16

Encontré a muchas personas generosas en el largo camino desde las llanuras de Ucrania hasta las costas de Jaifa. En el barco, o mejor dicho, en la cubierta, donde se amontonaba la gente y los hatillos, vi a un hombre no demasiado joven que abrazaba en su regazo a una niña de unos cinco años, una niña risueña, de mirada reluciente que alegraba a todo aquel que la observaba. Llevaba puesto un bonito vestido de lana y no parecía una superviviente. Hablaba en el alemán de los judíos y cantaba con voz agradable. Todos sufrían a causa del mar y la comida de lata, y tenían los músculos rígidos por el cansancio, pero ella se dirigía a la gente con movimientos llenos de gracia. Al parecer, el hombre que la abrazaba no era su padre, pero la cuidaba con más entrega que si lo fuera. La observaba con admiración, absorbiendo cada palabra que salía de su boca.

El barco avanzaba en un mar tempestuoso con cientos de personas en la cubierta, entre ellas hombres desvergonzados y mujeres grandes y encolerizadas. La mayoría estaban enfermos, vomitaban y gritaban; sólo la pequeña Helgah no se quejaba. Más aún: a medida que el tumulto crecía en la cubierta, su rostro se iluminaba más y más, pero nadie le prestaba atención. Todos estaban sumidos en el propio dolor, protestando encolerizados. Esta visión me trajo a la memoria las estaciones de tren, donde poco tiempo atrás se cargaba a la gente en los vagones.

Inmediatamente después de la tormenta, el sol se elevó en el firmamento, el mar se calmó y la gente salió de entre la pila de hatillos para acercarse a la barandilla. Entonces vimos por primera vez que a Helgah le habían amputado la pierna derecha por encima de la rodilla. La amputación parecía reciente. El muñón estaba todavía vendado.

El hombre que la había adoptado retiró la venda, le puso otra nueva y le preguntó:

—¿Duele?

—No —sonrió Helgah como si estuvieran hablando de una herida sin importancia.

A continuación se sentó en su regazo. La gente los rodeó para observarles. El hombre contó con voz monótona que hacía un año, aproximadamente, la había encontrado echada en un montón de heno. Ella sonreía y extendía su mano hacia él.

—¿Qué podía hacer? —dijo esbozando una sonrisa—. Un ángel, realmente un ángel. A los ángeles no se les niega nada, ¿no es así?

—¿Y por qué le amputaron la pierna?

—Gangrena. Los médicos militares dijeron que la gangrena hacía peligrar no sólo el resto de la pierna, sino también su vida.

—¿Y qué hay que hacer ahora? —volvieron a preguntarle.

—Nada en especial. El muñón se va curando. Ahora tiene mucho mejor aspecto.

—¿Y la niña podrá caminar?

—No me cabe la menor duda —dijo el hombre—. En Palestina le haremos una prótesis. Helgah tiene muchas ganas de andar.

—¿Quiénes eran sus padres?

—Ese es un enigma que tendré que resolver en los próximos años —repuso en un tono seco, pero idóneo dada la situación.

—¿Y no tienes ninguna pista?

—Sí, pero muy inconsistente.

—Helgah, cariño, ¿no recuerdas nada? —Se arrodilló una mujer alta sorprendiendo a todo el mundo.

Helgah sonrió y dijo:

—Recuerdo la lluvia.

—¿De qué lluvia estás hablando? —La mujer hablaba en un tono suave.

—De la lluvia que caía sin cesar.

—Y entonces, ¿qué pasó? —continuó preguntando la mujer robusta.

—Me mojé —dijo como si no estuviera explicando un hecho, sino asombrándose.

—¿Y no tenías frío? —prosiguió indagando la mujer con su suave voz.

—No —dijo Helgah.

—¿Y quién estaba contigo?

—La lluvia, sólo la lluvia.

—¿Y no había nadie a tu lado?

—A lo mejor había alguien, pero yo no lo vi.

—Qué extraño —dijo la mujer robusta.

Helgah se mojó los labios y no contestó.

—¿Y cuánto tiempo duró la lluvia?

—Todo el tiempo —contestó Helgah levantando la cabeza.

—Qué extraño —volvió a decir la mujer robusta.

La gente estaba de pie callada, como si fueran testigos de una conversación extraordinaria.

—¿Y qué ocurrió después de la lluvia?

—No me acuerdo —dijo Helgah con una voz clara.

—¿Y siguió lloviendo todo el tiempo? —se asombró la mujer.

—Los pozos se llenaron de agua.

—Y tú, ¿qué hiciste?

—Nada —dijo Helgah como si hubiera conseguido por fin encontrar las palabras correctas.

—La niña es muy lista —intervino el hombre que la había adoptado.

La mujer robusta se levantó y no volvió a preguntar.

Ahora, por algún motivo, la gente estaba esperando que la niña hablara. Helgah agachó la cabeza y no pronunció ni una sola palabra. La luz en su rostro fue atenuándose.

—¿Y no echas de menos la lluvia? —volvió a preguntarle la mujer.

—No —contestó Helgah en un tono claro.

—No se le debe preguntar —intervino un hombre anciano.

—¿Por qué? —se sorprendió la mujer.

—Porque no se puede confundirla.

—Yo sólo estoy preguntando —se avergonzó la mujer.

—Tus preguntas confunden mucho. Déjala.

—La queremos —repuso la mujer.

—¿Por qué estás hablando en plural? —preguntó el anciano con rotundidad.

—Así lo siento.

—Que cada uno hable en nombre propio.

La última frase causó embarazo y silencio. La gente se dispersó, como si les hubieran regañado.

Helgah estaba sentada en el regazo del hombre que la había adoptado. La luz había vuelto a su rostro. Ella movía los labios y emitía un balbuceo silencioso. El hombre tomó su pequeña mano, se la acercó a los labios, la besó y dijo:

—Dentro de poco llegaremos a Palestina. Allí tendremos una casa y un jardín.