CAPÍTULO 34
Sara: ¿Os apetece que quedemos esta tarde?
África: No tengo ningún plan, así que perfecto.
Lola: Cómo se nota que no estáis trabajando.
Sara: Me gustaría contaros mis avances a las dos, pero, si Lola no puede, lo dejamos para otro día.
Lola: Estoy muy liada, pero eso no me lo pierdo por nada del mundo. Tiene usted mucho que contar, señorita Jiménez.
Sara: Demasiado, diría yo.
Respondo tocándome mi tatuaje por encima de la ropa con suavidad.
Lola: Esto promete y eso me encanta. ¿Hora?
África: ¿A qué hora saldrás de trabajar, Lola?
Lola: Yo calculo que, si como en el hotel, para las seis estaré fuera.
África: Perfecto. A esa hora entonces.
Sara: Allí estaremos.
Lola: Nos vemos luego.
—Hemos quedado a las seis —informo a Julio.
—Entonces igual quedo antes con Fer y luego acudo a casa de África, ¿te parece?
—Por mí, bien. Así me echo la siesta un rato. —De camino a casa, pregunto—: ¿De qué conoces a Miguel?
—Es el padre de una de las niñas del hospital. Por suerte, a Clara hace tiempo que no la vemos por allí.
—¿Y las entradas?
—Miguel quiere llevarla a ver el Cirque du Soleil. Tenemos unos fondos en los que las familias que quieren participar ingresan una cantidad simbólica al año. Es voluntario. Todo aquel que entra en el proyecto en el que participo con mi madre se puede beneficiar de ese dinero que recaudamos.
—¿Y para qué se emplea ese dinero? ¿Para investigación?
—No, esa pasta sólo se emplea para crear ilusión. Para los tratamientos médicos están las campañas solidarias y las asociaciones. Nosotros queremos que los niños no dejen de ser niños tan sólo por estar enfermos. Ellos, más que ningún otro, deben seguir siéndolo y por ello cada año se compran juegos, películas, libros, etcétera. También se sortean, entre todas las familias que han pasado por la sala, unas entradas para un espectáculo, un concierto, salidas al aire libre... La actividad que se sortea depende del dinero del que disponemos cada año.
—Entonces, ¿a Miguel le han tocado las entradas?
—No. Otra de las tareas de las que nos ocupamos es de conseguir descuentos y lugares privilegiados para esos espectáculos —me responde abriendo la puerta de mi piso y dejándome pasar.
—¡Ah, ya entiendo! Me parece un proyecto muy bonito, Julio. Y eso explica por qué en muchos aspectos te veía demasiado sensato para tu edad.
Julio me mira con cara extrañada y me pregunta:
—¿Te acuerdas que te conté que mi madre me otorgaba ciertos privilegios si yo cumplía ciertas obligaciones?
—Sí —respondo.
—Pues ésta es una de ellas —me aclara—. Cuando mis padres se divorciaron, mi madre me obligó a colaborar en este proyecto para ayudarme a encauzar mi vida, a asimilar mejor la separación. Al principio sólo acudía como oyente, pero poco a poco fui conociendo a los niños, observando sus reacciones y empatizando con ellos. Así que, sin pretenderlo, me fui involucrando hasta las cejas, llegando a ser una parte importante en sus vidas, y eso es algo maravilloso. Fue en esa época cuando conocí a Miguel. Ahora, como comprenderás, no es una obligación, sino un privilegio.
—¿Podría colaborar? —pregunto animada.
—¡Claro! Estaríamos encantados, toda ayuda es poca.
Durante toda la comida hablamos del proyecto y de los niños, y veo la ilusión en sus ojos cada vez que me cuenta una anécdota o hace un comentario de los muchos críos con los que ha estado. Se le nota que le fascina la idea de ser, de alguna manera, alguien esencial en la vida de esos pequeños, alguien que aporta color a sus oscuras vidas.
Julio se acaba de ir y yo aprovecho para dormir un rato antes de ir a casa de África.
A las seis menos cuarto llego a su casa.
—Pensé que Julio vendría contigo —me dice ella al abrirme la puerta.
—Ha quedado con un amigo, vendrá luego.
—Bueno, mejor, así hablamos más tranquilas —comenta justo cuando el timbre suena—. Es Lola —anuncia África dejando la puerta del piso abierta para no tener que volver a levantarse cuando ésta llegue—. Bueno... cuenta, ¿qué tal con Julio? —pregunta intrigada.
—Alucinante —respondo con ilusión. Justo entonces entra Lola.
—¿No estaréis hablando del yogurín sin mí, verdad? —suelta Lola mirando hacia todos los lados, asegurándose de que Julio no está y ella no ha metido la pata.
—Aún no. ¿Y Yago? —responde África.
—Lo he dejado trabajando. Pasará luego a buscarme. He traído palmeras de chocolate, así que voy a preparar café —anuncia Lola dirigiéndose a la cocina.
—Yo no quiero café, Lola. Tráeme agua, por favor —le pide África.
—Espera, Lola, te ayudo —me ofrezco levantándome del sofá y andando con las piernas exageradamente abiertas. Las dos me miran con los ojos como platos y la boca entreabierta, y en sus mentes sé lo que están pensando. Entonces, sin poder aguantar más la risa, comienzo a dar saltos sin poder parar de reír.
—Te juro que pensaba que el semental te había dejado escocida —exclama Lola contagiada por mi risa.
—Queréis parar ya, que, si me río mucho, tengo escapes —nos riñe África, poniéndose las manos entre las piernas. Pero su comentario empeora la situación y las tres nos reímos a carcajadas. Lola entra en la cocina y yo me vuelvo a sentar.
—Ni se os ocurra hablar una palabra hasta que yo me siente con vosotras —amenaza Lola, trayendo las tazas mientras se prepara el café.
—¿Dónde está Juan? —pregunto al no verlo.
—En la oficina. Tenía que terminar no sé qué y, como veníais, ha preferido hacerlo allí. Así que estamos solas —anuncia África, frotándose las manos, nerviosa y ávida de información.
—¿Y bien? Cuéntanos qué es lo que habéis hecho estos días —interviene Lola cogiendo una palmera.
—Julio es increíble. No os podéis ni imaginar lo bien que me siento a su lado. Es divertido, cariñoso, comprensivo...
—Bueno, bueno... eso sí que nos lo podemos imaginar. Lo que queremos escuchar es cómo se maneja en horizontal, Sara —me corta Lola—. ¿Cómo os fue con mi pequeño detalle? —pregunta con una mirada sucia y chispeante.
—Estuvo bien, pero los he tenido mejores —contesto diabólicamente, sin poder contener la risa.
—¿Cómo que los has tenido mejores? ¿Cuántos exactamente?
—No los he contado, Lola, pero puedo decirte que, a cada cual, mejor, y que en todos me he sorprendido. Julio es exquisito —añado mientras saboreo mis recuerdos.
—Mientes como una bellaca. No me creo que no los hayas contado —suelta Lola, escéptica.
—¡Bueno, vale! Los he contado, pero sólo porque me parece increíble.
Entonces levanto mi mano, extendiendo cinco dedos sin poder contener una risa nerviosa mientras el rubor se instala en mis mejillas.
—¡Cinco! —exclama Lola alegremente—. Cinco en menos de tres días no está nada mal. Pero, mírala, si ahora nos va a tener que dar clases —bromea riéndose mientras le da un codazo a África, que no reacciona.
—¿Qué te pasa? —le pregunto, pero según formulo la pregunta veo la respuesta.
—Pensaba que se me había escapado pis al reírme tanto, pero creo que esto ya no es pis —responde alarmada.
— ¡Joder, África, has roto aguas! —exclama Lola asustada.
—Tranquilas. ¿Tú estás bien? ¿Te duele algo? —le pregunto intentando controlar la situación.
—No, no. Estoy perfectamente... pero no me tocaba hasta dentro de tres semanas.
—No pasa nada. Lola, llama a Juan, dile lo que sucede y que la llevamos al hospital. África, ¿necesitas qué llevemos algo? Pijama, zapatillas... no sé...
—Sí, sí. Lo tengo todo preparado en la habitación de Alma.
—Perfecto —digo dirigiéndome hacia allí.
—Juan no me coge el teléfono —anuncia Lola, nerviosa—. Voy a enviarle un mensaje.
—Voy a cambiarme de ropa —dice África señalando su pantalón mojado mientras se dirige a su habitación.
—Vale, te esperamos aquí. Si necesitas algo, nos lo dices.
Lola vuelve a llamar a Juan, pero éste sigue sin cogerlo.
—¿Por qué tarda tanto? —me pregunta Lola, histérica.
—Creo que se está duchando.
—¡¿Cómo que se está duchando?! ¡Pero ¿para qué se ducha ahora?! Voy a llamar a Marcos y que lo tengan todo preparado para cuando lleguemos.
—Lola, tranquilízate —le ordeno a punto de perder los nervios yo también.
—Está bien, está bien, ya lo hago —acepta sentándose en el sofá.
Cuando al fin África se decide a bajar, cogemos las cosas y nos vamos para el hospital. Una vez allí, la pasan a monitores y suena el teléfono. Es Juan.
—Todo está bien, cariño; estamos ya en el hospital. Alma y yo estamos perfectamente, así que tranquilo. Yo también te quiero —oigo que dice antes de colgar—. Ya viene para aquí —nos informa aliviada—. ¿Debería llamar a mis padres, no?
—¿Estás segura? —duda Lola.
—No, por eso os lo pregunto —responde con el móvil en la mano.
—Yo creo que deberías avisar a tu madre, aunque le puedes decir que no vengan de momento.
—Parece que no la conoces, Sara. Su madre se presenta aquí en menos que canta un gallo y se pone a empujar con ella.
—Aun así, debería saberlo. Pero, si lo prefieres, también puedes esperar a que Juan esté aquí y sea él quien los llame.
—Sí, mejor haremos eso, que se ocupe él de mi madre.
En menos de un cuarto de hora, Juan ya está aquí y nosotras salimos a la sala de espera. Veinte minutos después llegan los padres de África y de Juan.
—Al final los han avisado —me dice Lola entre dientes antes de ir a saludarlos.
—Es normal, Lola, ¿qué esperabas? —le respondo en voz baja acercándome a ellos.
Después de las formalidades, consideramos que somos demasiada gente, así que decidimos irnos.
Lola: Acaban de venir los abuelos de Alma, así que nosotras mejor nos vamos. ¿Cómo vas?
África: Bien, muy bien. Me acaban de poner la epidural.
Sara: Bueno, ya verás qué pronto la tienes en brazos. Y nosotras, mañana.
África: Sí, ya estoy deseando que os conozca.
Lola: Y nosotras a ella. Queremos la primera foto.
África: Eso está hecho.
Sara: Ya nos irás informando. Un beso y hasta mañana.
Lola: Que te sea leve y descansa. Un beso.
África: Se intentará. Gracias por todo.
Justo antes de salir por la puerta del hospital, suena mi teléfono. «¡Mierda!», pienso antes de descolgar.
—Hola, Julio. Se me ha olvidado avistarte. Ya lo siento, pero es que África ha roto aguas y estamos en el hospital.
—¿Y está bien? —me pregunta dejándome desconcertada.
—Sí, sí. Juan está con ella, y Lola y yo en la sala de espera.
—Vale, entonces mejor me quedo a dormir en mi casa. Y si eso mañana me llamas y quedamos, ¿te parece?
—Perfecto —le contesto aún perpleja.
—Bueno, ya me irás contando cómo va todo. Buenas noches, bombón.
—Buenas noches, Julio —me despido sorprendida.
Al colgar, mi mente vuelve a reproducir la conversación que acabo de tener, y observo que no hay ningún tipo de enfado, reproche ni contestación fuera de tono. Lo peor de todo es que, al ver la llamada, me preparaba para mi primera discusión con Julio y su reacción me ha dejado tan asombrada que Lola me pregunta:
—¿Qué sucede?
—Nada, esperaba que Julio se mosquease porque no lo había avisado de que estaba en el hospital.
—¿Y?
—Pues que no lo ha hecho —respondo alzando los brazos, desconcertada.
—¿Y eso es malo?
—No, pero es lo que hubiera hecho Mario y me he dado cuenta de que estoy tan acostumbrada a su forma de comportarse que me sorprende cualquier otra reacción diferente —contesto pensativa.
—Una se acostumbra fácilmente a lo bueno, te lo digo yo, así que no te preocupes, eso forma parte del pasado.
—Sí, mejor no darle importancia.
—¿Quieres que nos tomemos algo? —me pregunta Lola al subir al coche.
—Por mí, bien. No tengo a nadie esperándome en casa y, aunque te parezca raro, eso me gusta.
—Aunque, si tuvieras al yogurín, tampoco te importaría, ¡¿eh?!
—No, a decir verdad, no me importaría, pero, como no está, tampoco voy a ir a casa corriendo como haría antes.
—Buena chica —dice Lola riéndose—. Voy a llamar a Yago para decirle que vamos a El Cultural.
Cuando entramos por la puerta, nos acercamos a la barra y le decimos a Luca que África y Juan están a punto de ser papás. Luego nos sentamos en uno de nuestros rinconcitos preferidos, con nuestras copas. Las horas pasan volando y no puedo recordar cuál fue la última vez que estuve así, tan relajada.
—Bueno, y ahora ya en serio, ¿cuánto ha llegado a cambiar tu forma de ver las cosas Julio?
—Mi vida ha dado un giro de ciento ochenta grados, Lola.
—No sabes cuánto me alegra oírte decir eso. Pero estoy intrigada, imaginé que, al decirte que te cogieses vacaciones, pensaba llevar a algún lugar y sin embargo...
—Sí, yo también lo pensé, pero te aseguro que no he tenido tiempo de aburrirme.
—No, eso ya me lo imagino. No hay más que ver tu cara.
—No me refiero sólo al sexo, Lola.
—Yo tampoco —responde fingiendo estar ofendida.
—Julio me hace sentir viva, Lola. Me incita a hacer locuras, como el puenting o como ésta... —digo levantándome la camiseta y mostrándole mi tatoo.
—¡¡Te has hecho un tatuaje!!
—Os lo pensaba enseñar esta tarde, pero Alma tiene prisa por asistir a nuestras reuniones —le comento entre risas—. ¿Qué te parece? ¿Te gusta?
—¡Me encanta, Sara! Es muy bonito lo que pone —dice leyendo en voz alta el texto—: «Para vivir un sueño no basta con rozarlo o creer alcanzarlo. Para ello debes sentir la magia de cada pequeño detalle día tras día y aprender tanto de tus errores como de tus aciertos, porque ellos serán los que te llevarán a descubrir el auténtico nirvana».
—Habla de nosotras, de Julio y de mí.
—Es precioso, Sara.
—¿Qué es precioso? —pregunta Yago, que acaba de llegar—. Hola, Sara.
—Hola —lo saludo mientras veo cómo se acerca a Lola para darle un beso.
—Hola, princesa —le ronronea cerca de la oreja, a lo que Lola responde con una amplia sonrisa rodeando su cuello.
—Sara se ha hecho un tatuaje —lo informa poniendo fin a su acalorado saludo.
—¡¿Ah, sí?! —dice prestándome atención ahora a mí.
—Sí —le confirmo levantándome la camiseta de nuevo.
—Es muy chulo. Creo que tú también deberías hacerte uno. «Sólo soy tuya, Yago», deberías ponerte.
—Sí, claro, cuando tú te pongas «Propiedad de Lola García» —le contesta entre risas.
La noche pasa volando y poco antes de irnos nos llega la foto de Alma. África está bien y la niña pesa tres kilos cuatrocientos diez gramos y mide cincuenta y dos centímetros y medio.
—¡Qué bonita es! —les comento sin dejar de mirar la foto.
—Pero ¿qué dices? No hay bebé guapo al nacer. Ninguno tiene la cabeza redondita y todos están arrugados como los abuelitos —suelta Lola.
—Perdona, pero mis sobrinos eran todos guapísimos —replica Yago, observando la foto con detenimiento—. Y Alma también lo es —termina diciendo.
Lola expulsa todo el aire de sus pulmones.
—Sois los dos unos merengues glaseados —nos espeta, cruzándose de brazos y echándose hacia atrás bebiendo de su copa.
Yo me río al darme cuenta de que Lola no va a ser la mamá en esta pareja el día de mañana.
Al entrar en casa noto una sensación confortable. Ya no se respira ese ambiente rancio que se percibía cuando Mario formaba parte de mi vida, ni tampoco siento cómo los brazos de la soledad me dan la bienvenida, y eso me gusta.
Pienso en Julio y le mando un wasap con la foto de Alma para darle las buenas noches, pero él no me contesta e imagino que estará dormido. Eso pienso antes de tumbarme en la cama, desnuda.