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Los sabelotodo aparecen por todas partes, como los demonios. Cuando comencé a escribir me acechaban en cada esquina. Los manuscritos que enviaba a los periódicos me los devolvían acompañados de un comentario cargado de veneno. Había algunos directores de periódicos que me invitaban a una conversación para demostrarme, en un tono paternalista, que no tenía ningún talento, e intentaban persuadirme de que dejara de escribir. Era importante para ellos que yo admitiera mis limitaciones para que, en adelante, no me hiciera ilusiones.
Era fácil hacer tambalear mi poca seguridad en mí mismo. Los hubo que fueron más lejos al opinar que yo escribía acerca de un tema del que estaba prohibido hablar. Del Holocausto hay que dar testimonio y no escribir reflexiones íntimas. Traían a colación a autoridades en la materia. Con el paso del tiempo, cuando mi escritura mejoró un poco, decían: «Estás influido por Kafka y por Agnon, y no tienes estilo propio».
El más duro de todos era mi amigo D., hijo del profesor D., un hombre joven de gran cultura, un gran experto en literatura que dominaba varias lenguas. Era una cabeza más alto que yo, y no era raro que me mirara de arriba abajo. Yo interpretaba su mirada como arrogancia, y probablemente no me equivocaba. Y, aun así, le mostré mis primeros escritos. Por alguna razón, creía que un hombre de cultura tan amplia sería honesto conmigo, tal vez me señalaría defectos que se podrían corregir, quizá me mostraría una senda por la que yo podría evolucionar. Era cuatro años mayor que yo, y en la universidad se le consideraba un genio. Sus conocimientos y la fluidez de su lenguaje fascinaban a muchos, y posiblemente también a mí. En temas culturales tenía opiniones irrevocables.
Sus comentarios sobre mis cuentos cortos eran contenidos, pero muy dolorosos; por ejemplo, que me había entretenido en algo en lo que uno no se debe entretener. No decía las cosas de forma explícita, sino con vagas insinuaciones que se repetían, confirmando lo que yo sentía todo el tiempo: me estaba abriendo paso hacia lo imposible. Si hubiera realizado sus comentarios en unas cuantas frases, aunque hubieran sido negativas, me habría sido más fácil, pero él, por algún motivo, usaba generalizaciones o a veces frases entrecortadas que, por así decir, pretendían hacerme el menor daño posible; no obstante, sus palabras subrayaban con más fuerza lo que yo ya sentía todo el tiempo: una cierta incongruencia entre lo que quería decir y lo que realmente decía. D., que era conocido por la fluidez tic su lenguaje, me hablaba, la mayoría de las veces, en un lenguaje fragmentado y con palabras vacías que no encajaban con su carácter decidido. Noté que siempre acompañaba sus comentarios con una sonrisa, una sonrisa que resultaba más dura que sus palabras; y revelaba su corazón: estás perdiendo el tiempo.
Tenía otros amigos que durante todos esos años procuraban escuchar y ayudarme. Eran tan modestos que difícilmente los sentía. Siempre me susurraban la palabra correcta, la fecunda, la palabra que echa raíces y florece. Cuando estaba al borde del abismo, su mano salía a mi encuentro con una palabra de ayuda. Nunca me miraban de arriba abajo, no intentaban enseñarme ni tampoco contradecían mis palabras. Conocían mi debilidad —sólo un ciego no la vería—, pero también veían los grandes esfuerzos que estaba invirtiendo en mi escritura. Creían y confiaban en mí. Estos amigos ocultos fueron los maestros de mi expresión. No siempre supe aprender de ellos, no siempre supe que ellos eran mis maestros. Más de una vez los ignoré porque me pareció que no me comprendían. Yo fui el que encumbré a los que pretendían saberlo todo, a los malabaristas de la lengua. Por alguna razón, me parecían más importantes que mis modestos amigos, quienes no habían estudiado en la universidad. Tenía la sensación de que si me relacionaba con los «eruditos», estos me conducirían al santuario de la literatura. Estaba seguro de que si conseguía su aprobación, mi camino sería un camino de rosas. Con el tiempo lo aprendí: eran incapaces de una verdadera amistad. Están demasiado ocupados en sí mismos, en la apariencia propia, en el lenguaje elaborado para poder dar algo a su prójimo. Siempre se basaban en autoridades notables e importantes y, desde esta altura imaginaria, te miraban y mortificaban.
Ahora, cuando trato de evocar lo que me dijo D., no recuerdo nada, únicamente una corriente de murmullos y palabras, todo abstracciones y sin una sola imagen. Como les suele ocurrir a las abstracciones, se aferraron un instante para luego disolverse. Sólo las palabras que son imágenes quedan grabadas en nosotros. El resto es vanidad. Aun así, me llevó años entender esto y liberarme de los «eruditos», de su patrocinio, de su sonrisa arrogante, y volver a acoger a mis buenos y fieles amigos, que sabían que el hombre no es más que una maraña de debilidades y temores, y no hace falta añadirles más. Si tienen una palabra correcta, te la ofrecen como un trozo de pan en tiempo de guerra, y si no, se sientan a tu lado y callan.