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A Mordejay lo conocí muchos años atrás, cuando yo enseñaba en un instituto nocturno. Tenía una pequeña tienda de ultramarinos frente a la escuela. Al mediodía solía cerrarla, se preparaba un bocadillo y un café y nos sentábamos junto a la ventana para jugar al ajedrez. Era su gran pasión, donde se descubría todo lo que llevaba escondido en su interior: una forma de pensar correcta, pero sin intrigas. Cuando perdía, una suave luz de vergüenza cubría su rostro.

Tenía mi edad, pero su calvicie, su trabajo en la tienda y el haberse casado muy joven hacían que pareciera un hombre de cuarenta años. Pero en el momento en que echaba el cerrojo y ponía el tablero de ajedrez sobre la banqueta, su mirada cambiaba y algo de niño envolvía sus ojos.

La partida solía durar una hora y media, a veces dos. Aquel tiempo, sumidos en la penumbra, junto a la puerta, nos embriagaba hasta el olvido y, aun así, podía distinguir algunos gestos que no se notaban cuando trabajaba al otro lado del mostrador. Particularmente, su modo de inclinar la cabeza. Como si en el pasado hubiera sabido rezar. A veces entornaba los ojos como instando a su pensamiento a reducirse para concentrarse. Sus dedos finos y alargados no se adecuaban con su trabajo, por lo que la mayor parte del tiempo los llevaba con heridas o vendados. En la culminación de la partida sus ojos poseían una agudeza maravillosa. Como muchos de los auténticos jugadores de ajedrez, era un hombre cerrado, parco en palabras, aunque de semblante despierto.

Sólo al cabo de un año de conocerlo me confesó que en su infancia, desde los cinco a los nueve años, estuvo en un monasterio, un monasterio estricto donde se obligaba a orar incluso por las noches. Sus padres lo habían enviado a aquel lugar prometiéndole volver a recogerlo en unos cuantos días. Él los esperó y, al ver que no regresaban, prorrumpió en llanto. Los monjes le ordenaron que dejara de llorar y al ver que sus órdenes no daban resultado, lo encerraron en un cuarto. Lloró hasta quedar sin fuerzas, y cuando dejó de llorar, los monjes abrieron el cuarto y le dieron una taza de leche caliente. Desde entonces no volvió a llorar más.

Mordejay es un hombre de pocas palabras, le cuesta mucho hablar. Si tuviera más consideración con él, me sentaría a jugar sin preguntarle nada. Era evidente que aquellos años estaban grabados en su cuerpo.

¿Quiénes fueron sus padres? Hasta hace unos años todavía los esperaba. Creía que vivían en Uzbekistán. Esta ilusión se la metió en la cabeza un superviviente que le juró que los había visto allí, en uno de los koljoses. Esta esperanza también se desvaneció y, a pesar de todo, no era un hombre amargado. Una cierta calma acompañaba sus movimientos. Hablaba poco, sólo lo esencial y sin precipitación.

En una ocasión me contó que el monje George le había dicho, en un momento en que sentía un miedo enorme, que no hay por qué temer. El miedo es imaginación, y es esta la que crea los monstruos. Sólo hay que temer al Padre que está en los cielos. Cuanto más se aferra uno a él, más pequeño es el miedo.

¿Sirvió de algo?, estuve a punto de preguntar. La mayoría de las veces evito preguntar. Tengo la impresión de que las preguntas le harán daño.

Una vez me dijo distraídamente:

—Es sólo una fábula.

—¿Fábula de qué?

—De esta vida imaginaria.

—¿Y dónde no es imaginaria?

—En Dios —dijo sonriendo.

Por supuesto, no sigue el rito cristiano ni guarda nuestros preceptos, y, a pesar de todo, en todo su ser se esconde una cierta religiosidad que adquirió en el monasterio. En ocasiones me parece que está esperando el instante en que le permitan rezar. Una vez a la semana, y a veces dos, nos encerramos para jugar. Los monjes fueron los que le enseñaron. Cuando juega, su concentración aumenta cada vez más a medida que la partida se va complicando. Su concentración es silenciosa, sin ningún sobresalto, y es evidente que los años en el monasterio sembraron en su interior virtudes de las que yo carezco.

A las tres y media el reloj nos sacude de nuestro encierro. Mordejay abre los cerrojos de la puerta principal e inmediatamente aparecen los primeros clientes. Por algún motivo, yo todavía permanezco sentado en mi sitio, observando sus movimientos. Al hablar junto a la caja registradora sólo dice lo indispensable: números y más números.

Una vez me contó que, tras la oración de la mañana, solía trabajar con los monjes en el jardín. Le gustaba esta tarea.

—¿Y no se hablaba durante las horas de trabajo? —le pregunté sin poder reprimir la curiosidad.

—En los monasterios no se habla.

—¿Y si se quiere hablar?

—Cierras los ojos y dices: «Jesús, Nuestro Señor, sálvame de los malos placeres y acógeme bajo tus alas».

A veces tenía la impresión de que su vida verdadera había quedado en el monasterio y que lo que vino después no fue más que un atrincheramiento que no había enterrado su vida anterior, sino que la había preservado; y cuando hablaba de su infancia, no lo hacía en pasado. En este sentido, y no sólo en este, éramos iguales. También en mi interior surgía la sensación de que uno de esos días podría rezar. La religiosidad de Mordejay tenía una base sólida. Cuando él decía «oración» o «ayuno», hablaba de su propia experiencia.

También me contó que junto al monasterio corría un arroyo. En verano solía bajar a bañarse. Todo lo que me cuenta o me sugiere tiene una base firme y real, incluso cuando habla de cuestiones trascendentales.

En 1972 dejó Jerusalén para establecerse en una granja. No sé por qué dejó la ciudad. De vez en cuando tengo la sensación de que he adquirido algunos movimientos suyos. En ocasiones utilizo palabras que él solía utilizar. Mordejay no terminó la enseñanza secundaria ni estudió en la universidad, pero los estudios en el monasterio habían penetrado en su alma. Su vida allí le enseñó a contentarse con lo mínimo y estrictamente necesario, y también ahora su regla era hablar lo menos posible. Como si en las palabras se ocultara el pecado original.