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Mi diario entre los años 1950 y 1952, mis años de servicio militar, está casi vacío. En aquellos años no tenía un rincón que fuera mío, y el diario lo refleja. En el Ejército, especialmente durante las largas esperas, leía todo lo que caía en mis manos. Digo «leía», pero mejor sería decir que devoraba, sin discernir, por supuesto, como si buscara llenar todo lo que me faltaba. Mi pobre educación me causaba dolor.

Sin embargo —vuelvo a decirlo—, los conocimientos y el sentido no los tomé de los libros, sino de la vida misma. Esta vez fui arrojado al inflexible régimen militar: formaciones por la mañana, formaciones por la noche, meticulosidad en la vestimenta, hacer las camas y limpieza de las armas. Había conocido el sufrimiento en el gueto y en el campo de concentración, pero ahora no era un sufrimiento de hambre ni de sed, sino de presión psicológica. Allí era igual que un animal que intenta encogerse, camuflándose con todos los colores, escabullándose y anulándose; y en esta huida al borde del abismo había una especie de alegría oculta propia del débil y, a veces, una alegría por la desgracia ajena. Ahora tenía dieciocho años y me sentía pesado. El uniforme, que debería infundirme orgullo, no me hizo levantar la cabeza. Al contrario, me sentía forzado y encarcelado. Los primeros años de la década de los cincuenta fueron muy rígidos en el Ejército. Tras años en la clandestinidad, el Ejército quería ser como todos los demás. Y como toda revolución, también esta fue radical. La obediencia venía acompañada de humillación y arbitrariedad. Sufría por la reclusión, por la coacción, y para superar la penuria, también aquí me inventé una estrategia que ya conocía de la infancia: observar de cerca.

Hay varias formas de observar; cuando lo haces, estás fuera, un tanto elevado y alejado. Esta elevación te enseña que quien te grita tal vez está gritando a su padre o a su madre. Tú sólo te has cruzado en su camino por casualidad, y el que no grita es en ocasiones peor que el que grita. Para complacer a sus superiores nos saca a realizar marchas nocturnas, nos ordena cavar fosas cuadradas, todo para mostrar a sus comandantes que su compañía no flojea. Quien es obsequioso siempre lo será, y, para mi sorpresa, tienen señales externas: son pesados y, a pesar de su corta edad, ya están forrados con una gruesa capa de grasa. La observación te libera en parte de la pena y la autocompasión, y cuanto más observas, más disminuye el dolor.

Ya durante mi infancia me gustaba observar. Me pasaba horas sentado junto a la ventana mirando caer la nieve. En verano me sentaba en el jardín y contemplaba las flores y los animales domésticos tumbados en el patio. La observación siempre me ha proporcionado placer, el placer de fusionarme con todo lo que salía a mi encuentro. Sólo más tarde, con seis o siete años, empecé a prestar atención a los detalles y a las formas. Por ejemplo, el gato de nuestra vecina con una cinta rosa atada al cuello, y la propia vecina, una mujer no muy alta, regordeta, que llevaba un vestido largo con escote pronunciado y con una cinta en la cabeza parecida a la cinta del cuello del gato. No estaba casada, pero tenía un amante, un oficial del Ejército rumano que iba a su casa cada tarde. En sus botas llevaba espuelas, señal de que pertenecía a la caballería.

Nuestra casa está adosada a la suya, el dormitorio está pegado al suyo, y nuestra bañera, a su bañera. La mayor parte del día lo pasa en la bañera; se cuida para cuando venga el oficial por la noche. Cuando sale a la puerta, vestida con una bata rosa y una cinta en la cabeza, desprende un fuerte olor a perfume. Mi madre la evita, pero a mí, en cambio, me gusta observarla. Casi cada hora, como una actriz, se cambia de vestido, pero los más espléndidos los guarda para la noche. Se parece a un animal, aunque no sé a cuál. Su amante camina como un caballo, y cuando sube por las escaleras me parece que pronto emitirá un relincho.

Nuestra vecina y su amante se encuentran entre las imágenes más precisas que se grabaron en mi memoria. Su morbidez, los sillones y los sofás cubiertos de decenas de cojines, las tupidas alfombras, las velas fijadas en platitos de arcilla, cuadros al óleo con multitud de ángeles colgados a lo largo de las paredes. Nuestra casa, al contrario que la suya, estaba sumida en la penumbra y tenía un aspecto monacal, sin adornos, y si no hubiera sido por unos cuantos bocetos que mi madre había comprado con mucha meticulosidad, las paredes de la casa habrían estado casi desnudas.

De esta forma vivíamos, los unos junto a la otra. Conocíamos sus horarios, y ella, los nuestros. De vez en cuando me preguntaba si me estaba aburriendo. «Yo nunca me aburro»; le dije la verdad, y probablemente la sorprendí. Cuando nos echaron de la casa para ir al gueto, ella estaba en la puerta de la suya con el gato en el regazo, mirándonos pasmada, como si no nos estuvieran enviando hacia la muerte, sino como si fuéramos nosotros, por así decir, los que nos habíamos vuelto locos.

Más tarde llegaron los días de hambre en el gueto, ya sin mi madre y sólo con mi padre, que pasaba la mayor parte del día haciendo trabajos forzados. Nuestros vecinos, el boticario Stein y el contable Fingold, por alguna razón, no fueron reclutados para trabajar y merodeaban por todo lugar donde se repartieran alimentos. Aquellas personas honradas cambiaron hasta hacerse irreconocibles. Mi padre se enfadaba con ellos por ese cambio, pero yo me quedaba de pie observándoles. Los días en el gueto los habían cambiado. Sus rostros alargados fueron ensanchándose, y una rojez extraña apareció en sus mejillas. Se convirtieron en animales del gueto y nada les daba asco. Mi padre siempre tenía tendencia a lo sentimental, por utilizar el término de Schiller. Si algo no le parecía bien, lo censuraba o lo ignoraba. Odiaba lo feo, lo deforme y lo amoral. Por algún motivo, consideraba que la observación era estar de acuerdo con todo eso. Más aún, lo consideraba disfrutar de la fealdad sin adoptar una postura concreta. Al hombre se le juzga según sus obras y no según sus pensamientos, ese era principio según el cual vivía. Se negaba a aceptar la realidad con indiferencia. Siempre quiso corregir, o por lo menos mejorar.

La tendencia a observar posiblemente la heredé de mi madre. Le encantaba observar. En más de una ocasión la encontré de pie junto a la ventana sumida en la contemplación. Era difícil saber si estaba observando el paisaje que se divisaba desde nuestra ventana o estaba escuchando lo que surgía de su alma. Nunca la encontré observando a la gente. Hacía sus análisis, a veces análisis sutiles sobre la forma del cuerpo de fulano o la postura de mengano, pero jamás observaba directamente a las personas. Pensaba que la observación directa era una intrusión, una invasión de la intimidad ajena.

En los hambrientos días del gueto, siendo ya un niño desamparado, me solía sentar durante horas en las escaleras de un edificio abandonado, o en la plaza con los ancianos o junto a una charca, y observaba. La contemplación me proporcionó siempre el deleite que hay en el olvido: un balcón con forma triangular, un viejo que, de pronto, levantaba el bastón para golpear a un perro, o una mujer sentada jugando un solitario a las cartas. En general, una hora observando no te trae nuevos pensamientos, pero te llena de colores, de voces y de ritmo. A veces una hora de observación te proporciona una gama de sensaciones que te acompañan durante muchos días. La verdadera contemplación, como la música, carece de contenido concreto.

En la época del gueto tenía ocho años y no pensaba, y si lo hacía era por tratar de sobrevivir. Me sentaba a observar durante un rato largo. Las escenas fluían hacia mí llenándome de alegría. Durante el sueño, las visiones diurnas se convertían en visiones magnificadas o aterradoras. Uno de los últimos días del gueto estaba sentado en la plaza observando a un grupo de ancianos que se calentaban al sol. De repente, y por sorpresa, se levantó uno de ellos, se acercó a mí y me dio una bofetada en la mejilla. Me quedé tan perplejo que no me moví del sitio. Aquel, viendo que no me movía, volvió a abofetearme gritando: «Ahora no mirarás más. Ahora ya sabes que no se observa a la gente».

Aquellas bofetadas inesperadas germinaron los primeros indicios de mi conciencia. Ahora lo sabía: la observación no es sólo un asunto personal conmigo mismo, sino que afecta a otras personas y tal vez las ofende. «Ahora no mirarás más»; me resonaban las palabras, como si me hubieran sorprendido robando o engañando. Hasta ese momento no era consciente de esa pasión oculta.

Un deseo tan fuerte como el ansia de observar no se erradica con un par de bofetadas. Aun así, desde entonces perdí la observación espontánea, cercana y absorbente, que a veces llegaba a durar horas. Desde aquel momento sería una observación a escondidas y robada. Para superar el miedo adopté otra táctica: empecé a aguzar el oído. En ese momento te imaginas la cara de quien habla, si es alto o bajo, de maneras agradables o mala persona. Si anteriormente la observación había sido una de las fuentes de mi alegría, ahora esta se mezclaba con una sensación de pecado.

Regreso a la época que pasé en el Ejército, que fueron para mí duros días de prueba. Llevaba ya cuatro años en Israel y todo era todavía confusión. Los idiomas que había traído conmigo se estaban desvaneciendo, y mi hebreo, que aprendí con tanta fatiga, no era fluido. Pero lo más duro de todo era la pertenencia a un lugar. ¿Quién era y qué hacía yo en esta tierra donde siempre es verano, junto a las largas barracas en el campamento de reclutas en Tzrifin? El año en que me alisté la mayor parte de los reclutas eran inmigrantes recién llegados, pero me parecían más integrados en lo que ocurría en el Ejército y, sobre todo, más fuertes. Los largos años de la guerra todavía anidaban en mi interior, y la vida en el Ejército me parecía la continuación de aquellos años, pero ahora cambiaron su apariencia: en lugar del miedo a los árboles del bosque o a un campesino ruteno que de pronto identifica en ti al niño judío, sentía un miedo diferente: miedo al sargento que te domina día y noche.

Sobreviví a la guerra no porque fuera fuerte o porque luchara por mi vida. Era más parecido a un animal diminuto que había encontrado refugio temporal en una madriguera precaria y que se alimentaba de lo que le ofrecía el momento. El peligro me convirtió en un niño atento al entorno y a sí mismo, pero no un niño robusto. Pasaba largo rato sentado en el bosque observando la vegetación o junto a un arroyo, siguiendo el fluir de la corriente. La contemplación me hacía olvidar el hambre y el miedo, y visiones de mi hogar retornaban a mí. Aquellas horas fueron quizá las horas más placenteras, si se puede utilizar este adjetivo al hablar de los días de la guerra. El niño que corría el peligro de ser olvidado en aquel entorno salvaje y tal vez encontrar la muerte en él era de nuevo el hijo de papá y mamá, que en verano paseaba con ellos por las calles con una tarrina de helado en la mano o nadaba con ellos en el río Prut. Esas horas de gracia me protegieron del aniquilamiento espiritual, y también más tarde, por los caminos que recorrí después de la guerra y durante la Inmigración Juvenil, me sentaba y observaba rodeándome de escenas y sonidos, conectándome así a mi vida anterior, y me alegraba de no ser uno entre miles, sin rostro.

En el Ejército se me privó de esa experiencia oculta. No tenía ni una hora para mí mismo. Para vencer esta angustia aprendí a observar también cuando estaba entre una multitud ruidosa. No era una observación que me inspiraba vitalidad, ni alegría, ni ampliación del conocimiento, sino una observación práctica: quién era bueno y quién malo, quién era egoísta y quién generoso.

En el Ejército aprendí hasta qué punto mi experiencia de infancia en el gueto y en el campo de concentración estaba impresa en mí. En la Inmigración Juvenil la consigna, escrita y no escrita, era: «Olvida, intégrate, habla hebreo, mejora tu aspecto, despliega tu virilidad». Estas máximas hacían su trabajo, visible y oculto. Quien las interiorizaba las hacía suyas y vivía de acuerdo con ellas, y la vida le era más fácil en el Ejército. Pero en mi caso, precisamente en el Ejército, resurgieron escenas del gueto y del campo de concentración, tal vez porque de nuevo me encontré encerrado y amenazado. Envidiaba a mis compañeros, quienes, como yo, venían de los campos de concentración, pero, en su caso, la memoria parecía haberse anulado. Ellos, al menos en apariencia, se habían liberado del pasado y habían echado raíces en esta nueva existencia, disfrutando de la comida, del sol, de los entrenamientos diurnos y nocturnos. En mí, por el contrario, los días del gueto y el campo de concentración se hicieron palpables y cercanos. Durante los días de la Imigración Juvenil había momentos en que me parecía que el pasado inmerso en mi interior estaba desapareciendo, pero los años del Ejército sacaron de las profundidades imágenes que no había visto en años. Las visiones, para mi sorpresa, eran nítidas, como si no hubieran sucedido hace años, sino ayer.

El Ejército no me endureció. Al contrario, en el Ejército creció mi viejo deseo de observar. Cuando contemplas, te encierras en ti mismo y te envuelve una melodía que surge de tu interior. Te construyes un refugio o a veces te elevas para observar de lejos. Entonces aún no sabía que la observación me preparaba secretamente para la misión que el destino me había asignado.

En aquella época aprendí también que el hombre sólo ve lo que ya le han mostrado. En el gueto y en los campos de concentración vi egoísmo y bajeza, pero también la generosidad de las personas. Es cierto, la bajeza era mucha, y la generosidad, poca, pero lo que quedó grabado en mi memoria fueron los momentos claros y humanos, en los que la víctima superaba su mezquino egoísmo y se sacrificaba por el prójimo. Esos escasos momentos no sólo iluminaron la oscuridad, sino que arraigaron en mí la fe en que el hombre no es un insecto.

En el Ejército conocí a muchos soldados generosos que me ayudaron. Había perdido una cantimplora y tenía que enfrentarme a un juicio por perder parte del equipamiento, y llegó un soldado desconocido y me ofreció una. Me había quedado sin un céntimo y no podía comprar un paquete de cigarrillos, y llegó un soldado y me ofreció un billete. En aquellos años no tenía a nadie en Israel, y aquellos justos ocultos aparecieron en momentos en que la desesperación estaba a punto de ahogarme.

He efectuado un análisis y un recuento. Todo aquel que sobrevivió en la guerra lo hizo gracias a una persona que le ayudó en un momento de gran peligro. No vimos a Dios en los campos de concentración, pero sí a personas justas. La antigua leyenda judía según la cual el mundo existe por el mérito de los pocos justos era cierta entonces, como lo es ahora.

Los años en el Ejército fueron importantes para mí no por haberme fortalecido ni inculcado valores nuevos, sino porque me llevaron a los orígenes de mi vida, una vida que había perdido durante la guerra y cuyo recuerdo iba desvaneciéndose, y era como sí esa vida resucitara precisamente en el Ejército. Allí me di cuenta claramente de que el mundo que había dejado atrás, mis padres, mi hogar, la calle y la ciudad, vivía y estaba arraigado en mí, y todo lo que me sucedía o me iba a suceder estaba ligado al mundo en el que había crecido. En el momento en que lo comprendí, dejé de ser un huérfano que vive atenazado por la soledad propia de los huérfanos, y empecé a ser una persona que tiene asidero en el mundo.