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Entre los años 1946 y 1948 estuve en la Inmigración Juvenil, y entre los años 1948 y 1950 fui aprendiz en la escuela agraria que había fundado Rajel Yanait en Ein Karem, y también en la escuela agraria de Janah Maizel en Nahalal. Durante cuatro años seguidos estuve en contacto con la tierra, y estaba seguro de que el destino me llevaría a ser un trabajador del campo. Me gustaba la tierra y, especialmente, los árboles que cuidaba. En esos años tenía un horario claro. Madrugar antes del amanecer, trabajar con ahínco desde las seis hasta las ocho de la mañana, un buen desayuno y, después, continuar trabajando. Me gustaba la siesta, al mediodía, en los días calurosos de verano. En aquellos días parte de mi personalidad estaba adormecida. Los años de la guerra se habían sumergido en mí como una piedra; fui ligándome a la tierra, a la lengua hebrea y a los libros, que leía con avidez. Para ser lo más fiel posible a esos lejanos años, copio, con correcciones idiomáticas, de mi diario.
30-12-46. Hoy he aprendido el arte de la poda. A veces tengo la impresión de que no he venido aquí, sino que nací aquí. Me gustan tanto la tierra y los árboles que me es difícil imaginar que es un amor nuevo. Si pudiera borrar los años de guerra de mi alma, me uniría fácilmente a la tierra y ninguna barrera nos separaría.
14-1-47. Hoy ha habido reclutamiento y yo he trabajado en la huerta. Es un trabajo vulgar. Las cosechas anuales me desesperan. Plantas, y enseguida hay que arrancarlo. A los árboles frutales uno los adopta durante años y siente la alegría de su crecimiento, su vida en cada estación. «Porque el hombre es un árbol del campo», leí en la Biblia. Sólo la persona que cultiva árboles lo puede entender.
Y en otro lugar, sin fecha: Hoy he recolectado ciruelas Santa Rosa; por suerte estaba solo. El trabajo en grupo me altera; peor aún: dejo de sentir y de pensar. Únicamente cuando estoy solo con mi alma, crezco y me conecto a la tierra.
Y en la misma página: El instructor M. me ha preguntado por casualidad, en el descanso de las diez, dónde estuve durante la guerra. La pregunta me ha sorprendido tanto que me he quedado boquiabierto. «En muchos sitios», he dicho para escabullirme del resto de la conversación. M., por algún motivo, ha seguido insistiendo, y yo me sentía como encarcelado en mi mudez. Me invadió el miedo, y mi memoria se apagó. No sabía qué contestar y repetí: «En muchos sitios».
13-8-47. Todas las noches me repito a mí mismo: olvidar más y más. Cuanto más olvide, más fácil me será fusionarme con la tierra y con el idioma. Son muchos los obstáculos. Ayer tuve una larga conversación con la instructora Sh. Hablamos en alemán. Hacía años que no lo hablaba y, a pesar de todo, la lengua fluía de mi boca. Evidentemente, una lengua materna no se puede extirpar de raíz.
He tenido un sueño: mi madre, mi padre y yo nos bañábamos en el Prut. Dos barcas alargadas pasan frente a nosotros. Mi madre y mi padre son tan jóvenes que parecen más estudiantes de liceo que mis padres. Por un instante me asombro de su cambio. Mi mamá me abraza y me dice: «Es una mascarada, dentro de poco todo será como era antes». Me levantó el sonido del despertador haciendo añicos el sueño.
20-8-47. Ayer hubo una conferencia en el comedor. Un hombre ya no joven vestido con una camisa azul hablaba sobre la debilidad judía elogiando a los partisanos y a los inmigrantes ilegales que llegaban a esta tierra en la época del mandato británico, y censuraba a los especuladores que actuaban en Jaffa y en Tel Aviv. «Tenemos que cambiar —decía en voz alta—, tenemos que trabajar la tierra y ser combatientes». Me identificaba con sus palabras y, al mismo tiempo, me repugnaba. Me parece un hombre al que no dudaría en pegar. Es de suponer que estoy equivocado.
En los sueños todavía estoy por los caminos, perseguido y cayendo dentro de profundos pozos. Ayer uno de los perseguidores consiguió agarrarme por el tobillo y me tiró a una profunda fosa. Me caí y me hundía; menos mal que desperté sin golpearme.
En mi inocencia, creía que mi vida anterior había muerto, y lo que bullía en mí eran los últimos espasmos. La mayor parte del día lo pasaba al aire libre, labrando, gradando, podando o injertando plantas en el vivero. Aquella vida me parecía tan real y apropiada que lo demás me resultaba ajeno y como si ya no me perteneciera. En aquellos días también anidó en mi interior otra sensación que había comenzado a germinar en casa de mis abuelos en el pueblo, y luego en el bosque, cuando estaba solo: un sentimiento de religiosidad.
Intentaré explicarlo. Yo provengo de una familia asimilada[6] carente de todo sentido religioso. Había mucho silencio, mucha atención y relaciones llenas de delicadeza; sin embargo, todo estaba basado en la racionalidad. A la religión institucionalizada se la consideraba carente de sentimientos auténticos, vulgar y falsa. Probablemente esto se debía al espíritu de la época y no a la experiencia personal, porque la madre de mamá ocultaba su religiosidad, no la exteriorizaba de ninguna forma. Mi abuelo quería mucho a mi madre y jamás le oí criticarla o reprenderla, a pesar de que sabía que nuestro estilo de vida en la ciudad no seguía las normas religiosas en toda su pureza. Yo sabía, mejor dicho, intuía que mi madre sentía un afecto secreto por la fe de sus padres, pero esto no se manifestaba en ninguna expresión concreta. Aún más, en casa se tenía cuidado de no pronunciar palabra alguna que pudiera relacionarse con la fe. A toda expresión de fe se la calificaba de «magia».
A mí me gustaba el pueblo de mis abuelos, la amplia casa de madera, las acacias que crecían junto a ella, los árboles frutales, los surcos de la huerta e incluso el baño, que estaba fuera de la casa, un pequeño pabellón de madera cubierto de enredaderas. En todo había misterio. No en vano se quedó grabada en mi consciencia la sensación de que Dios habitaba únicamente en el pueblo. Era allí donde solía ir con mi abuelo a la sinagoga, donde escuchaba las plegarias y observaba los leones de madera que estaban encima del Arca Sagrada. En el pueblo Dios moraba en todo rincón sombrío y bajo los gruesos troncos de las acacias. A veces me asombraba que ni mi padre ni mi madre vieran lo que era tan evidente para mí y el abuelo.
Con el paso del tiempo, cuando huí del campo de concentración y estando ya en el bosque, retornaron a mí aquellas sensaciones misteriosas. Estaba seguro de que Dios me salvaría para llevarme de vuelta con mis padres. En realidad, durante todos los días de la guerra, mis padres se fusionaban con Dios en una especie de coro celestial acompañado de ángeles destinado a rescatarme de esa vida infeliz.
Estas visiones se desvanecieron al final de la guerra, cuando me encontré aprisionado en medio de una multitud de refugiados. La mayor parte de la guerra estuve sólo conmigo mismo, sin hablar. Me nutría de las visiones y las fantasías que llenaban mi desgraciada existencia. De vez en cuando me sumergía en ellas olvidándome de que estaba en peligro.
La época de la Inmigración Juvenil fue muy dura para mí, entre otras cosas porque, repentinamente, estaba rodeado de niños de mi edad y me veía obligado a hablar. La presencia de aquellos niños y el tener que hablar me resultaba tan duro que en más de una ocasión estuve a punto de escapar. Mi diario de los años 1946-1950 está lleno de añoranza por los días que había pasado solo y sin hablar, rodeado de árboles y paisajes.
Los días en el bosque y con los campesinos me habían forzado a callar y escuchar. Si hubiera crecido en mi casa, no habría desarrollado dificultades para hablar. Mis padres eran sensibles a las palabras, y más de una vez conversaban sobre el significado de un vocablo o de una locución. Durante la guerra me vi obligado a ocultar mi identidad, y la primera norma era estar callado. En lugar del habla, desarrollé la capacidad de escuchar y observar. Después de la guerra, cuando la gente veía que yo no pronunciaba ni una palabra, tenía la certeza de que era mudo, y, de hecho, lo era a medias.
Los años transcurridos entre 1946 y 1950 fueron años de muchas palabras. La ideología crea vocablos y lugares comunes. Todos hablaban. En ocasiones tenía la sensación de que todo el mundo había ido a una escuela de oratoria, menos yo. No sólo se hablaba en casa, en la calle y en las reuniones; también la literatura estaba llena de palabras. La literatura de aquellos años estaba cargada de vocablos. En ocasiones me parecía que no se podía leer un libro sin la ayuda de un diccionario. Así ocurría con Yizhar, con Shamir y con otros. Mi diario está lleno de admiración por la abundancia de palabras y descripciones. Estaba seguro de que nunca podría escribir correctamente.
Solamente quien tiene dificultades en el habla necesita un diario. Cuando hojeo el mío, descubro que está lleno de frases incompletas, de una obsesión por la precisión. El espacio entre las palabras dice más que lo expresado por las palabras mismas. Mi diario no es en modo alguno un texto fluido, sino una expresión llena de impedimentos. Lo digo no por indulgencia, sino con la intención de entender mi madurez.
Mis primeros escritos frenaban más de lo que dejaban fluir y eran como la continuación de mi diario. Algo de mi forma de hablar se podía percibir en mi modo de escribir. El constante temor a que algo defectuoso surgiera de mi interior y me delatara, que tanto caracterizó mi habla incluso años después de la guerra, ese temor encontró expresión también en mis primeros escritos. Traté inútilmente de escribir con mayor fluidez. Mi escritura era como un ir de puntillas, desconfiado y reticente.
En los años cincuenta apenas escribí, y lo que escribía lo borraba con crueldad. Mi tendencia a ahorrar palabras se convirtió en una exigencia. En la literatura de aquellos años abundaban las descripciones de paisajes y de personas. «Describe con detalle», solían decir. Las descripciones prolijas se consideraban épicas. En las primeras cartas de rechazo que recibí de editores me decían simplemente: «Tiene que extenderse más, hay que rellenar, todavía no hay un cuadro completo». No cabe duda de que mi escritura, por aquellos años, estaba llena de defectos, pero no de los que mencionaban los editores.
A finales de los años cincuenta renuncié a mi aspiración de ser un escritor israelí y me esforcé por ser lo que realmente era: un inmigrante, un refugiado, un hombre que lleva en su interior al niño de la guerra, a quien le cuesta hablar y se esfuerza por narrar con el menor número posible de palabras.
El resultado de ese esfuerzo es mi primer libro, Ashan («Humo»). Muchos editores hojearon el manuscrito. Cada uno encontraba un defecto diferente. Uno opinaba que no se debía escribir sobre el Holocausto de forma imaginaria; otro opinaba que no se debía escribir sobre los puntos débiles de las víctimas, sino que había que resaltar el heroísmo, la rebelión de los guetos y los partisanos; y había otros que opinaban que el estilo era defectuoso, pobre y alejado de los cánones. Por alguna razón, cada uno quería corregir, añadir o acortar. Las virtudes reales que había en él no las veían. Ni siquiera yo mismo las veía; es más: estaba convencido de que todo lo que me decían era cierto. Es curioso con qué facilidad se admite una crítica. La que proviene de uno mismo también puede ser destructiva, pero no hay nada como una crítica externa para sentirte herido. Me llevó años liberarme de esa tutela y comprender que sólo yo podría orientarme a mí mismo hacia lo bueno y mejor.
Mi primer libro fue bien recibido. Los críticos dijeron: «Appelfeld no escribe sobre el Holocausto, sino sobre sus márgenes. No es sentimental, es controlado». Esto se consideraba un halago y yo me alegré, y, a pesar de todo, ya entonces me clasificaron como «escritor del Holocausto». No hay un apelativo más irritante que este. Un escritor, si lo es realmente, extrae de su interior lo que escribe, y la mayoría de las veces escribe sobre sí mismo; y si sus palabras tienen un significado, es porque es fiel a sí mismo, a su voz y a su ritmo. La generalización y el tema son una consecuencia secundaria de su obra, no lo principal. Yo era un niño durante la guerra. Aquel niño creció, y todo lo que le sucedió a él y en él, continuó durante sus años de adulto: la pérdida de su casa, la pérdida del idioma, la desconfianza, el miedo, los impedimentos al hablar, la extrañeza. A partir de esos sentimientos elaboro mis historias. Sólo palabras adecuadas construyen un texto literario, no el tema.
No pretendo ser un emisario, un cronista de guerra ni saberlo todo. Me conecto a los lugares donde estuve y escribo sobre ellos. No tengo la sensación de estar escribiendo sobre el pasado. El pasado en sí es una pésima materia prima para la literatura. La literatura es un presente en llamas, no en un sentido periodístico, sino porque aspira a otorgar al tiempo una presencia constante.