todas partes y vivir en ella una vida plena. La ciudad natal no es una cuestión de geografía estática. Es más: puedes ampliar sus fronteras o elevarla hasta el cielo. Agnon poblaba su ciudad con todo lo que había creado el pueblo judío en los últimos dos mil años. Como todo gran narrador, no escribía memorias sobre su ciudad. En otras palabras: no escribía sobre lo que era la ciudad, sino sobre lo que debía ser. Y, además, me enseñó que el pasado, incluso el más duro, no constituye una malformación ni una vergüenza, sino una fuente de vida. Agnon, a diferencia de muchos de su generación, no estaba en conflicto con sus padres. La rebelión de su juventud no duró mucho tiempo. No acepto el argumento, repetido con frecuencia, según el cual Agnon mantenía una relación ambivalente con la tradición de sus antepasados. Es cierto, no le gustaba el carácter institucional de la religión, su fosilización, su rutina, ni la arrogancia que acompaña a veces la práctica religiosa; sin embargo, amaba con toda su alma la fe de sus padres, la que se encarnaba en los libros judíos. Estudió durante toda su vida, con la constancia de un verdadero estudioso. Es verdad que en Agnon había un cierto grado de ironía y sarcasmo hacia la gente pomposa, hacia los modos de vida vanos y falsos, pero sus mejores y más importantes obras son aquellas en que abandonaba la sátira y la ironía para fundirse con sus antepasados, como en Tehilá, En la flor de sus días y muchas otras.
Dov Sadan, Scholem y Buber eran muy amigos de Agnon, y de vez en cuando me encontraba con ellos en un café, en la calle o en la universidad. Agnon era el más divertido. Contaba chistes, recuerdos y anécdotas de gente de épocas pasadas y de dirigentes políticos del presente. Especialmente le gustaba bromear sobre estos últimos y sobre los profesores que se consideraban a sí mismos «intelectuales».
Lo común en este grupo, si se me permite generalizar, era la relación postasimilatoria con el judaísmo. El conflicto con los antepasados y con la fe había sido dejado atrás. La cuestión judía estaba en sus almas. Agnon coleccionaba de una forma obsesiva libros judíos antiguos, opúsculos y cuadernos de notas. A veces iba con él de una librería a otra en busca de un pequeño opúsculo jasídico que, según había oído, habían vuelto a publicar. Agnon trataba de hacer lo imposible: vincular el judaísmo con el mundo moderno.
El sionismo era, para este grupo, una especie de retorno al judaísmo, no un retorno ortodoxo, ni tampoco formal. Gershom Scholem se definía a sí mismo como un «anarquista religioso». Esta definición se ajustaba también a su maestro, Martin Buber. Cada uno a su modo, mantenían una relación cálida y de identificación con la tradición judía. Buber y Scholem querían elevar de la profundidad secreta textos cabalísticos y jasídicos, y mostrar su vitalidad y su actualidad a nuestra generación. Yejezkel Kaufman quiso liberar la Biblia de la investigación cristiana, y Yitzjak Ber buscaba demostrar la continuidad judía desde la época del Segundo Templo. Dov Sadan exponía la literatura hebrea en términos dialécticos, como una literatura compuesta de cuatro corrientes: el antijasidismo, el jasidismo, la ilustración hebrea y el modernismo.
Al contrario que el mundo del que yo procedía, el de Agnon parece tranquilo y ordenado. Yo provengo de un universo apocalíptico que me exigía otra lengua y un ritmo diferente. En el mundo de Agnon, pese a la destrucción y la pérdida de vidas humanas de la Primera Guerra Mundial, aún pervivían restos de la estructura social, y más importante aún: un mundo judío que se renovaba en Israel.
Y, a pesar de todo, Agnon fue para mí un maestro. Sentí que él se ocupaba de la totalidad judía, la eternidad de su repetición y su continuo errar, su Ley (fe) visible y su Ley (fe) oculta. Si se dice que el escritor es la memoria colectiva de la tribu, esto se materializa en Agnon.
Los años en mi hogar y los años de la guerra dieron forma a mis reflejos y mis sensaciones. Los años de universidad modelaron mis instrumentos de crítica y de expresión. Tuve la fortuna de encontrar a profesores que se convirtieron en mis maestros, y también continué relacionándome con ellos al acabar mis estudios. Conocían mis tormentos a la hora de escribir, pero nunca me ocultaban la verdad. Sus críticas no fueron fáciles para mí. Con el tiempo, cuando fue publicada mi novela corta Como la niña del ojo, Gershom Scholem me estrechó la mano y dijo: «Appelfeld, eres un escritor».