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Hay visiones que un hombre no puede olvidar con facilidad. Tenía diez años y estaba en el bosque. El verano en el bosque está lleno de sorpresas. De pronto, un cerezo, y en el suelo, una fresa. Ya hacía dos semanas que no llovía. Las botas y la ropa se habían secado y despedían un agradable olor a moho. Tenía la sensación de que si encontraba el sendero correcto, este me llevaría directamente a mis padres. El pensar que ellos me esperaban me protegió durante toda la guerra. Los senderos me llevaban a las afueras del bosque, pero no a mis padres. Todos los días intentaba tomar un camino y todos los días me embargaba el desengaño.
Los paisajes junto al bosque eran abiertos y magníficos: campos de maíz sobre campos de maíz hasta el horizonte lejano. A veces me quedaba parado durante horas esperando a mis padres. Con el paso del tiempo me inventé señales que indicaran su retorno: si el viento era fuerte, si veía un caballo blanco, si la puesta de sol era sin fuego. También estas señales me desilusionaron, pero yo, por algún motivo, no me desesperaba. Me inventaba señales nuevas, encontraba otros caminos. Me pasaba horas sentado a la orilla del arroyo imaginando su regreso.
A veces me asaltaba el pensamiento de que moriría sin ver a mis padres en este mundo. Mi muerte me la imaginé de múltiples formas: una vez planeando alto; otra lanzándome a volar sobre los campos de maíz. Tenía claro que después de mi muerte no me extraviaría, no me confundirían de nuevo las señales, habría sólo un sendero y sería el que me llevaría directo a ellos.
Por los caminos hacia el campo de concentración y durante mis días en él, vi muchos cadáveres tendidos en el suelo. Por alguna razón me negué a ver mi muerte como la suya. La fantasía normalmente tiende al sentimentalismo y al embellecimiento. El happy end no es un mero invento artístico, sino que, al parecer, está arraigado en el espíritu humano.
En uno de aquellos días tan tranquilos (por cierto, la mayoría de los días lo eran y, excepto el graznido de las aves rapaces, no se oía ningún sonido estridente en el bosque), cuando estaba parado en el margen del campo de maíz, encantado por su movimiento ondulante y por el verde, que iba cambiando alternativamente a un verde más oscuro, vi de repente un cuerpecito oscuro moviéndose sobre las olas de maíz. Me parecía que nadaba con facilidad. Estaba lejos de mí y, aun así, podía observar claramente cómo nadaba.
Cuando todavía estaba siguiendo el movimiento del cuerpecito moreno, oí en la lejanía unas voces apagadas, una mezcla de voces de vientos y numerosas voces humanas. Me giré a un lado y otro y no vi nada. El cuerpecito moreno avanzaba, y me parecía que se estaba abriendo paso para llegar al bosque.
Aún estaba tratando de ver de qué dirección provenían las voces cuando vi, en la colina que estaba a mi lado, donde también había un campo de maíz, una masa de cuerpos humanos abriéndose paso velozmente como si viajaran en una balsa. Al principio no asocié el cuerpecito pequeño que nadaba sobre el maíz con los otros cuerpos, pero no pasó mucho tiempo cuando vi que se movían con gritos de guerra y, desplegándose hacia los lados, lo rodearon. El cuerpecito pequeño, que al principio me parecía que nadaba con facilidad, al parecer se cansó. La distancia entre él y el bosque, hacia el que se abría paso, no disminuía.
Todo esto acontecía a unos centenares de metros de mí y, aunque veía a la gente, no atribuí ese fuerte movimiento a seres humanos, sino a la naturaleza. Tenía la impresión de que los vientos estaban acumulando fuerzas para el impulso y que, en breve, se desplegarían sobre los campos de maíz y los cortarían.
La verdad no tardó en descubrirse. El diminuto cuerpecito no era más que un niño, y los que lo perseguían, campesinos. Muchísimos campesinos con hachas y hoces en las manos, moviéndose de forma decidida para atraparlo. Ahora veía la imagen del niño con claridad, respiraba con dificultad girando la cabeza hacia atrás a cada rato. Estaba claro: no escaparía, no podría escapar. Eran muchos y más veloces que él, y dentro de poco le cerrarían el paso.
Me quedé observando los morenos y vigorosos rostros de los campesinos mientras avanzaban velozmente. El niño se esforzaba mucho, pero inútilmente. Lo atraparon, posiblemente no lejos del bosque. Todavía alcancé a oír sus súplicas.
Más tarde vi a la muchedumbre regresar al pueblo. Volvían con regocijo, como tras una cacería exitosa. Dos campesinos jóvenes arrastraban al niño de las manos. Lo sabía: dentro de poco, si vivía, lo entregarían a la policía, y en mi corazón supe que mi destino, llegado el día, no sería diferente; a pesar de todo, cuando aquella noche apoyé la cabeza en la tierra, me alegré de seguir con vida y poder ver las estrellas entre los árboles. Este sentimiento egoísta, que yo sabía que no era puro, me envolvió y me sumergió en un profundo sueño.