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En el club La Nueva Vida, fundado en el año 1950 por supervivientes del Holocausto de Galitzia y de Bucovina, se llevó a cabo un cambio de guardia. Los supervivientes que la habían dirigido con gran eficiencia a lo largo de muchos años estaban envejeciendo y querían transmitir este «legado» a los que eran niños durante la guerra. El acto fue solemne y tenso, se leyeron discursos de ambos lados y, como sucede en ocasiones de este tipo, se agitaron los ánimos y hubo también estallidos de cólera y gritos. Los supervivientes del Holocausto hicieron jurar a los «niños» (así los llamaban, aunque ya tenían treinta años o más) que recordarían y que se ocuparían del lugar. Los «niños» eran más moderados. Hablaron de la necesidad de continuar, pero no se comprometieron. Hubo unos cuantos discursos breves y directos que pusieron los pelos de punta por los hechos que narraban.
Recuerdo el club casi desde sus inicios. Tenía veinte años tras el servicio militar. No tenía a nadie en Israel y solía entrar allí a tomar un café, a jugar al ajedrez o a escuchar una conferencia. En el club se hablaba yídish, polaco, ruso, alemán y rumano. Entendía estos idiomas, el lugar era para mí como una casa adoptiva, y todos los años regresaba, aunque no desempeñara función alguna allí. Siempre estaba al tanto de lo que sucedía en aquel lugar, quién había enfermado y quién había fallecido. También los miembros del club se interesaban por mis progresos, leían mis cuentos en la prensa y las críticas que se escribían sobre ellos.
En los años cincuenta las discusiones eran muy intensas no sólo en los kibbutzim. En los clubes sociales, que surgían por doquier, se discutía, abundaban los tópicos y las palabras altisonantes, y se rescataban consignas del olvido. El que había sido comunista en su ciudad natal reforzaba su creencia en el comunismo, y el que fue revisionista, no perdonaba ni a los comunistas ni a los Obreros de Tzion de Izquierda. Las discusiones se desarrollaban no sólo en torno a las mesas de té y las de ajedrez. También fuera, en la entrada, se continuaba discutiendo, y a veces hasta altas horas de la noche.
Y como en toda organización, también en el club La Nueva Vida había un director, un subdirector, un secretario y un tesorero, y, por supuesto, todo tipo de comités. La gente buscaba un poco de autoridad, un poco de respeto y, como en toda organización, en ocasiones se olvidaba el propósito por el que se había fundado. Se dedicaban a convites, a discusiones inútiles, se acusaban unos a otros, y había despidos y dimisiones, como si fuera una organización social normal y no una asociación de supervivientes.
Sin embargo, eso era sólo una cara de la moneda. El club organizaba conmemoraciones de ciudades pequeñas y pueblos remotos; publicaba libros que los rememoraban, organizaba simposios, traía a ricos supervivientes del Holocausto de Estados Unidos y Canadá para hacerlos participar en los proyectos y había tardes de poesía en yídish, e incluso crearon un premio literario para estimular a los que escribían.
En aquellos años conocí en el club a unas cuantas personas maravillosas, gente corriente que no tomaba parte en las discusiones, ni buscaba honores ni exigía nada para sí misma. Se sentaban a las mesas y de sus ojos irradiaba un amor sencillo hacia el ser humano. Pasaban muchas horas en los hospitales y en todo tipo de hospicios, pero también tenían tiempo para venir al club, traían velas conmemorativas para los difuntos o refrescos y comida para las festividades. Una gran catástrofe generalmente destruye toda inocencia y honestidad, pero a ellos no les había afectado; más aún: acrecentaba la luz que ya poseían.
Y así mes tras mes. Llegó el día de las reparaciones de Alemania, y de nuevo el club estalló en llamas. Unos culpaban a Ben Gurión por haber vendido su alma al diablo; otros, por el contrario, opinaban que no se debía permitir que los asesinos también heredaran. En un momento dado, el club estuvo a punto de dividirse, cosa que no llegó a ocurrir gracias a S., uno de sus miembros, que había sido director del Judenrat en la pequeña ciudad de P. y que había salido sin mancha de esa prueba. De hecho, la mayoría de los habitantes judíos fueron asesinados, pero él consiguió salvar a una cuarta parte. En reconocimiento por este acto, y no sólo por ello, la gente lo respetaba y apreciaba sus palabras. La división no se produjo, pero las disputas no cesaron. Se fueron creando grupos y subgrupos, y algunos ignoraban a ciertas personas llamándolas «pérfidas» y dedicándoles otros calificativos malvados.
En aquellos años solía ir casi todas las noches al club. La mayoría de los miembros eran mayores que yo, veinte o treinta años más, pero, aun así, allí me sentía como en casa. Me gustaban las noches de canto, las conversaciones y las conferencias, pero lo que más que gustaba eran los rostros. Me recordaban no sólo la vida que habían perdido en las estepas de Ucrania, sino también los años anteriores a la guerra. Aquí tenía padres, abuelos, tíos y primos. Como si todos se hubieran reunido para estar conmigo.
En los años cincuenta escribía algo parecido a poesías, y de vez en cuando el comité del club me pedía que leyera en las ceremonias en recuerdo de los difuntos. La mayoría de los miembros del club se alegraban por mí y me animaban. Incluso gané una pequeña beca, parte de la matrícula del primer año en la universidad, pero ya entonces había algunos que se oponían a mis escritos. Opinaban que sobre el Holocausto no se componen poemas, no se inventan historias, se explican hechos. Aquellas opiniones, no exentas de razón ni tampoco de cierta malicia, me hacían daño, aunque entonces ya sabía que me esperaba un largo camino y que este era sólo el comienzo.
Si los «defensores de los hechos» hubieran estado dispuestos a prestar atención por un momento, les habría explicado nuevamente que al estallar la Segunda Guerra Mundial yo sólo tenía siete años. La guerra está sepultada en mi cuerpo, pero no en mi memoria. No invento, sino que elevo de las profundidades de mi cuerpo sensaciones y pensamientos que fui absorbiendo durante mi ceguera. Ahora sé que aunque hubiera sabido expresar mis pensamientos en aquel entonces, habría sido inútil. La gente quería hechos, hechos detallados, como si estos pudieran resolver todos los enigmas.
Ya entonces aprendí que las personas no cambian. Ni siquiera las guerras más terribles los cambian. El hombre se parapeta en sus creencias y en sus viejos hábitos y no sale de allí con facilidad; es más: todas las debilidades, ambiciones, fraudes de todo tipo, intrigas y artimañas no desaparecen tras las catástrofes, sino que a veces, es una vergüenza decirlo, se intensifican. La lucha por el puesto de subdirector del club en 1953 lo demostró. Para ese puesto competían dos ricos comerciantes. Usaban todos los métodos posibles para conseguirlo, incluso llegaron a sobornar. La gente gritaba inútilmente: «No está bien, recuerden de dónde venimos y cómo debemos portarnos». Los instintos siempre son más fuertes que los principios y las creencias. No es fácil admitir esta sencilla verdad.
Los años transcurrieron de por sí, varios compañeros cayeron enfermos y fueron hospitalizados, y el comité hizo una lista de turnos para visitarlos. Algunos fallecieron y el comité se preocupó de fijar una placa en su memoria; uno de los miembros, de gran fortuna, legó su herencia al club. Inmediatamente se colocó una gran placa de bronce en la entrada y el club fue bautizado con su nombre. Esto fue causa de amargas discusiones. Había quienes sostenían que era indigno ponerle a una institución que preservaba la memoria de las víctimas el nombre de un potentado que había hecho su fortuna por medios deshonestos. Pero la postura del comité era irrevocable: si indagáramos, llegaríamos a la conclusión de que cada uno de nosotros es un delincuente.
En los comienzos del club la gente solía llevar a sus hijos, especialmente los sábados y los días festivos. Muchos creían que había que habilitar una sala para ellos, para que aprendieran algo sobre Bucovina y Galitzia, y sobre todo lo que habían aportado al judaísmo y al mundo. El proyecto, por alguna razón, no se llevó a cabo. Los niños crecieron y se negaron a ir, y poco a poco fue ganando terreno la idea de que no tenía sentido obligarlos. De todos modos, no lo entenderían. Quizá era mejor que no supieran qué había sido de sus abuelos y sus tíos. Y, aun así, un niño de siete años, Samuel, se sentaba entre las mesas y escuchaba con curiosidad las conversaciones. Era evidente que vendría aquí también cuando creciera. Se parecía a su padre, pero a diferencia de él, un hombre despierto y dinámico, el hijo era callado y miraba boquiabierto. Era difícil saber si se trataba de un gesto de curiosidad o simple estupidez. En cualquier caso, Samuel no parecía un muchacho israelí. Parecía que lo hubieran traído aquí de una pequeña ciudad de Galitzia.
En 1962 salió a la luz mi primer libro, Humo, y obtuvo buenas críticas. En el club se alegraron por mí y me felicitaron. Los miembros del club leían periódicos con avidez, pero no libros —especialmente no leían aquellos que tocaran el tema del Holocausto—, y a quienes lo hacían no les contentó mi libro. Mis personajes les parecían grises, estancados en el pasado y con una vida banal. ¿Dónde estaban los héroes?, ¿dónde estaban los combatientes del gueto? Y hubo unos cuantos groseros que recordaron a todo el mundo que yo había recibido dos becas de estudio, y que si aquellas eran las consecuencias, sería mejor que no me mantuvieran. Sin embargo, la mayoría me apoyaba y me daba ánimos e incluso prometían comprar un ejemplar. Sólo con el tiempo llegué a comprender que cuesta regresar a aquellos lugares para vivirlos de nuevo. En el momento en que lo comprendí, dejé de enfadarme.
La víspera de la Guerra de los Seis Días había gran agitación en el club. Los miembros que no habían hablado o apenas habían dicho algo durante años vaticinaban que se produciría un desastre, pero la mayoría se oponía a ese estado de ánimo. «No se pueden comparar las épocas —opinaban—, ahora tenemos ejército y acabará con el enemigo».
Fui alistado y la gente del club siguió mi reclutamiento con inquietud. Me introducían billetes en los bolsillos y uno de los menos queridos allí, entre otras cosas por su tacañería, se quito el reloj de oro de la muñeca y dijo: «En mi nombre y en el de mi familia». Con el tiempo supe que el reloj había pertenecido a su hermano, que había muerto en Auschwitz.
Ahora lo sabía: el club era mi casa. Todas las quejas y los enfados que guardaba con resentimiento en mi corazón se disiparon. Sentía el calor y la lealtad, y fui a la guerra lleno de fe en la vida.
La tensa espera antes de la guerra fue larga y difícil. Cuando volví a visitar el club en uno de los permisos, me percaté de que los fantasmas habían salido de nuevo de sus guaridas, otra vez surgieron nombres de lugares que no se habían mencionado en años, y de nuevo hablaban de deportaciones, redadas, trenes y bosques. Los optimistas intentaban en vano disipar el miedo. El miedo era poderoso y se expresaba mediante las imágenes del pasado. Incluso los más fuertes admitían que las noches no eran ya como antes. También había quien acusaba y argumentaba que todo había sido culpa nuestra, culpa de nuestro carácter: si el mundo entero está en nuestra contra, eso es señal de que algo malo anida en nosotros. Era un hecho: ni siquiera un país y un ejército podían corregirnos.
Al final de la Guerra de los Seis Días subieron los ánimos, se habló de milagros y renovación espiritual. Uno de los supervivientes que se había enriquecido en América vino y donó una gran suma para levantar un ala nueva; y el club, que había comenzado sus actividades en una casa vieja con dos habitaciones y una cocina, creció a lo alto y a lo ancho con una biblioteca, una sala de prensa, un aula para conferencias, un rincón de lectura y una cafetería donde servían bocadillos, sopa y un café excelente.
Los años sesenta fueron buenos años para el club. Se organizaron cursos sobre la Biblia y el Pirkei Avot, y se pronunciaban numerosas conferencias en yídish. Mientras tanto, llegaron muchos libros de Estados Unidos y de Canadá, y la biblioteca se amplió enormemente. Enseguida trajeron a un bibliotecario experto de la Biblioteca Nacional para que enseñara al nuestro nuevos métodos de clasificación. El bibliotecario D., que había sido profesor de secundaria en Lvov antes de la guerra, se alegraba como un niño con cada libro nuevo. Y en la biblioteca había unos cuantos ejemplares de primeras ediciones encuadernados en cuero: el orgullo del bibliotecario y el del club.
Después de la Guerra de los Seis Días se tenía la sensación, tal vez debido al crecimiento del club, de que la cultura judía de Europa Oriental había encontrado un lugar adecuado aquí, y que los designios del malvado habían fracasado. El célebre poeta S. había escrito un apasionado poema llamado «Continuación». Una de esas tardes nos lo leyó en la cafetería y todos se identificaron con él.
Pero también ocurrían cosas desagradables: demonios en forma de delatores. Uno de ellos entregó a la oficina de impuestos una lista de personas que traficaban con divisas, y hubo una redada y se llevó a cabo una investigación que llegó hasta el club. La denuncia despertó sospechas y provocó discusiones. Al final señalaron a un hombre que se llamaba K., una persona humilde y de buenos modales que tenía una pequeña mercería. Él afirmó que no tenía ninguna relación con la oficina de impuestos, que el rumor era perverso y difamatorio, y que el infame divulgador tendría que rendir cuentas por su perversidad. No le sirvió de nada defenderse, pues lo único que consiguió fue aumentar la oleada de rencor hacia él. Al final se reunió la asamblea general y decidió por mayoría de votos expulsarlo del club. Al finalizar la votación, el hombre levantó la voz para gritar: «Tendréis que rendir cuentas en el mundo de la verdad. Allí ninguno de vosotros será absuelto». Y cuando aún continuaba hablando, el guardia de seguridad lo agarró y lo sacó afuera.
Los setenta fueron años tristes para el club, y no sólo debido a la Guerra del Yom Kippur. Miembros conocidos fallecieron y otros fueron recluidos en geriátricos, y el club, que en el pasado estaba lleno de gente, decreció. Aunque las actividades continuaban regularmente e incluso se había organizado un curso de yídish para jóvenes, el entusiasmo había decaído. No se hablaba de la publicación de nuevos libros, ni de un periódico o una revista mensual. Se hablaba mucho de la segunda generación, que no sabía nada sobre el Holocausto y que no quería saber. Y hubo quienes se culparon por no haber contado a sus hijos lo que habrían tenido que contarles. Y había, por supuesto, un grupo considerable de miembros entusiastas que luchaba con todas sus fuerzas contra los pesimistas, reprobándolos y acusándolos de sembrar malos pensamientos y torpedear las actividades.
En los años setenta, inmediatamente después de la Guerra del Yom Kippur, existía un gran temor: si no se traducía la literatura en yídish al hebreo, acabaría por perderse. Y por este motivo, dos personas viajaron a Estados Unidos, a Canadá y a Argentina para recaudar fondos con el objetivo de organizar un grupo de traductores que tradujeran la «lengua madre» a la «lengua eterna». La operación de recaudación sólo tuvo éxito a medias.
En el año 1975 llegaron de Estados Unidos el actor R. con su hermana y sus sobrinos actores. Inmediatamente se instalaron en el club. El actor R. era excepcional, amaba a los judíos y su lengua. En su juventud hubiera podido actuar en el teatro polaco y, más tarde, en el teatro estadounidense. Los teatros de todo el mundo lo cortejaban, pero él se había aferrado a su lengua materna, a su hermana y a sus dos sobrinos, y juntos viajaban de un lado a otro montando el escenario y actuando. Desde el final de la guerra se aferraba a todo ello con fanatismo, sólo yídish y sólo obras en yídish.
Apenas llegaron, representaron las obras teatrales El Dibbuk y Calla Buntze. R., además de ser un actor extraordinario, era también un orador apasionante. Opinaba que Estados Unidos era una tierra de engaños, y que únicamente en Israel volvería a renacer la cultura judía. Para alegría de todos, a las funciones venían no sólo supervivientes del Holocausto, sino también gente joven. El club lo celebraba hasta altas horas de la noche, y el bar estaba lleno a rebosar.
En los años setenta mantuve arduas batallas con los ocultos recuerdos de mi niñez y con la estructura de la novela. En esos mismos años escribí, entre otras cosas, Era de milagros y Quemadura de luz. Le leí algunos capítulos de los libros al bibliotecario P. Era un hombre que estaba en contacto con la literatura moderna, era sensible a las palabras y a los matices. De él aprendí muchas cosas sobre lo esencial y lo secundario. La universidad es una institución académica importante, pero no una escuela de escritores. El aprendizaje literario se da en la interacción con uno mismo o con las personas hermanas de espíritu. P. me conocía más que yo mismo. Sabía lo que me molestaba en un texto antes de que yo lo supiera señalar. Siempre encontraba el defecto oculto. Es curioso, nunca hablamos de contenido. Él creía, como yo, que la elección de palabras, la frase y la fluidez eran, después de todo, la sangre y el alma, y que el resto vendría por sí solo.
A comienzos de los años ochenta se produjo otro debilitamiento en el club. Las luchas de poder no habían cesado, aunque estaba claro que los veteranos no iban a durar mucho y había llegado el momento de que quienes fueron niños durante el Holocausto ocuparan su lugar. Aun así, el antiguo comité tuvo tiempo de publicar dos gruesos libros de conmemoración, y el teatro del actor R. representó dos obras nuevas. Pero el dueño de la cafetería hizo oír su voz: se quejaba de que la ganancia diaria era una minucia, y si no recibía una subvención, abandonaría. Los veteranos le recordaron que hubo años en los que hizo una fortuna y se construyó una espléndida casa. Pero el dueño de la cafetería sostenía que la casa la había construido con sus propias manos, ladrillo a ladrillo. Si hubiera tenido que depender del dinero que ganaba en la cafetería, habría vivido en un establo.
A finales de los años ochenta quedaban muy pocos veteranos, y había una gran preocupación por la biblioteca y por sus libros. Algunos miembros propusieron convertir el lugar en una sinagoga donde se dieran clases diarias, pero los izquierdistas del Bund y los que aún quedaban de Obreros de Tzion de Izquierda se opusieron con firmeza a esa propuesta y amenazaron con reclutar miembros en el exterior. La disputa fue tempestuosa. Al final el asunto se convirtió en un tema irrelevante.
En aquella misma época el comité decidió dimitir y fue elegida una nueva dirección. En el nuevo comité había supervivientes que habían sido niños durante el Holocausto y no recordaban mucho. Ni siquiera recordaban a sus padres. Cuando llegaron a Israel ignoraron el club e incluso lo despreciaron, pero a medida que fueron creciendo comprendieron también que, aun habiendo sido niños durante la guerra y a pesar de no recordar apenas nada, pertenecían al club.
La ceremonia de traspaso fue emocionante. Dos miembros del comité saliente hablaron con voz contenida del lugar que había ocupado aquella casa en sus vidas y en las vidas de sus miembros, y sobre todo lo que se había hecho allí en los últimos cuarenta años, y lo que había quedado por hacer y no se hizo. Los dirigentes del nuevo comité eran más moderados y se limitaron a decir pocas palabras, pero uno de ellos, Yosef Jaim, confesó que cuando estalló la guerra tenía tres años. Sus padres lo enviaron a un monasterio, donde creció. No había niños allí, y durante todos esos años tuvo miedo de quedarse enano. Las monjas le prometieron que crecería y sería como todas las personas que venían al monasterio, pero las promesas no calmaron sus miedos. Y prosiguió: «A mis padres no los recuerdo, ni tampoco mi hogar, y si no hubiera sido por la madre abadesa, que anotó los nombres de mis padres, no hubiera sabido cómo se llamaban». Al final añadió un comentario extraño: «Los judíos religiosos me descubrieron tras la guerra, me sacaron del monasterio y me trajeron a Israel. No quiero hablar mal de nadie, pero digo lo siguiente: con ellos no tuve una vida feliz». Se hizo el silencio en la sala, donde se tenía la sensación de que, desde que lo sacaron del monasterio, su vida se había quebrado y nunca se pudo reponer.
Al nuevo comité no le hicieron la vida fácil. Los veteranos los acechaban en cada esquina, y en cada reunión hacían mociones en su contra, les resaltaban sus fallos y sostenían que ellos, los miembros del comité, no habían estado en el Holocausto, habían sido niños, y los niños no recuerdan, y quien no recuerda es como si no hubiera estado allí. El nuevo comité estaba dispuesto a renunciar, pero no había a quién traspasar la responsabilidad.
Las actividades en el club fueron disminuyendo. El actor R. y su compañía discutieron con el Departamento de Cultura y regresaron a Estados Unidos, no sin antes montar un escándalo. Llamaban a Israel «comedora de sus habitantes», inculta y zafia.
El nuevo comité intentaba, y eso hay que reconocerlo, infundir nueva vida al club. Traían clases de colegios para que los veteranos les contaran lo que les había sucedido en la guerra. Incluso llevaron al club algunos grupos de visitantes extranjeros. El dueño de la cafetería amenazó con cerrarla si no recibía una subvención. El comité lo apaciguó pagándole una buena cantidad de dinero.
Pero, a pesar de todos los esfuerzos y las donaciones que llegaban, no disminuían las deudas: los gastos corrientes eran más altos que los ingresos. A finales de los años ochenta la asamblea general decidió, por amplia mayoría, vender el lugar a la yeshivá Shaarei Jesed, y con la cantidad obtenida de la yeshivá, pagar las deudas acumuladas; con lo que sobrara, si quedaba algo, publicarían unos cuantos libros conmemorativos.
Y de esta forma acabó la vida del club. Hubo personas que aprobaron la decisión y hubo otras que no se contuvieron e injuriaron al nuevo comité. se preocupó (y así se hizo constar en el contrato) de que la biblioteca y la sala de exposiciones permanecieran cerradas hasta que se decidiera cuál iba a ser su destino. Las placas de bronce en recuerdo de los donantes no se retiraron, y una llama eterna ardía permanentemente en la sala de entrada. La transacción no se llevó a cabo de forma inmediata. Hubo objeciones y más objeciones, pero finalmente se firmó el contrato. Desde que se cerró el club, evito pasar por la calle donde estaba ubicado. Tengo la sensación de que parte de mi existencia todavía pervive allí. Uno de los veteranos del club, con el que me gustaba jugar al ajedrez y escuchar la historia de su vida durante la guerra, me dijo: «Es mejor una yeshivá que una sala de billar. En la yeshivá se reza y se interesan por los libros antiguos». No sabía si aquello era una queja o una conclusión.
Desde que se cerró el club perdí una casa. Todavía me encuentro con algunos miembros. Me escriben a veces largas cartas, algunas monólogos, otras críticas sobre mis nuevos libros y, por supuesto, multitud de consejos; sin embargo, no hay nada como un encuentro nocturno frente a un tablero de ajedrez o una partida de póquer. En el trascurso del juego se aclaran muchos temas: quién era leal y quién un traidor, quién se comportaba como un noble y quién se rebajaba como una hiena.
Con Hersh Lang, el más maravilloso de los miembros del club, pasé muchas horas frente al tablero de ajedrez. Este gran jugador hacía de la partida un gran espectáculo. Un hombre con la inocencia de un niño, pero que frente al tablero era un mago. Sus partidas brillaban por sus estratagemas, sus invenciones y sus sorpresas. Jugaba a veces contra siete u ocho personas y, por supuesto, ganaba, y entonces una sonrisa avergonzada se expandía por sus labios, una sonrisa de niño. Su personalidad y su expresión se manifestaban en el juego. No sabía hablar y, cada vez que se dirigían a él, se ruborizaba, tartamudeaba y a duras penas reunía unas cuantas palabras.
Tras el cierre del club lo encontraba por la calle y lo invitaba a un café. En su bolsillo siempre llevaba un pequeño ajedrez y enseguida me proponía jugar con él. Jamás se vanagloriaba ni aparentaba ser un campeón. A la hora del juego se cubría la cabeza con las dos manos, sumido en sus pensamientos como si yo fuera su competidor más serio. En el fondo, sabías que lo estaba haciendo por ti. Para conceder un poco de honor a tus esfuerzos. Él, por su parte, no necesitaba esforzarse. Sin embargo, con él la gente se comportaba irrespetuosamente. Era empleado de una empresa contable y preparaba balances para Hacienda. Realizaba su trabajo con profesionalidad, honradez y discreción. Pero todas esas virtudes no le reportaban mucho dinero. La gente le estafaba, no le pagaba a tiempo, y él, por su buen corazón, no los molestaba. Vivía en una pequeña habitación junto a la antigua estación central de autobuses.
En los últimos años había mejorado su situación económica, pero su soledad se había acentuado. Se vestía más desaliñado y sus andares fueron encorvándose. En una ocasión le pregunté si había vuelto a visitar el club.
—No —dijo tímidamente.
—¿Por qué?
—¿Qué haría allí?
Provenía de una familia muy asimilada, y cada vez que le preguntaban acerca de un tema judío, se sonrojaba, retrocedía y tartamudeaba, pues ese territorio le era extraño. A veces se atrevía a preguntar sobre una costumbre o un precepto como si estuviera preguntando una cosa que se le tenía prohibida.
A veces me parece que lo que escribo no proviene ni de mi hogar ni de la guerra, sino de los años de café y de cigarrillos en el club. La alegría por su florecer y la tristeza por su ocaso viven en mi interior y hacen latir mi corazón. Cada uno llevaba allí dentro una doble vida, y algunas veces triple. Adopté un poco de cada una de sus vidas. Había en la asociación gordos, delgados, altos y bajos. El maestro Lang se erguía sobre todos los que frecuentaban el club, aunque su altura no le confería ninguna superioridad. Siempre caminaba encorvado, como si buscara reducirse a la altura de los miembros del club. Por el contrario, el subdirector del club, el compañero D., también alto, siempre aprovechaba su altura para tomar el control y vencer en cualquier asunto.
Había mucha gente en el club. Los que eran más cercanos a mí, leían mis manuscritos y hacían comentarios inteligentes, los compañeros que jugaban al póquer con gran habilidad, los comerciantes que dirigían negocios de grandes dimensiones en una clandestinidad de espías, los intermediarios-artistas que habían amasado una inmensa fortuna y, entre otros, arrogantes, pretenciosos a los que ni la guerra ni las penas habían cambiado ni un ápice y que siempre proclamaban como si lo hicieran a propósito: «Nosotros nunca cambiaremos. Así fuimos y así nos vamos a quedar para siempre». Y, además, los mudos, los taciturnos a los que difícilmente les arrancabas alguna palabra. El vapor del café y el humo de los cigarrillos nos envolvieron durante años y nos trajeron finalmente aquí.