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Mil novecientos treinta y ocho fue un año malo. Circulaban rumores en todas partes: no cabía duda, estábamos atrapados. Mi padre intentó en vano conseguir un permiso para entrar en Estados Unidos, y enviaba telegramas a familiares y amigos de Uruguay y Chile. Ya nada salía bien. Personas que hasta ayer entraban en casa, socios de mi padre en los que se podía confiar, amigos de la juventud cambiaron su actitud, se alejaron o se convirtieron en enemigos. La desesperación era enorme y anidaba en cada rincón. Es extraño: ya entonces había entre nosotros optimistas ilusos que interpretaban cada acontecimiento para bien, y afirmaban con señales irrefutables que la grandeza de Hitler era una grandeza imaginaria, que Alemania estaba destinada a volver a lo que era antes. Era sólo cuestión de tiempo. Mi padre sentía que la tierra ardía bajo nuestros pies e intentaba todas las salidas.

En primavera supimos que mi abuelo, el padre de mi madre, había caído gravemente enfermo y que sus días estaban contados. Mi abuelo recibió la amarga noticia en silencio. Su mirada circular se redondeó aún más. Por la noche le dijo a mi madre: «Esta separación que hay entre los vivos y los muertos es una separación imaginaria. El tránsito es más fácil de lo que nosotros suponemos. Se trata tan sólo de cambiar de lugar y pasar a un nivel más alto». Al oír sus palabras mi madre se echó a llorar como una criatura.

Sus hábitos cotidianos no se vieron afectados en modo alguno. Por la mañana iba a rezar y a la vuelta comía algo y se sentaba en la terraza, lo que constituía para él una especie de preparación para su lectura diaria. A veces estudiaba el mismo libro durante muchos días y en otras ocasiones cambiaba, pero en su mesa no había nunca más de un libro.

Mi padre se pasaba el día corriendo de un lado a otro y, al regresar por la tarde, el rostro se le había ensombrecido. Mi madre intentaba en vano agradarle con platos que a él le gustaban. Después de comer, se sentaba en el sillón con los ojos cerrados, ensimismado. La muerte estaba presente en todo lugar, pero no en la habitación del abuelo. En su cuarto las ventanas estaban abiertas y las cortinas se agitaban con el viento. Cada cierto tiempo mi madre le llevaba una taza de té con limón. El abuelo le daba las gracias y le preguntaba algo, y mi madre se sentaba a su lado. Era evidente que quería a su hija y que le alegraba tenerla cerca.

Todos trataban de ocultar al abuelo su estado y la situación general. Mi abuelo lo sabía todo, aunque no permitía que ni la incertidumbre ni la confusión se impusieran sobre él. Hablaba de la muerte como solía hacerlo antes de cada viaje largo. Antes, la difunta abuela era la que lo convencía para que llevara otro abrigo y otro jersey, pero al abuelo le gustaban las maletas ligeras; después de todo, ese era su argumento ahora: el camino no es largo y no hay de qué preocuparse.

Una vez al día yo entraba a verlo. Solía acariciarme la cabeza mientras me mostraba las letras de un libro que estaba leyendo y me contaba una pequeña historia o una parábola. Una vez me contó algo que no llegué a comprender. Él probablemente se dio cuenta de que no lo había captado y me dijo: «No importa, lo importante es amar esta mañana». Tampoco entendí esta expresión y, a pesar de lodo, ha permanecido grabada en mi memoria hasta el día de hoy como un enigma agradable. Era tan diferente de nosotros que a veces me parecía que no nos pertenecía, sino que había venido a visitarnos desde otros mundos.

En primavera seguía todavía en el pueblo donde habían nacido él, sus padres y los padres de sus padres. Al principio se negaba a abandonar su propiedad, pero cuando su enfermedad empeoró y requirió tratamientos en el hospital, aceptó venir a la ciudad. Mi madre le preparó una habitación y fue a buscarlo en el carruaje.

Y así se vino a vivir con nosotros. Desde su llegada, mi madre cambió por completo. Su rostro se alargó, corría constantemente de la cocina a la habitación. El abuelo no pedía nada, pero mi madre sabía con exactitud lo que necesitaba. Cuando ella le daba compota de ciruelas, su cara se llenaba de luz por un instante. Aquel postre siempre le había encantado.

Por la mañana se sacudía para levantarse y salir a rezar. Su fe era más fuerte que su cuerpo, que se iba debilitando. Mi madre intentaba retenerlo, pero él no lo consentía. La oración de la mañana en la comunidad infundía a su cuerpo fuerzas renovadas. Solía regresar lleno de asombro.

A veces lo inundaba la nostalgia por su pueblo. Era una melancolía muy real, como si estuviera cerca de los árboles y los arroyos que rodeaban su casa del pueblo. Ahora estaba cerrada con llave, y dos campesinos cuidaban de los árboles frutales y del jardín. Había vendido los animales y las aves hacía tiempo, excepto una vaca que la abuela había pedido que conservasen.

Una vez oí que le decía a mi madre: «Llevadme de regreso al pueblo, por favor, me cuesta estar fuera de mi casa».

Mi madre dudó unos instantes y le respondió: «Veremos qué dicen los médicos».

Por la tarde vino el doctor Feldman y convenció al abuelo de que, en su estado, era mejor estar cerca de un hospital y no en el pueblo, a cincuenta kilómetros de la ciudad. El abuelo lo oyó y dijo: «Probablemente así es como tiene que ser».

En nuestra casa no se seguía la Torá ni se cumplían los preceptos religiosos. Sin embargo, desde que llegó el abuelo el aspecto de la casa cambió totalmente. Mi madre purificó la cocina y nosotros empezamos a comer sólo comida vegetariana; no encendíamos fuego en sábado[3] y cuando mi padre quería fumar, salía a la parte trasera de la casa o a la calle vecina.

Victoria, nuestra anciana sirvienta, trata al abuelo con mucho respeto. Una vez al día friega el suelo de su cuarto. Le oí una vez decirle a mi madre: «No todo el mundo tiene el privilegio de un padre como el suyo. Es un hombre realmente extraordinario». Victoria cuenta cosas que me asustan. Una vez dijo:

—Los judíos han olvidado que hay un Dios en el cielo.

—No todos —dijo mi madre para calmarla.

—En la sinagoga apenas hay diez personas por la mañana —insistió Victoria.

Yo no tengo duda alguna de que hay un Dios en el cielo que gobierna no sólo las estrellas, sino también a sus criaturas. Esta fe me vino de otra sirvienta que llegó para reemplazar a Victoria por un breve período de tiempo. Era más joven que Victoria y muy guapa. Se llamaba Ana María y repetía una y otra vez, para enseñarme en secreto, que había un Dios en el cielo que gobernaba no sólo las estrellas, sino también a sus criaturas.

A mediodía mi abuelo se levanta de la cama y sale al balcón. No suele hablar de su fe, pero esta se entrevé en todos sus movimientos. A veces tengo la impresión de que está solo porque es un incomprendido, aunque otras tengo la sensación de que su habitación está llena de vida, de huéspedes invisibles que vienen a visitarlo, a quienes les habla en el lenguaje del silencio.

Mi padre y mi madre discuten de vez en cuando en la cocina, exponen sus argumentos con puños apretados, intentan convencerse con un torrente de palabras, y cuando estas ya no son útiles, emiten gritos quebrados, se alejan uno del otro y callan. El silencio del abuelo es un silencio tranquilo y carente de ira, como una almohada mullida donde uno reposa la cabeza.

Desde que el abuelo vino a casa, mi padre no critica a los judíos ni su religión. Está absorto, apenas habla y, a la vuelta de sus idas y venidas apresuradas, entra en la cocina y mi madre le prepara una laza de café y dos rebanadas de pan untadas con mermelada. Come con prisa, acaba con las dos rebanadas en un minuto.

Así estaban los ánimos en casa aquel año: el silencio del abuelo y la tormenta de mi padre. En ocasiones mi padre me sacaba por la noche para vagar durante horas. Le gustan las calles pavimentadas y silenciosas de la noche. Recorre una tras otra mientras yo me arrastro con dificultad siguiéndolo. Cada cierto tiempo se para y pronuncia una frase o unas cuantas palabras. Yo no sé a quién iban dirigidas sus palabras. A veces irrumpe de su interior una extraña alegría repentina y empieza a cantar en voz alta. Y de esta manera llegamos al río. A mi padre le gusta el río, más de una vez le vi inclinarse hacia él. Una vez me dijo: «El agua es más cercana a nosotros que la tierra». E inmediatamente sonrió como si hubiera dicho una tontería. Aquellas excursiones repentinas no siempre resultaban agradables, pero me han quedado grabadas en la memoria más que las casas que visité.

No sabía que aquellos eran los últimos días en casa y, a pesar de todo, me repetía a mí mismo: «Tengo que sentarme con el abuelo y observarle. No puedo perder su imagen sentado en el balcón, ni su mirada cuando estudia un libro. Y tampoco debo olvidar a mamá, sentada a su lado». Presentía que los días por venir no iban a ser buenos, aunque nadie se imaginaba que el diluvio estaba ya avanzando hacia nosotros. Durante horas me quedaba tumbado en la cama leyendo a Julio Verne, jugando al ajedrez conmigo mismo y lamentando que mi padre estuviera tan inquieto, no se afeitara por las mañanas y saliera precipitadamente de casa.

A veces tengo la sensación de que mi padre está excavando un túnel a través del cual quiere salvarnos. Sin embargo, la excavación es tan lenta que difícilmente está en su mano terminarlo a tiempo. Por este motivo trata de encontrar un sitio en un barco que nos lleve a Gibraltar. Cada día es un intento desesperado de romper el círculo que se va estrechando a nuestro alrededor. Mi madre, por el contrario, está tan atareada con la enfermedad del abuelo que las palabras de mi padre, o mejor dicho sus planes, no le entran en la cabeza. Ante su falta de atención y su dispersión mi padre reacciona con nerviosos movimientos de hombros, pronunciando palabras duras y citando nombres de personas y de lugares que no he oído nunca.

La muerte nos rodea por todas partes, pero, por algún motivo, a mi padre le parece que, si nos esforzamos, llegará el alivio y tal vez la salvación. «Hay que esforzarse», dice, y es difícil saber a qué se refiere. Dirige todas sus protestas hacia sí mismo, y sólo a veces hacia nosotros. Una vez oí que le decía al abuelo: «Necesitamos mucha compasión». Me sorprendió esa frase, y creo que también al abuelo. Se murmuran muchas frases incomprensibles en casa. Vivimos en medio de un enigma ardiente.

Mi madre de vez en cuando levanta las manos, como si tratara de expulsar a los malos espíritus. Mi padre, por alguna razón, se enfada por esos movimientos y dice que en este tiempo lo que se necesita es sensatez y no desesperarse. La desesperación únicamente nos confunde. Mi madre se sacude y yo tengo la impresión de que está otra vez a punto de romper a llorar.

Al final del verano, en un día claro sin una sola nube en el cielo, mi abuelo se quedó dormido y no despertó de su sueño. Victoria notó que no respiraba y llamó a mi madre. Mamá cayó de rodillas sin emitir sonido alguno. Cuando me vio en la puerta, me agarró y me dijo: «¿Qué haces aquí?», e inmediatamente me llevó con la anciana vecina, la señora Horovitz. Me negué pataleando enfurecido. Probablemente mis gritos reafirmaron la decisión de mi madre y me dio una bofetada. La señora Horovitz me ofreció un caramelo envuelto en papel amarillo y me dijo: «No llores, niño». Yo seguí pataleando; el enfado y la humillación eran más fuertes que yo. Más tarde, por la noche, cansado y confundido, me llevaron de vuelta.

La casa estaba irreconocible. Había gente por todas partes. Victoria ofrecía café en pequeñas tazas, y el salón estaba lleno de humo. Mi padre sobresalía entre todos. Llevaba kippá en la cabeza y mecía el cuerpo como un borracho. Mi madre estaba sentada en el suelo envuelta en una manta y rodeada de desconocidos. Nadie hablaba de la muerte del abuelo, sino de asuntos prácticos, quizá para distraer la atención de mi madre, aunque sin éxito. Sus ojos eran grandes y los tenía muy abiertos.

De repente tuve la impresión de que todo el mundo estaba encantado de que la muerte hubiera desaparecido de allí, y de que ahora ya pudieran sentarse y beber el café que estaba sirviendo Victoria. Esta satisfacción me dolió y me escapé a mi habitación. Para mi sorpresa, también estaba llena de gente.

Papá no se contuvo esta vez. Se levantó para censurar en voz alta las costumbres funerarias tribales, que no tenían respeto ni honra, y especialmente criticó a los de la funeraria, que apenas pronuncian la oración, se dan prisa por ofrecer azadas a los presentes y, además del sueldo, piden donaciones. Sabía que no se sentía cómodo con las tradiciones funerarias judías, pero en esta ocasión su enfado había encontrado palabras, y no se las guardó para sí. Al final acabó diciendo: «De ninguna manera dejaré mi cuerpo en vuestras manos. Es mejor que te entierren en un cementerio de leprosos que en un cementerio judío». Se hizo el silencio, nadie reaccionó a sus palabras.

A continuación la gente se dispersó y la voz de mi padre retumbó en la casa vacía. Yo no sabía si mi madre estaba de acuerdo con lo que había dicho. Estaba sentada en el suelo sin pronunciar palabra. Su manera de sentarse tenía algo del abuelo. Tal vez la forma en que colocaba las manos sobre sus rodillas.