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¿Cuándo empieza mi memoria a recordar? A veces me parece que sólo a la edad de cuatro años, cuando mamá, papá y yo nos fuimos por primera vez de vacaciones a los húmedos y sombríos bosques de los Cárpatos. Sin embargo, otras veces tengo la sensación de que la memoria germinó en mí aun antes, en mi habitación, junto a la ventana doble decorada con flores de papel. Nieva, suaves copos, lanosos, caen del cielo. El murmullo es tan débil que no se oye. Durante horas me quedo sentado observando esa maravilla hasta que me hundo con la blanca corriente y me quedo dormido.

Hay un recuerdo más claro vinculado a una sola palabra, bastante larga y nada fácil de pronunciar: erdbeeren, cuyo significado es en alemán «fresas». Primavera. Mi mamá está de pie junto a la ventana abierta, y a su lado estoy yo, encima de una silla; y, de repente, asoma por un sendero una muchacha rutena con una cesta redonda y ancha llena de fresas sobre su cabeza. Erdbeeren!, exclama mi madre. Este grito no va dirigido a la muchacha, sino a mi padre, que baja al patio y se acerca a la muchacha. La detiene mientras ella baja la cesta; hablan unos instantes. Mi papá se ríe, saca del bolsillo de su abrigo un billete y se lo extiende; la muchacha le da a cambio la cesta con todas las fresas que contiene. Mi padre sube las escaleras y entra en casa. Ahora se puede ver de cerca: una cesta no demasiado profunda pero muy ancha; las fresas son pequeñas y rojizas y desprenden un olor a bosque. A mí me encantaría introducir la mano para sacar un puñado, pero sé que no se me permite hacerlo y me contengo. Es evidente que mamá me comprende; coge un puñado de fresas, las lava y me las da en un platito. Yo, de tanta alegría, me atraganto.

Sólo entonces comienza la ceremonia: mi madre esparce azúcar en polvo sobre las pequeñas frutas, añade nata y ofrece el manjar a cada uno de nosotros. No es necesario preguntar si se puede repetir; mamá sigue agregando más y más fresas mientras las devoramos, como si se fueran a acabar. Pero no hay de qué preocuparse, la cesta está todavía llena, tanto que, aunque comiéramos toda la noche, no disminuiría. «Qué pena no tener invitados», dice mi madre. Mi papá esboza una sonrisa picara como si fuera cómplice de alguna conspiración. Al día siguiente también comemos platos repletos, aunque ya no con avidez, sino más bien distraídamente. Lo que sobra mi madre lo deja en la despensa. Y yo vi con mis propios ojos cómo las espléndidas fresas se agrisaban y marchitaban; esta visión me dejó apesadumbrado para el resto del día. Pero la cesta de mimbre hecha de sencillas ramas se quedó en nuestra casa muchos días, y cada vez que mis ojos se encuentran con ella, recuerdo que estaba sobre la cabeza de la chica rutena como una corona roja.

Recuerdos más claros aún son los paseos a lo largo del río, por senderos del campo y por prados de hierba. Algunas veces subíamos a la colina, nos sentábamos en la cima y observábamos el paisaje. Mis padres hablan poco y escuchan con atención. En mi madre esto es más evidente. Cuando ella escucha, sus grandes ojos se abren, como si buscara abarcar todo lo que la rodea. También en casa predomina el silencio sobre las palabras. De aquellos recónditos y lejanos días no me han quedado palabras en la memoria, únicamente las miradas de mi madre. Había en ellas tanta ternura y atención hacia mi persona que hasta el día de hoy las siento.

Nuestra casa es amplia y está llena de habitaciones. Un balcón da a la calle, y el otro, al jardín público. Las cortinas son largas, tocan el parqué, y cuando la sirvienta las cambia, un aroma a almidón se esparce por toda la casa. Pero más que las cortinas, me gusta el suelo, o mejor dicho, la alfombra que lo cubre. Sobre sus flores bordadas construyo con grandes cubos de madera calles y casas que pueblo con osos de peluche y perros de plomo. La alfombra es suave y tupida, y yo me sumerjo en ella durante horas mientras imagino que viajo en tren y cruzo continentes para, finalmente, echar el ancla en el pueblo de mi abuela.

Pensar que vamos a viajar en verano al pueblo me hace recordar, como si estuviera inmersa en el crepúsculo, la visita anterior, aunque las imágenes que aún subsisten de aquel entonces se han difuminado tanto, que cada vez se parecen más a un sueño. A pesar de todo, ha quedado una palabra: mistame. El vocablo es un tanto extraño e incomprensible y mi abuela lo repite unas cuantas veces al día. En más de una ocasión estuve a punto de preguntarle por su significado, pero al final no lo hice. Mi madre y yo hablamos alemán. En algunos momentos tengo la sensación de que mi mamá no se siente cómoda con el habla de mis abuelos y que le gustaría que yo no escuchara su idioma. Aun así, he reunido el valor suficiente para preguntarle:

—¿Cómo se llama el idioma que hablan los abuelos?

—Yídish —me susurró mamá al oído.

El día en el pueblo es muy largo, se prolonga hasta bien entrada la blanca noche. En el pueblo no hay alfombras, sólo esterillas. Incluso en la sala de invitados hay una. El roce de los pies en ellas produce un murmullo seco. Mi madre se sienta a mi lado para corlar una sandía. En el pueblo no hay restaurantes ni cines, y nos solemos sentar hasta tarde en el patio acompañando el ocaso, que se prolonga hasta la medianoche. Yo hago esfuerzos para no quedarme dormido, pero al final el sueño me vence.

El día está aquí lleno de pequeños detalles mágicos. Un grupo de tres gitanos entra de pronto en el patio y prorrumpe en una triste melodía de violín. Mi abuela no pierde los nervios; los conoce bien y les deja tocar. La melodía continúa y me va entristeciendo, quiero llorar. Mi mamá viene en mi auxilio y pide a los gitanos que paren la música, pero ellos no desisten. «¡Déjenos rezar!», grita uno de ellos mientras sigue tocando.

—El niño tiene miedo —le ruega mi madre.

—No hay por qué tener miedo, no somos demonios.

Finalmente mi madre les da unas monedas y ellos se callan. Uno de los gitanos intenta acercarse a mí para calmarme, pero mi madre me aparta.

Apenas salen los gitanos del patio, aparece un deshollinador. Un hombre alto, cubierto de cuerdas negras, que se pone de inmediato a su tarea. Su rostro está tiznado y, junto a la boca de la chimenea, parece uno de los demonios de los cuentos de los hermanos Grimm que mi madre me lee antes de acostarme. Quisiera compartir con ella este secreto, pero renuncio a mi propósito.

Al caer la tarde, vuelven las vacas de los pastos. Los mugidos y el polvo inundan el espacio con añoranzas y melancolía. Pero no hay de qué preocuparse, dentro de poco dará comienzo la ceremonia nocturna: la elaboración de mermeladas. Mermelada de ciruelas, de peras con ciruelas, de cerezas maduras, cada una a su hora durante la noche. La abuela saca de la cocina una gran cacerola de cobre y la pone en la hoguera, que ha estado ardiendo desde el ocaso. Ahora, esa misma hoguera está dorando la cacerola. La elaboración dura casi toda la noche. La abuela va probando y añadiendo especias hasta que por fin me da un plato pequeño de mermelada caliente. Ese dulzor, que tanto había estado esperando, esta vez no me alegra. El miedo a que la noche se acabe y a que por la mañana tengamos que subirnos al carruaje para volver a la ciudad, ese miedo envuelto en misterio, hiere mi pequeña felicidad. Tomo la mano de mi madre, la beso y la vuelvo a besar hasta que, embriagado de aromas, me quedo dormido en la esterilla.

En el pueblo estoy con mi madre. Papá se queda en la ciudad para encargarse de los negocios y cuando llega sorpresivamente me parece un extraño. Con mi mamá voy a las praderas, al río, o mejor dicho, a un afluente del río Prut. Las aguas fluyen pausadamente, su transparencia deslumbra y las plantas de los pies se hunden con suavidad en el fondo.

En verano, aquí el día transcurre lentamente y parece no acabarse nunca. Sé contar hasta cuarenta, pintar flores y, en uno o dos días, sabré escribir mi nombre en mayúsculas. Mi madre no me deja ni un momento. Su cercanía me resulta tan agradable que incluso un segundo sin ella me entristece.

A veces, sin motivo alguno, le pregunto sobre Dios o sobre mi nacimiento. Mi mamá se muestra desconcertada y parece sonrojarse. En una ocasión me dijo: «Dios está en el cielo y lo sabe todo». La respuesta me alegró como si me hubiera dado un regalo mágico. Sin embargo, la mayoría de sus respuestas son cortas, como si estuviera cumpliendo con una obligación. Algunas veces vuelvo a preguntarle, pero esto no la induce a hablar más.

Mi abuela, al contrario que mi madre, es una mujer grande y fuerte; cuando pone las manos encima de la amplia mesa de madera, la cubre con ellas. Cuenta algo y es evidente que ama los detalles que describe. Las verduras del huerto, por ejemplo, o el jardín de árboles frutales que está detrás del establo. Es difícil entender cómo es posible que mi abuela sea la madre de mi madre; mamá parece su débil sombra. Más de una vez regaña a mi madre por dejarse sopa o un trozo de pastel en el plato. La abuela tiene opiniones claras para todo: cómo cultivar verduras en el huerto, cuándo recolectar las ciruelas, quién es un hombre honesto y quién un hombre malo. En lo que respecta a los niños, sus opiniones son aún más tajantes. Hay que acostar a los niños antes de que sea noche cerrada y no a las nueve. Mi mamá, en cambio, opina que no pasa nada si el niño se queda dormido en la esterilla.

La abuela no siempre está en este estado de ánimo tan firme. Hay momentos en los que entorna los ojos mientras se sumerge en su gran cuerpo para hablarle a mi madre del pasado. Yo no entiendo ni una sola palabra de lo que dice y, aun así, me agrada escucharlo; cuando me levanta del suelo o me hace volar por los aires, me siento tan vulnerable como si todavía fuera un bebé.

Mi abuelo es alto y delgado y casi no habla. De madrugada se va a rezar y, cuando vuelve, la mesa está llena de verduras, quesos y huevos fritos. El abuelo hace que todos permanezcamos en silencio. No nos mira y tampoco nosotros lo miramos a él; pero en la víspera del Shabbat su rostro se va suavizando. Mi abuela le plancha una camisa blanca y nos vamos a la sinagoga.

El recorrido hasta allí es largo y está lleno de maravillas. Un caballo nos observa con sorpresa y, junto a él, una niña pequeña, de mi estatura, nos mira igualmente perpleja. No lejos de aquel lugar, un potro se revuelca en la hierba. La criatura fuerte y cilíndrica se coloca panza arriba y levanta las patas como si lo hubieran derribado al tiempo que se balancea de la misma forma en que a veces yo doy volteretas. Y para demostrar a todos que no lo han derribado, se yergue para levantarse sobre sus patas. Lo que está haciendo despierta el asombro de decenas de potros, ovejas y machos cabríos que lo siguen con la mirada alegrándose de que se haya sacudido y se haya puesto en pie.

Mi abuelo camina y calla, pero su silencio no da miedo. Vamos andando y cada cierto tiempo nos paramos. Y, por un instante, parece que quiere mostrarme algo y darme a conocer su nombre, como hace mi padre. Es un error. El abuelo continúa con su silencio, y los sonidos que salen de su boca resultan incomprensibles, aunque esta vez ha dejado caer algunas palabras que he logrado entender. «Dios —ha dicho— está en el cielo y no hay nada que temer». Los movimientos de sus manos que han acompañado esta frase son más claros que las palabras mismas.

La sinagoga del abuelo es pequeña y está hecha de madera. A la luz del día se parece a una de las capillas que están junto a los caminos, aunque es más alargada y no tiene imágenes ni ofrendas en los estantes. La puerta de entrada es baja. Mi abuelo se agacha por completo y entra, y yo tras él. Aquí nos espera una sorpresa: multitud de velas, doradas, están clavadas en dos cajones de arena e irradian una luz que se mezcla con el olor a cera.

La oración es silenciosa, casi imperceptible. El abuelo está rezando con los ojos cerrados y la luz de las velas tiembla sobre su frente. Todos los fieles están inmersos en la oración. Yo no. Yo, por algún motivo, estoy recordando la ciudad, las calles húmedas después de la lluvia. En verano llueve repentinamente, y mi padre me lleva corriendo por los estrechos callejones de una plaza a otra. Papá no va a la sinagoga. Le apasionan los paisajes que ofrece la naturaleza, los edificios singulares, las iglesias, las capillas, los cafés donde te sirven en finas tazas.

Mi abuelo interrumpe mis fantasías al inclinarse para enseñarme el libro de oraciones. Páginas amarillentas de donde brotan grandes letras, negras. Aquí todos los movimientos son cautelosos y secretos. No entiendo nada. Por un instante tengo la impresión de que los leones que están encima del Arca Sagrada están a punto de abandonar su inmovilidad para saltar. La oración discurre entre murmullos. Algunas veces se alza una voz más alta que arrastra consigo esos murmullos. Es la casa de Dios, y la gente viene a este lugar para sentirlo. Yo soy el único que no sabe cómo se le habla. Si supiera leer las oraciones, yo también vería los prodigios y los secretos, pero hasta entonces no puedo más que esconderme para que Dios no vea mi simpleza.

El oficiante continúa leyendo sin pausa, inclinándose a derecha e izquierda. Él es el que está más cerca del Arca Sagrada, intenta influir en Dios. El resto de los presentes levantan de igual forma la cabeza y someten su voluntad a la de Dios.

Mientras tanto, se van consumiendo las velas en los cajones, y la gente se está quitando el talit cuando una especie de asombro silencioso se enciende en sus ojos, como si hubieran comprendido algo que antes no comprendían.

La salida de la sinagoga se prolonga. Primero se marchan los ancianos y después el resto. Yo ya quiero estar fuera, donde el aire es puro y las personas hablan entre ellas y no con Dios.

Nos ponemos de nuevo en camino. El abuelo tararea una oración, pero una oración distinta, espontánea. El cielo está repleto de estrellas cuya luz se expande sobre nuestras cabezas. Mi abuelo dice que a la sinagoga se va deprisa y que de ella se aleja uno despacio. No entiendo el sentido, pero no pregunto. Ya me he dado cuenta: al abuelo no le gustan ni las preguntas ni las explicaciones. Cada vez que le pregunto algo, se impone el silencio, la respuesta se hace esperar y, cuando llega, es breve. Ahora ya no me molesta. Yo también he aprendido a callar para escuchar los tenues sonidos que me rodean, esos sonidos que están aquí y no en la ciudad, que son muchos pero apagados; no obstante, a veces irrumpe de la oscuridad el piar agudo de algún pájaro que estremece el silencio.

El recorrido dura alrededor de una hora y cuando nos acercamos a casa nos recibe la abuela, vestida también de blanco. Mi madre y yo llevamos ropa de diario. La bendición y la cena son oración y silencio. Sólo estamos nosotros cuatro, de pie, para recibir a Dios.

Mi mamá, por alguna razón, siempre se entristece cuando está a la mesa del Shabbat. A veces tengo la impresión de que en el pasado sabía hablar con Dios en su lengua, como los abuelos, pero que algún tipo de malentendido la llevó a olvidarla. Esa pena la angustia en las tardes de Shabbat.

Después de la cena vamos al arroyo. Mis abuelos caminan delante, y nosotros tras ellos. Por la noche el arroyo parece más ancho. Ha oscurecido y un cielo blanco se abre sobre nosotros.

El caudal discurre con lentitud. Introduzco las manos para sentir este cauce blanco, que fluye directo hacia ellas.

—Mamá —digo.

—¿Qué, cariño?

Las palabras con las que quería describir la sensación se me han ido de la cabeza. Como no puedo hablar, me siento y cierro los ojos mientras la noche clara fluye dentro de mí.

La oración de la víspera del Shabbat es sólo la preparación de las plegarias del día siguiente, que se prolonga durante muchas horas. Mi abuelo está pegado al libro de oraciones. Yo estoy sentado a su lado y veo a Dios venir y sentarse entre los leones que adornan el Arca Sagrada. Me asombro de que el abuelo no se estremezca con este impresionante prodigio.

—Abuelo —digo sin poder aguantarme más.

Él se lleva el dedo a los labios y no me deja preguntar. Al cabo de un tiempo, dos hombres se aproximan al Arca; y Dios, que unos momentos antes estaba sentado entre los dos leones, desaparece con tanta rapidez como si nunca hubiera estado allí. Dos hombres de baja estatura no se contentan con ello y abren el Arca; ahora el Arca está abierta de par en par y las oraciones fluyen a su interior. Me da pena no saber rezar en un momento tan solemne. Dos niños de mi edad ya se levantan como los adultos para orar. Ya saben hablar a Dios, yo soy el único sin palabras. La mudez crece en mí y recuerdo el parque de la ciudad adonde suelo ir con mi padre. Allí no hay milagros. La gente sentada en los bancos calla porque no sabe rezar, se me ocurre, y me despierto. Ya han sacado la Torá del Arca y la están levantando en el aire. Todos los ojos están puestos en ella, y un escalofrío me recorre la espalda.

La lectura de la Torá en la pequeña tarima me parece un secreto dentro de otro secreto. En este instante tengo la impresión de que, cuando acaben los murmullos, la gente se escapará y yo me quedaré solo, cara a cara con el Dios que habita en el Arca Sagrada. Cuatro hombres rodean la Torá, le hablan como si los rollos fueran la encarnación de Dios mismo. Por un segundo me sorprendo de que el gran Dios se haya encogido en aquella pequeña tarima.

Después enrollan la Torá cantando con gran devoción. Los cuatro hombres alrededor de la tarima aclaman en voz alta, como si quisieran anularse a sí mismos. Cuando acaba el canto, levantan la Torá para, a continuación, devolverla al Arca Sagrada. Esta se cierra y se cubre con una preciosa parojet. Por un instante me parece que es un sueño y que, cuando despierte, mi padre me sacará de este hechizo para regresar a la ciudad, a sus amplias y relucientes calles, a nuestra casa, que tanto quiero.

—¿Por qué no sales afuera? —me susurra mi abuelo liberándome.

Estoy junto a dos árboles altos y siento que he estado lejos de mí mismo, de mi imaginación, siento que me habían arrojado a otra imaginación para mí desconocida; menos mal que he salido y estoy de nuevo conmigo mismo, junto a los árboles que dejan caer su espesa sombra sobre la tierra.

Vuelvo y observo la estructura de la sinagoga. Es tan endeble que si no fuera por las enredaderas que la envuelven y la protegen, dudo que se sostuviera en pie. De repente, y por sorpresa, me invade un miedo atroz, incomprensible, el temor a que la gente salga del edificio para agarrarme y arrastrarme dentro. Es un miedo muy palpable, siento los dedos extraños que se me clavan y los arañazos profundos.

«¡Papá!». Se me escapó un grito y empecé a correr. Después de un buen trecho, dejé de sentir miedo y regresé junto a los dos árboles de la entrada de la sinagoga. En ese momento las oraciones eran silenciosas. Entré. Mi abuelo estaba sumido en el rezo y no notó mi llegada. Me puse a su lado observando el Arca Sagrada cubierta por la parojet. Traté de captar alguna palabra de las muchas que la gente usa para hablar con Dios, pero no lo conseguí. Estaba claro: era mudo. Todo el mundo murmuraba y se esforzaba, yo era el único que no tenía palabras. Observo y me duele. Nunca podré pedirle nada a Dios, porque no sé hablar en su idioma. Tampoco mi padre ni mi madre saben. Mi padre ya me lo había dicho una vez: «Para nosotros no hay nada más que lo que ven nuestros ojos». En aquel momento no comprendí la frase, pero ahora me parece que puedo adivinar su intención.

El rezo está a punto de acabar y yo no lo sé. Dicen la última oración con gran devoción, como si fuera a comenzar otra vez. Este ha sido el final, se han puesto de pie.

Uno de los ancianos se me acercó para preguntarme cómo me llamaba. Me sobresalté y me agarré al abrigo de mi abuelo. El hombre mayor me miró y no siguió preguntándome. Enseguida ofrecieron pasteles de miel y bebidas a los presentes. Las bendiciones flotaban en el aire con olor a alcohol.

Más tarde nos pusimos en marcha tomando el verde camino que llevaba a casa. Hacía sol y en los campos pastaban los rebaños. Este paisaje me trajo a la memoria otra calma en otro lugar, pero no supe dónde. Cruzamos los prados para entrar en un bosque claro. Había unas cuantas edificaciones abandonadas, en cuyas puertas abiertas de par en par se extendía la oscuridad. En el camino nos topamos con un campesino ruteno conocido de mi abuelo. Estuvieron charlando y yo no entendí ni una sola palabra. Más tarde subimos a la cima de una colina y en los campos de maíz había una gran conmoción.

Nos estábamos acercando a casa cuando vi a mamá en la puerta, vestida de blanco. Tuve la sensación de que estaba a punto de echar a volar para venir hacia mí. Esta vez no me equivocaba. Con un solo movimiento, como si no fuera mi madre sino una joven chica rutena, corrió a nuestro encuentro. No habían pasado ni unos segundos cuando yo estaba ya en sus brazos. En un momento estábamos juntos en medio de la alta hierba.

Por la tarde nos sentamos en el patio y la abuela nos trajo panecillos alargados y fresas con nata. Mi mamá estaba guapa con su pelo suelto sobre los hombros y las luces danzando en su largo vestido de popelina, y yo me dije: «Así será a partir de ahora».

Y cuando estaba aún absorto en esa alegría oculta, una cierta tristeza contrajo mi corazón. Era tan imperceptible que no la noté, pero poco a poco se fue asentando en mi pecho. Rompí a llorar y mi madre, que estaba de buen humor, me envolvió con sus brazos, pero yo, presa de la pena y el miedo, no me dejé consolar. El llanto me estaba perforando, y yo sabía que este era el último verano en el pueblo; de aquí en adelante, la luz se irá apagando y la oscuridad obstruirá las ventanas.

Así fue. El sábado, a última hora de la tarde, llegó mi padre trayendo consigo todos los espantos de la gran ciudad. Mi madre hizo las maletas precipitadamente mientras la abuela sacaba una caja llena de frascos de mermelada tapados con paños blancos, una caja de manzanas rojas y dos botellas de wishniak[1] casero. El carruaje era elegante, pero no había sitio para los alimentos. No sin dificultad, el cochero tuvo que apretujar los preciados regalos en el hueco que había debajo de los asientos. Mi abuelo estaba junto a la puerta como si le hubieran arrancado del mundo en el que estaba inmerso. De sus ojos emanaba una melancólica estupefacción. Abrazó a mi madre con mucha ternura.

El carruaje salió a todo galope para tomar a tiempo el último tren. En el vagón prorrumpí de nuevo en lágrimas. Mi mamá intentó con todas sus fuerzas tranquilizarme. El llanto me manaba de dentro y me empapaba la camisa. Se terminó la paciencia de mi padre, que reclamó saber la razón de mi llanto. Yo sentía una tristeza penetrante y un gran dolor, pero no tenía palabras para explicarlo. Mi padre se iba enfadando cada vez más, hasta que al final no pudo contenerse y me dijo: «Si no paras, te daré una bofetada. Tienes cinco años, y un niño de cinco años no llora sin motivo». Mi papá, que normalmente no se enfadaba y me traía regalos al regresar de sus viajes, esta vez me dio tanto miedo que se me congeló el llanto. Mamá, que sabía cuánto estaba sufriendo, me abrazó para reconfortarme. Me dejé caer lentamente en su regazo y me quedé dormido.