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Estoy hojeando mi viejo diario. Las páginas han adquirido un color amarillo verdoso, algunas están pegadas, y mi escritura desigual ya está emborronada. Ha estado muchos años en una maleta sin que lo abriera. Tenía miedo de que aquellos cuadernos revelaran temores profundos y defectos que llevo años intentando ocultarme a mí mismo.
Es 1946, el año en que emigré a Israel, y el diario es un mosaico de palabras en alemán, yídish, hebreo e incluso ruteno. Digo «palabras» y no «frases» porque aquel mismo año todavía no era capaz de encadenar palabras para construir frases, y aquellas palabras eran los gritos reprimidos de un muchacho de catorce años que había perdido todas las lenguas que hablaba y se había quedado sin ninguna. El diario le sirvió como un rincón oculto donde apilaba los restos de su lengua materna y las palabras que había aprendido hasta aquel momento. Esto no era una expresión sino un retrato del alma.
Sin idioma todo es caos, confusión y miedo a cosas que no hay que temer. En aquel momento la mayoría de los niños a mi alrededor tartamudeaba, hablaba en voz alta o se comía las palabras. Sin idioma se revela el auténtico carácter de la persona. Las voces de los extrovertidos que había entre nosotros eran más altas, y las voces de los introvertidos se ahogaban en la mudez. Sin lengua materna el ser humano es un inválido.
Mi lengua materna era el alemán. Mi madre amaba este idioma y lo cultivaba. Las palabras sonaban límpidas en su boca, como pronunciadas dentro de una exótica campana de cristal. Mi abuela hablaba yídish, y su lengua tenía un sonido diferente, o mejor dicho, un sabor diferente, porque siempre me traía a la memoria la compota de ciruelas secas. La sirvienta hablaba ruteno, mezclado con palabras nuestras y de la abuela. Con ella pasaba muchas horas al día. No me exigía que obedeciera o que estudiara, sólo buscaba alegrarme. La quería, a ella y su idioma, y hasta el día de hoy el recuerdo de su rostro está grabado en mi interior, aunque a la hora de la verdad, cuando se necesitaba su ayuda como el aire que respiramos, huyó de casa con los bolsillos llenos de joyas y dinero que nos había robado. Otra lengua que no utilizábamos en casa, pero se oía mucho en la calle, era el rumano. Después de la Primera Guerra Mundial, mi tierra natal, Bucovina, fue anexionada a Rumania, y el idioma oficial pasó a ser el rumano. Nosotros lo hablábamos con errores y nunca lo llegamos a interiorizar.
Estábamos rodeados de cuatro idiomas que vivían en nuestro interior en extraña armonía, completándose unos a otros. Si hablabas alemán y te faltaba una palabra, una expresión o un dicho, recurrías al yídish o al ruteno. Mis padres intentaron en vano cuidar la pureza del alemán. Palabras de esas lenguas que nos rodeaban entraban a formar parte de nuestro lenguaje sin darnos cuenta. Los cuatro idiomas habían creado una especie de lengua única, rica en matices, contradicciones, humor y sátira. En esa lengua había mucho espacio para las sensaciones, para las sutilezas de los sentimientos, para la imaginación y para la memoria. Hoy en día esas lenguas ya no viven en mí, pero siento sus raíces en mi interior. A veces hasta una palabra para hacer resurgir escenas completas como por encanto.
Vuelvo a 1946, el año de mi emigración a Israel. En el barco y más tarde en el Campo de detención de Atlit, donde fuimos confinados por los ingleses, aprendimos unas cuantas palabras en hebreo. Sonaban exóticas, pero eran difíciles de pronunciar. En ellas no había ningún calor, su sonido no despertaba ninguna asociación, como si hubieran nacido de la arena que nos rodeaba por todas parles. Más grave aún, sonaban como órdenes: trabajar, comer, ordenar, dormir, como si no fuera una lengua en la que se hablara en voz baja, sino una lengua de soldados. En los kibbutzim y en las granjas juveniles se te imponía el idioma por la fuerza. Al que hablaba en su lengua materna se le reprimía, se le aislaba y a veces se le avergonzaba.
Nunca he sido demasiado hablador, pero incluso lo poco que salía de mi boca se me atragantaba. Dejamos de hablar entre nosotros y, de nuevo, como en cualquier situación crítica, el verdadero carácter de la gente se manifestó sin ambages. Los extrovertidos y los autoritarios sabían sacar mucho provecho de esto: en sus bocas las palabras se transformaron en órdenes, tomaron el control rápidamente y sus voces resonaban por doquier.
Fui encerrándome en mí mismo cada vez más. Mi primer año en Israel no significó para mí la salida al mundo, sino un duro y progresivo retraimiento. Durante el primer año trabajamos en el campo y estudiamos hebreo, la Biblia y poemas de Bialik. Los recuerdos de mi casa y los sonidos de su lengua fueron disipándose, pero el nuevo idioma no echaba raíces con facilidad. Como ya se ha dicho, había chicos que adoptaron las expresiones hebreas fácilmente y asimilaron el acento de los nativos, pero, por alguna razón, yo tenía que hacer muchos esfuerzos para pronunciar una palabra, y no digamos una frase. A veces iba a Jaffa, o mejor dicho, a Jabbaliah, donde residían unos pocos familiares míos y gente que había conocido antes de la guerra. Con ellos mi lengua materna salía, por unos instantes, de su celda.
Para superar la mudez y el tartamudeo, leía mucho en los dos idiomas en los que sabía leer, alemán o yídish. Repetía frases enteras para recuperar la fluidez del habla. Mi habla, como ya he dicho, en aquella época estaba compuesta sólo de palabras. Tenía que esforzarme mucho para construir una frase completa. Tartamudeaba como muchos de mis amigos, y leer en mis dos lenguas maternas era un intento desesperado por superar ese defecto lingüístico.
El esfuerzo por preservar mi lengua materna en un entorno en el que me habían impuesto una lengua distinta era inútil. De semana en semana se reducía y, al final del primer año, sólo quedaron fragmentos.
Aquel dolor tenía que ver con otra circunstancia. Mi madre fue asesinada a comienzos de la guerra, y en el transcurso de la misma llevé en mi interior su rostro, confiando en que, al finalizar la contienda, me encontraría con ella y nuestra vida volvería a ser como antes. El idioma de mi madre y mi madre se convirtieron en una sola cosa. En aquel momento, cuando el idioma se extinguía en mi interior, sentí que mi mamá había muerto otra vez. Aquel dolor iba penetrando en mí como una droga, no sólo estando despierto, sino también cuando dormía. En sueños vagabundeaba con caravanas de refugiados; todos tartamudeaban, salvo los animales: los caballos, las vacas y los perros situados junto a los caminos hablaban en un lenguaje fluido, como si se hubieran invertido los papeles.
Los esfuerzos por adoptar el hebreo y convertirlo en mi lengua materna continuaron durante años. Aquel diario amarillento colocado sobre mi mesa es un testimonio vivo. No es necesario ser grafólogo para ver en él el desconcierto, la confusión y la desorientación. Las faltas de ortografía saltan a la vista no sólo en hebreo, sino también en mi lengua materna. Cada letra pone en evidencia la ruptura, la pena, pero no la falta de conciencia. ¿Qué haría sin un idioma?, me preguntaba a mí mismo en aquellos diarios desgastados. Sin idioma me parezco a una piedra. No sé de dónde saqué esta metáfora, pero creo que es la que mejor refleja el sentimiento de que, sin idioma, me marchitaría de forma lenta y fea, como el jardín de detrás de casa en invierno.
Los años en la Inmigración Juvenil y los sucesivos en el Ejército no fueron años placenteros. Hubo muchachos que encontraron su camino trabajando en el campo, y no pocos encontraron su lugar en el Ejército, pero la mayoría salieron al mercado libre para dispersarse en todas direcciones. Los encuentros entre nosotros fueron reduciéndose. Un hombre que no tiene lengua, no habla. Mi lengua materna, que tanto amaba, murió en mí al cabo de dos años en el país. Traté de revivirla de varios modos, leyendo y repitiendo palabras y frases, pero esos esfuerzos sólo aceleraron su muerte.
Desde que llegué a esta tierra odié a los que me habían forzado a hablar hebreo, y con la muerte de mi lengua materna creció mi hostilidad hacia ellos. Es evidente que el odio no cambiaba la situación, sólo la acentuaba, y esa situación estaba clara, como corte de cuchillo: no estaba ni aquí ni allá. Lo que tenía, mis padres, mi hogar y mi lengua materna, lo había perdido para siempre, y esa lengua que prometía ser mi lengua materna no era más que una madrastra.
Debo decir que aprendimos el idioma formal con rapidez y con destreza; incluso leíamos el periódico al final del primer año. Sin embargo, no había ninguna alegría en este hecho. Tenía la sensación de estar en un largo servicio militar, que continuaría durante muchos años, y, por el momento, tenía la obligación de aprender este idioma de soldados; no obstante, al finalizar el servicio, que sería como el final de la guerra, retornaría a la lengua de mi madre. Por supuesto, había otro dilema: mi lengua materna era el alemán, la lengua de los asesinos de mi madre. ¿Cómo volver a hablar en esa lengua impregnada en sangre judía? Este dilema, con toda su gravedad, no cambió la sensación de que mi alemán no era la lengua de los alemanes, sino la lengua de mi madre; si me la hubiera encontrado, no cabe duda de que habría hablado con ella en el idioma que hablé desde mi infancia.
Los años del Ejército fueron años de soledad y de alienación. No tenía casa en Israel, y las barracas desiertas en Tzrifín, en Beit Lid y en Jatzerim, así como las guardias diurnas y nocturnas, sólo acrecentaron estos sentimientos. No tenía un lugar adonde escapar y mi diario fue mi vía de escape. Mi diario en aquellos días está lleno de añoranza por mis padres y el hogar perdido. Es extraño: precisamente en el Ejército mi balbucencia tomó forma de poesías cortas. Digo «poesías», pero en realidad fueron lamentos de un animal abandonado, que vuelve una y otra vez a gemir con una monotonía agobiante. Pensamientos, sentimientos y fantasías bullían todo el tiempo en mi interior, pero, sin palabras, todo se reducía a un mero lamento.
En el servicio militar comencé a, o mejor dicho intenté, leer literatura hebrea. Resultó ser una empinada montaña mucho más allá de mis fuerzas. Al comienzo de los años cincuenta estaban de moda Yizhar y Shamir. Cada página era un obstáculo para mí y, aun así, leía con avidez, como si buscara familiarizarme con la tierra extraña a la que había ido a parar. En aquellos momentos me buscaba a mí mismo, mi identidad, en los jóvenes como yo, pero lo que surgía de las páginas que leía era un mundo extraño, poblado de personas jóvenes y decididas, soldados, oficiales o campesinos de los campos abiertos. Yo venía de una vida en la que no había orden ni esplendor, pero tampoco inocencia infantil ni idealización. Leía una y otra vez, aunque cuanto más avanzaba, más obvio era que aquella vida bella y honesta de trabajo, combate y amor no sería la mía ni siquiera haciendo lo imposible.
Otro asunto, aunque en realidad es el mismo: en aquellos días la gente de mi entorno hablaba con palabras elevadas y eslóganes. Desde que era un niño odiaba aquellas palabras elevadas y ampulosas; en cambio, amaba las palabras sencillas y tranquilas que hacían resurgir aromas y sonidos. Otro conflicto insoluble.
Lo que yo necesitaba, como pude comprobar con el tiempo, era otro tipo de relación con la lengua hebrea, no una relación mecánica, sino interior. También en este, como en otros asuntos, vinieron en mi ayuda personas sin las cuales dudo mucho que hubiera salido de la prisión en la que me encontraba. En primer lugar Dov Sadan, y más tarde Leib Rochman. Bajo la tutela de Dov Sadan estudié yídish. No era mi lengua materna, era la lengua de mis abuelos. En la época de la guerra y después, en mi vagabundeo, aprendí nuevas palabras, pero nunca llegué a dominarla por completo. En Dov Sadan convivían el yídish y el hebreo como hermanas gemelas. En sus clases hablábamos hebreo, pero los textos los leíamos en yídish. Con él llegué a comprender algo de lo que no se hablaba mucho en aquellos días: la mayoría de los escritores hebreos eran bilingües, escribieron en las dos lenguas al mismo tiempo. Este descubrimiento fue emocionante para mí. Significaba que el aquí y el allá no estaban desconectados, como proclamaban los eslóganes. Leíamos a Méndele en sus dos idiomas, y también a Bialik, a Steinberg y a Agnon. Su hebreo estaba ligado a lugares que yo conocía, a paisajes que yo recordaba y a una melodía olvidada que llegaba hacia mí de la oración de mis abuelos. El hebreo de la Inmigración Juvenil y del Ejército eran una lengua en sí misma, que no tenía ninguna conexión con mi idioma anterior ni con mis experiencias vitales precedentes.
Dov Sadan extendió ante nosotros un mapa judío diferente, un mapa en el que había hebreo y yídish, donde el arte del pueblo convivía con el arte individual. Desde su punto de vista, no había un estado monolítico judío, ni lingüístico ni artístico. Veía la vida judía presente como el resultado de la gran escisión, si utilizamos un concepto cabalístico. Como entonces, también ahora hay muchos fragmentos, y nuestra misión es unirlos y elevar las centellas que viven en su interior. En otras palabras: el camino principal de la vida judía se había confundido, y ahora sólo nos resta juntar los trozos e intentar hacerlos uno. Los grandes movimientos judíos de los últimos doscientos años, el jasidismo, el antijasidismo, la ilustración y el renacimiento hebreo, ya no pueden vivir separadamente, hay que construir con ellos una nueva vida judía. En aquellos días un pluralismo semejante resultaba extraño; las ideologías no toleraban el pluralismo. El mundo estaba dividido en blanco y negro: diáspora frente a patria, comercio frente a trabajo productivo, vida colectiva frente a vida privada, por encima de todo retumbaba la consigna: «Olvida la diáspora y echa raíces en la tierra». Pero qué se le iba hacer: en mi interior anidaba una negativa profunda a renunciar a mi pasado y construir sobre sus ruinas una vida nueva. Pensar que un hombre debe aniquilar su propio pasado y levantar sobre él una vida nueva me parecía ya entonces equivocado, pero no me atrevía a expresar este pensamiento, ni siquiera a mí mismo. Al contrario, me culpé por mi apego a la diáspora, por mi pensamiento burgués y, por supuesto, por mi egoísmo sin remedio. En este sentido, y no sólo en este, Dov Sadan fue un verdadero guía espiritual. Él sabía exactamente de dónde vine y qué ciego legado llevaba en mi interior, y también entreveía que, en el futuro, ese legado habría de conformar los cimientos y las cornisas de mi vida.
Leib Rochman escribía en yídish, y era un hombre muy cercano a mí. En su casa oí un yídish diferente. Solíamos visitarlo allí un grupo pequeño, y él nos leía poesía y prosa en yídish. En su casa escuché por primera vez poesías de M. L. Halperin, Yehoash, Glatshtein y Rajel Zichlinsky. Leía en voz baja y con entonación suave, como vertiendo palabras en nuestro interior.
Rochman había crecido en un hogar jasídico y había sido educado en casa del rabino de Prusov. Seguía siendo fiel a su herencia jasídica, al contrario que sus coetáneos. Su estilo de vida no era jasídico, aunque su vocabulario y sus expresiones lo eran por completo. Una vez a la semana me solía sentar con él para leer los clásicos del jasidismo, Toldot, Maguid Dvarav LeYa'akov, Likutei Moharan y Noam Elimelej. Los libros estaban escritos en hebreo, pero no en el hebreo de la Inmigración Juvenil. «Trabajo» era «trabajo» del Señor; la «Providencia» no era una simple providencia, sino Providencia divina; «seguridad» no era la seguridad de las poblaciones, sino la «seguridad» en Dios. No sólo las palabras tenían un significado diferente, sino también las frases. En ellas resonaba una melodía diferente, una especie de mezcla del yídish y el hebreo, y aquí y allá una palabra eslava.
La literatura en yídish y la literatura jasídica eran todo lo contrario de lo que ocurría aquí, y a mí me agradaban estas dos formas de vida, como si fueran el hogar que había perdido; es más, capté algo que sólo con el tiempo llegué a comprender en su totalidad: la literatura, si es una literatura de verdad, es la melodía religiosa que perdimos. La literatura lleva en su interior todos los elementos de la fe: la seriedad, la interiorización, la melodía y el contacto con los contenidos ocultos del alma. Lejos estaba este punto de vista del realismo socialista que florecía en aquel entonces en el diario Al HaMishmar y en el periódico HaOrloguín, del poeta Shlonsky. En realidad, ni yo mismo sabía por aquellos días qué era realmente lo que estaba aprendiendo de mis dos maestros y adonde me llevarían aquellos estudios.
Cuando leo mi diario de finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, hay una separación clara. Cuando escribo sobre la casa de mis padres, la mayoría de las palabras son en alemán o en yídish, y cuando escribo sobre mi vida aquí, las palabras son hebreas; sólo a mediados de los años cincuenta las frases comienzan a fluir uniformemente en hebreo. Para mis compañeros la adopción de la lengua fue probablemente más sencilla. Se desprendieron de la memoria y construyeron un idioma que estaba totalmente aquí, únicamente aquí, y desde este punto de vista, y no sólo desde este punto de vista, ellos fueron los fíeles hijos de aquellos años. Vinimos a esta tierra a construir y a reconstruirnos. «Construir y reconstruirnos» era interpretado por la mayoría de nosotros como el aniquilamiento de la memoria, como un cambio total y como la creación de un vínculo con este pedazo de tierra; en otras palabras: «una vida normal», como se la acostumbraba a llamar.
El diario es balbuceante y pobre, y al mismo tiempo está lleno hasta reventar. ¡Cuántas cosas contiene!: añoranza, por supuesto, sentimientos de culpa, observaciones rápidas y tormentos del sexo y, por encima de todo, un cierto intento desesperado por unir escenas preciadas de mi infancia con la nueva vida. Esta lucha era diaria y transcurría por un frente amplio: mi educación, que finalizó en el primer grado de primaria; el cuerpo, que no era fuerte; la baja autoestima; la memoria, a la que ordenaron desaparecer y que se negó; la certeza ideológica que quería hacer de mí un hombre corto de miras. En otras palabras, debía cuidar de mi yo, al que se le pedía ser lo que no quería y lo que no podía ser. Pero, sobre todo, luché por aprender el idioma y adoptarlo como lengua materna. A una edad muy temprana, y antes de saber que el destino me conduciría a la literatura, el instinto me susurró que, sin conocimiento íntimo de la lengua, mi vida sería superficial y pobre.
La visión que se tenía de la lengua en aquellos años era principalmente mecánica: aprende palabras y adquirirás la lengua. Esta actitud tan mecánica, que buscaba arrancarte de tu mundo para trasplantarte a otro en el que tu asidero sería débil, esta actitud, hay que admitirlo, venció, pero ¡a qué precio!: la aniquilación de la memoria y la superficialidad del alma.