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A los dieciocho años aún no sabía escribir correctamente. En la oficina de reclutamiento de Afula, medio desvestido, junto a la puerta de la comisión de inspección médica, llené un formulario, y el funcionario me corrigió las dos faltas de ortografía que encontró. No era la primera vez que me corregían. Cada vez que lo hacían, sentía una punzada. Me parecía que nunca sabría escribir y que siempre habría alguien que encontrara en mis escritos faltas de ortografía.

Después de esto me pidieron que me quitara también la camiseta. Estaba de pie frente a tres médicos que me observaban. Eran distintos de los médicos que yo recordaba de mi casa. Uno de ellos se aproximó a mí, me tomó el pulso y la presión arterial y me pidió que me subiera a la báscula y le diera las gafas. Los otros dos médicos también las inspeccionaron: cristal grueso.

Me quedé de pie mientras hablaban entre ellos en voz baja. Me parecía que estaban comentando mi delgadez, mi miopía y mi espalda torcida, y aunque lo hacían en voz baja, tenía la sensación de que querían que yo lo oyese.

—¿Ha padecido alguna enfermedad? —se me preguntó.

—Tifus abdominal —contesté inmediatamente.

Todo el que estuvo en un campo de concentración enfermó de tifus abdominal. Esa era una de las señales que indicaban que el final se aproximaba. Los niños resistían sólo unos cuantos días, se encogían para luego perecer.

—¿Dónde y cuándo nació? —volvió la eterna pregunta.

—Chernovitz, 1932.

—¿Los nombres de sus padres?

—El de mi madre, Bunia, y el de mi padre, Mijael.

—¿Escuela primaria pública?

—Primer grado.

—¿Escuela secundaria?

—No.

Aquellas preguntas, que me habían hecho más de una vez, adquirían ahora, por alguna razón, una mayor resonancia, como si se revelaran por primera vez.

Los médicos volvieron a examinarme y uno de ellos preguntó:

—¿Cuándo inmigró?

—En 1946.

—¿Y qué hizo en Israel?

—Estuve dos años en la Inmigración Juvenil y otros dos en una escuela agrícola.

—¿Quiere alistarse en el Ejército?

—Sí.

Los tres médicos sonrieron por algún motivo.

—Vístase —me ordenaron.

El hecho de estar desnudo y las preguntas me inquietaron. Me parecía que, en ese mismo momento, graves defectos físicos y espirituales habían sido descubiertos, y dentro de poco anunciarían que no podía servir en el Ejército. Ese anuncio iría acompañado de una dura reprobación.

Volví a observarlos. Hablaban entre ellos. No comprendía nada de lo que decían, pero pensar que estaban hablando de mí en un lenguaje secreto hizo que mis temores aumentaran.

—¿Y no tuvo hermanos ni hermanas? —dijo uno de ellos tras levantar la cabeza.

—No.

Por un instante tuve la impresión de que estaban tratando de resolver un enigma. Yo era el enigma y a ellos únicamente les faltaban unos cuantos detalles, y en breve se oiría la desaprobación completa.

«Estoy sano», estuve a punto de decir. El ser corto de vista no me impide leer. Para mí es importante servir en una unidad de combate. El servicio en esta unidad arrancará de raíz de mi interior, de una vez para siempre, las debilidades y las humillaciones que he sufrido. Podré cumplir todas las tareas que se me impongan. Denme una oportunidad para demostrarlo. Mientras estaba todavía entregado a estas reflexiones, el médico que me había examinado levantó la cabeza de los papeles para decir: «Apto para el servicio», como si hubiera logrado resolver el enigma.

Sabía que esto llegaría, y así fue.

En los últimos meses había hecho un gran esfuerzo por robustecerme, o mejor dicho, para aparentar ser robusto. Corría, hacía gimnasia, escalaba colinas y levantaba pesas. Tal vez por eso adelgacé. No era raro que me preguntaran si comía bien. Hacía gimnasia porque quería que me aceptaran en una unidad de combate. El pensar que un día sería un combatiente como todos, y quizá oficial, me llenó de satisfacción durante mucho tiempo. Creía que la jerarquía militar, los entrenamientos y el combate cambiarían no sólo mi cuerpo, sino también mi carácter. Las debilidades que padecía desaparecerían y yo sería alto y duro, como tiene que ser un combatiente.

Entonces este sueño se desvaneció. El Ejército me aceptó, pero con condiciones que me limitaban mucho. «Apto para el servicio», o A. S., era ser soldado a medias, una cuarta, quien servía a los combatientes, les llevaba ropa adecuada y alimentos, pero nunca sería uno de ellos.

Estábamos de pie al aire libre, bajo el sol, esperando el camión que vendría a llevarnos al campo de entrenamiento. Los A. S. estaban en una esquina, y los combatientes, junto a un eucalipto. La diferencia, hay que admitirlo, era evidente a simple vista. Los combatientes eran más altos, se movían con más seguridad en sí mismos, hablando con voz áspera, y eran más corpulentos y velludos. A los A. S. les delataba incluso su postura: torpe y descuidada. Aunque, más que la postura, eran los ojos los que los delataban: en ellos no había ni brillo ni una voluntad decidida, sino un opaco estupor. Era evidente: los A. S. no habían nacido para actos de coraje, se establecerían en las bases de retaguardia sirviendo a los combatientes, que desde el principio de los tiempos habían sido destinados a ser los primeros en las acciones temerarias. Sentía pena por mí mismo, porque el destino no me había deparado una vida más bella. En adelante la distinción estaba clara: los unos a acciones gloriosas y los otros a tareas serviles. Enseguida lo vi: los reclutas se conocían entre ellos, la mayoría eran del lugar, de Afula, habían estudiado juntos en la escuela primaria y en la secundaria, y sólo yo, a decir verdad, era un extraño; llevaba en mi interior paisajes de otra tierra, un idioma diferente y experiencias de las que no podía hablar.

—¿Cómo te llamas? —se dirigió a mí un soldado.

Se lo dije.

—¿En qué colegio estudiaste?

—No he estudiado.

—¿Lo dices en broma?

—Es la verdad. Nací en el extranjero.

El joven se me quedó mirando con una mezcla de compasión y desprecio.

Lo sabía, era una encrucijada, pero no estaba en mis manos cambiar nada. Un cuerpo débil y la falta de estudios eran un obstáculo en cualquier lugar, y en el Ejército eran determinantes. Más tarde intenté inútilmente ser admitido en los cursos. Todas las puertas estaban cerradas para mí.

En la oficina de reclutamiento me encontré con el recluta Sh., que había pasado la guerra con sus padres —no como yo— en un escondite en una aldea de Bélgica. Durante los años de la larga guerra, sus padres (su padre era un lingüista conocido, y su madre, científica) le enseñaron todo lo que se estudiaba en la secundaria y muchas otras materias. Aquellos años de guerra fueron para Sh. años de estudio intensivo. Además de francés, hablaba con fluidez alemán e inglés, y según parece también otras lenguas. Su aspecto atestiguaba que tenía talento y que estudiaba mucho. Era muy alto y frágil. Sus largos dedos denotaban gusto y sensibilidad. Me hablaba en mi lengua materna, el alemán, y se expresaba con elegancia, escogiendo palabras que yo no siempre comprendía. Así se hablaba en mi familia, pero yo, a causa de la guerra, lo había perdido todo. Incluso se me olvidaron palabras que conocía.

Estuve con él todo el período de entrenamiento militar. De él oí por primera vez los nombres de Kafka, Sartre y Camus, y las palabras «intensivo», «dramático» e «integral». No dejaba de pronunciar nombres de personas famosas, de lugares históricos y, por supuesto, de libros.

—¿Y estudiaste durante toda la guerra? —pregunté sin poder contenerme.

—Estudié e hice exámenes.

—¿Quién te examinaba?

—Mi padre.

Era de maneras agradables y, al mismo tiempo, había algo en él que daba miedo, como si perteneciera a otra especie. El entrenamiento tampoco le resultó fácil, pero siempre tenía una palabra irónica o una comparación sarcástica para burlarse del sargento mayor. Sus padres no le dotaron de mucha fuerza corporal, pero sí que le proporcionaron un rico vocabulario, y las palabras lo protegían y le aliviaban el peso del mortero y de las municiones.

Lo envidiaba. De todos los idiomas que hablaba en casa, no me había quedado siquiera uno que pudiera dominar. Los libros que recordaba eran de Julio Verne, pero incluso esos había olvidado.

No tenía amigos durante el entrenamiento, y él era la única persona con quien hablaba. Era evidente que había pasado los años de la guerra ampliando conocimientos. Estudió y asimiló lo que había estudiado, siempre introducía en su charla una palabra en francés o en inglés. Si no hubiera sido por la guerra, también yo hubiera sido como él, pero yo pasé la guerra en un gueto, en un campo de concentración y en las estepas de Ucrania.

Incluso esforzándome toda mi vida, no llegaría a su altura.

—¿Y estuviste en el escondite todos esos años? —Hablaba la envidia.

—Así es.

—¿Y nunca salíais del escondite?

—Por la noche subíamos al salón.

—¿Y teníais comida?

—Sí, en abundancia.

Su débil cuerpo estaba lleno de seguridad, de confianza en sí mismo y de desprecio hacia el ambiente que nos rodeaba, que lo encerraba en una estructura rígida.

Después del entrenamiento lo sacaron de nuestro grupo y lo destinaron a una de las unidades secretas. Desde entonces no lo vi más. Decían que, tras el servicio militar, se embarcó junto con sus padres rumbo a América. Otro rumor afirmaba que había regresado a su tierra natal, Bélgica, y allí enseñaba en la universidad.

Sh. fue una de las personas que turbaron mi espíritu, provocando en mí un sentimiento de inferioridad. Siempre sabía más que yo. La ironía y la mofa, que la mayor parte de las veces no estaban dirigidas hacia mí, a pesar de todo me hacían daño. Su cuerpo, alto y débil, estaba equipado con todas las armas de defensa posibles. Sin duda alguna, en toda guerra él vencerá.