12
Personas malvadas, violentas y corruptas nos importunaron a lo largo de todo el camino, desde Ucrania hasta Italia. Los más repugnantes eran los pervertidos. Solían seducir a los niños y se servían de ellos para satisfacer sus innobles apetencias. Los niños no se quejaban ni lloraban. El silencio contraía sus rostros, como si un secreto se hubiera grabado en ellos. Llevaron consigo ese secreto muchos años, en la Inmigración Juvenil y, posteriormente, en el Ejército.
En el primer año de universidad vi a un chico de mi generación con el semblante contraído como el de aquellos niños que habían sido objeto de abusos. No me dirigí a él. Para mi sorpresa, vino a mí para pedirme mis apuntes, porque había faltado a tres clases. No me equivocaba: había estado en un gueto y en un campo de concentración y, como yo, había sobrevivido milagrosamente. Tras la liberación, había hecho el largo y doloroso camino desde Ucrania hasta Italia. Llegó a Israel unos meses antes que yo.
Al cabo de dos días me devolvió el cuaderno y me dio las gracias, pero no concertamos otro encuentro. Después de esto me di cuenta de que me evitaba. Como si sintiera que yo sabía algo de su secreto. También yo lo evitaba para que no se sintiera amenazado.
Después de la guerra estábamos rodeados de gente malvada. Sin embargo, hubo personas a quienes la guerra había enaltecido. Su andar se hizo más lento, su mirada se abrió y una luz espiritual iluminaba su rostro. Por lo general se trataba de gente culta, aunque también había gente corriente que alcanzaba ese nivel. A diferencia del resto de los refugiados, este tipo de personas no almacenaba alimentos ni comerciaba con ellos. Se pasaban la mayor parte del día sumidos en sí mismos. Había personas silenciosas como estas en cada caravana y en cada campo de refugiados. Con el paso del tiempo, cuando los campos se ampliaron, se convirtieron en los instructores, los maestros, y protegieron con todas sus fuerzas a los niños. Lucharon no sólo contra los contrabandistas, los intermediarios, los ladrones y los pervertidos, sino también contra el personal del Joint, que no destinaba dinero a la construcción de aulas y escatimaba en cuadernos y libros.
Y cuando todo era abandono, codicia, soborno y fraude, ellos enseñaron a los niños a leer y a escribir, a sumar y a restar, y versículos de la Biblia. Entre ellos había profesores de liceo y docentes de la universidad. La guerra les había arrebatado su título académico, su estatus social y su carrera. Ahora solamente pedían una cosa: estar con los que más sufrían. Enseñaban yídish, hebreo, aritmética, Biblia y francés. Había entre ellos músicos que enseñaban su profesión, y de este modo conseguimos, aunque por poco tiempo, estar en compañía de personas maravillosas. No siempre podían defendernos. Los campos de refugiados estaban abiertos. En cada esquina acechaban contrabandistas y pervertidos de todo tipo. Cabe añadir que no todos los niños querían estudiar. Había niños que, después de dos días de estudio, desaparecían para irse con los contrabandistas. Los maestros corrían tras ellos con la esperanza de salvarlos, pero los contrabandistas eran más ágiles. Entre los niños supervivientes había seres extraordinarios, con una memoria fuera de lo normal o dotados de un raro talento musical, y niños de diez u once años que hablaban varias lenguas con fluidez. Los bosques y los escondites al parecer no sólo habían deformado a las personas, sino que también habían originado talentos extraordinarios. A estos niños no los acosaban los contrabandistas, sino los empresarios. Los secuestraban, les vendaban los ojos y los llevaban en camionetas a lugares apartados. Decenas de campos de refugiados se extendían a lo largo de la costa italiana, y todos iban en busca de diversión.
A nosotros nos enseñó el poeta Y. S., un hombre bajo, delgado y calvo, sin aires de grandeza. A primera vista parecía un comerciante, pero en el momento en que abría la boca, su voz te cautivaba. Nos enseñaba poesía y canto, todo en yídish. Estaba en desacuerdo con los instructores que enviaban de Palestina. Estos defendían el hebreo, y él, el yídish. Los instructores eran más altos y más guapos que él, y, más importante aún, hablaban con miras al futuro en nombre de un cambio a mejor, pensando en la vida que nos esperaba en Palestina. El poeta, por supuesto, hablaba de lo que había sucedido en el pasado y sobre la continuidad, que no sería posible si no se hablaba en la lengua de los mártires. Quien habla en esa lengua no sólo conquista la memoria de los mártires en este mundo, decía, sino que levanta un muro contra el mal y lleva la antorcha de su fe de generación en generación. Los campos de refugiados eran en aquel momento un campo de batalla. A veces parecía que todas las disputas giraban en torno a los niños. ¿Quién los acogería bajo su protección?: acaso los contrabandistas los dispersarían por el continente, o los soldados de la Brigada Judía se harían cargo de ellos para llevarlos a Israel. Tal vez familiares lejanos los seducirían para que emigraran a América. El poeta Y. S. era el más audaz de los protectores. Cada vez que veía a un contrabandista o a un empresario dándole órdenes a un niño, le decía: «El Dios de la justicia no les perdonará». Por supuesto, ellos se burlaban de él con desprecio o le insultaban, y más de una vez le pegaron. Los golpes no mermaron sus fuerzas. Se sacudía, se levantaba y no perdía una sola clase.
El poeta Y. S. nos dio clase tres meses. Al principio éramos diecisiete niños, pero con el paso del tiempo los contrabandistas y los empresarios persuadieron a seis, por lo que quedamos once. Por las noches dormíamos con las ventanas cerradas. Y. S. atrancaba la puerta con su cama. No sólo nos enseñaba poesía. Nos hablaba durante horas del Baal Shem Tov, de su bisnieto el rabino Najman de Braslau y de las pequeñas ciudades que los maestros jasídicos recorrían enseñando el amor al hombre y el amor a Dios. No llevaba kippá y no rezaba, pero estaba muy interesado en los maestros jasídicos, a quienes llamaba «Santos del Altísimo».
Al final del verano los empresarios intentaron raptar al niño Miliu, que era muy bueno cantando. Irrumpieron dos veces en la barraca tratando de llevárselo. Y. S. luchó contra ellos con todas sus fuerzas y lo salvó. Sin embargo, los empresarios no se rindieron. Una noche aparecieron tres y lo raptaron. Y. S. intentó defenderlo y lo hirieron de gravedad. Al día siguiente se lo llevó a un hospital de Nápoles.
Después cayeron lluvias torrenciales. La gendarmería italiana cerró el campo y llevó a cabo investigaciones. Los comerciantes y los contrabandistas trataron en vano de defender su mercancía. Se llevaron sus maletas y las cargaron en dos camiones. Cuando estos salieron del campo y se levantó el toque de queda, los comerciantes y los contrabandistas se abalanzaron sobre un hombre llamado Shmil y le acusaron de haberlos delatado. Él lo negó argumentando que era un judío creyente, y un judío no delata a otro judío. Ellos no le creyeron, dictaminaron que era un soplón y le azotaron. Él gritaba e imploraba. Cuanto más imploraba, más golpes recibía. Finalmente se calló y murió, encogido.
Después del asesinato abandonamos el campo para trasladarnos con el maestro Y. S. a vivir a una barraca abandonada junto a la playa.