CAPÍTULO 30

 

 

 

 

Julio deja el vibrador sobre la mesa mientras comemos en medio de un duelo de miradas que van de Julio al vibrador y del vibrador a Julio. Él no deja de contemplarme, con esa sonrisa insaciable y desafiante en el rostro. Veo cómo coge un pequeño trozo de pan y se lo lleva a la boca muy despacio, acariciando sus labios deliberadamente sin dejar de contemplarme con una mirada incandescente. Por un segundo presta toda su atención en el aparato que hay entre nosotros y que me observa amenazante, para, después, volver a mirarme de la forma más sexy y sugerente que jamás he visto. Es como si mentalmente estuviera tramando qué va a hacer con el juguete o como si visualizase la escena en su mente. Y pensar eso hace que me remueva en mi silla.

—¿No comes? —me pregunta con voz seductora.

—¿Qué? —planteo al sacarme de mis pensamientos.

—¿Realmente quieres que te diga lo que quiero que comas?

Abro los ojos como platos al entender lo que me está insinuando y comienzo a pinchar macarrones de forma mecánica. Julio intenta ocultar su risa al ver mi reacción y, sin dejar de mirarme e intentando ponerme aún más nerviosa, apoya su espalda contra el respaldo de la silla, alza las caderas y se contempla a sí mismo la entrepierna a través del cristal, mientras levanta las cejas a modo de señal para después volver a dirigir sus ojos hacia mí. Yo, al entender sin duda alguna lo que quiere que coma, bebo un gran trago de agua mientras intento controlar mi deseo y mi nerviosismo, pero Julio no me da tregua y, al ver que ni uno ni el otro comemos, se acerca a mí y me pregunta:

—¿En serio quieres comer esto? —dice señalando el plato. Yo no le respondo y él sigue hablando—: No lo creo. Creo que tienes tantas ganas como yo de usar esto otro —dice acercando el artilugio morado. Te mueres de curiosidad, lo sé. El problema es que te da vergüenza, pero conmigo no debes tener vergüenza de nada, Sara.

—No es por ti —balbuceo con timidez.

—¿Me estás diciendo que, si llegas a estar sola, no lo hubieras usado? —pregunta sorprendido.

—No lo creo —reconozco encogiéndome de hombros—. Tal vez lo hubiese encendido, pero poco más. Me siento ridícula tocándome a mí misma —contesto con sinceridad, sin mirarlo a los ojos.

—¿Ridícula? Ridículo sería cerrar los ojos y no contemplar tu cuerpo mientras convulsiona sin control. Vergonzoso me parece que nunca antes hayas escuchado atentamente lo que éste te pide a gritos e indecente es todo lo que vamos a hacer ahora mismo —dice ofreciéndome la mano sin pronunciar una palabra más. Yo se la doy y nos dirigimos a la cama en silencio.

Al entrar por la puerta de mi dormitorio, Julio coge la parte baja de mi vestido y tira de él hacia arriba, dejándome tan sólo con las bragas.

—Eres preciosa, Sara —me halaga con dulzura sin dejar de mirarme.

Agacho la cabeza, incrédula tras escuchar su piropo, porque, en una puntuación del uno al diez, me doy un cinco raspado y estoy segura de que él ha estado con mujeres de un nueve e incluso un diez, como Lola. Explosivas y sugerentes hasta decir basta.

Entonces, como si pudiera saber lo que pienso, se sitúa detrás de mí, me coloca frente al espejo y me baja las bragas.

—¡Mírate! Tienes un cuerpo perfecto y que se estremece con sólo tocarlo —dice acariciando el contorno de mi cuerpo desde la axila hasta la base alta de la cadera con la punta de sus dedos. Observamos cómo, inmediatamente, mi piel responde a su sutil caricia—. No llego a comprender cómo nunca antes... —añade con voz ronca sin terminar la frase.

—Vamos a la cama —le propongo, dándome la vuelta para besar su boca.

—No, quiero que te observes. Quiero que veas lo mismo que veo yo. Eres mucho más sexual y atractiva de lo que tú te crees, así que mejor traigamos la cama aquí —concluye antes de arrastrar el somier y colocarlo frente al espejo.

Julio se quita el pantalón de deporte y se sienta frente al espejo, tendiéndome la mano para que yo haga lo mismo.

—¡Ven! —me ordena al ver que me mantengo a un lado. Él abre sus piernas y me deja un hueco entre ellas para que me siente. Estoy nerviosa, no me he visto nunca de esta manera y no sé si quiero hacerlo. Pone sus manos en mis rodillas y abre completamente mis piernas para poder observar mi sexo. Inicialmente miro lo que el espejo me muestra, pero después aparto la mirada de forma automática.

—¡Mírate! —vuelve a repetir Julio, colocando mis piernas sobre sus rodillas, exhibiendo lo que mi cuerpo esconde entre ellas. Yo centro de nuevo la vista por un segundo, pero después busco sus ojos, intentando encontrar la seguridad que me hace falta y cierro las piernas.

—Me da vergüenza, no me gusta, es feo —le acabo explicando.

—¡Que no te gusta! ¿Me lo dices en serio? Nena, te aseguro que tienes un conejito digno de una actriz porno. Es simplemente perfecto, y no te lo digo por regalarte los oídos. Te lo digo porque es verdad. Toda tú eres preciosa, pero lo que estás viendo ahí es la guinda del pastel —afirma colocando sus manos en el centro de mis piernas y separándolas lentamente para que lo observe en todo su esplendor. Y creo que, por primera vez, lo veo bonito—. Para que los demás apreciemos lo que tu cuerpo nos ofrece, primero debes apreciarlo tú, y eso es un tesoro digno de exponer en el museo El Templo de Venus de Ámsterdam, Sara —me susurra cerca del oído, consiguiendo con sus palabras que ese punto que hay en lo más profundo se alce y salga de su escondite para que yo lo pueda contemplar con detenimiento.

—¡¿Ves?! Te pide a gritos que le prestes atención.

Y vuelvo a sentirme como aquel día en el campo... exuberante, deseable e increíblemente atractiva. La única diferencia es que esta vez soy yo la que lo percibo y no a través de los ojos de otra persona. Soy yo la que contemplo mi reflejo en el espejo y veo un cuerpo hecho para el delito, para lo prohibido. Es algo que jamás había apreciado de mí. Noto cómo mi entrepierna se lubrica cuando Julio pone sus manos justo encima de mi sexo y, lentamente, desliza las manos por mis muslos hasta mis rodillas. La forma que tiene de tocarme es exquisita y yo arqueo la espalda en un acto reflejo debido a lo excitada que estoy... por lo que veo y por lo que siento. Y la fusión de ambas cosas consigue que mi mano derecha se dirija de forma instintiva allí donde todas las terminaciones nerviosas tienen su unión. Acaricio mi clítoris espontáneamente, sin que nadie me lo pida o yo me lo proponga de antemano, y eso es algo nuevo para mí.

—Eso es, Sara, escucha lo que te reclama tu cuerpo —me susurra con voz ronca, mientras los dos contemplamos extasiados cómo torturo con mis dedos esa zona. Creo que estoy a punto de llegar al orgasmo yo sola y eso me sorprende. Veo mi reflejo en el espejo y veo la imagen de mí misma más erótica y hermosa que jamás he visto. Me parece increíble reconocer que la mujer que hay en el espejo soy yo, una mujer atractiva y que desprende sensualidad por todos sus poros. Pero, por extraño que me parezca, es así y eso me hace sentirme orgullosa de mí misma, consiguiendo que me excite todavía más si cabe. Julio percibe que mi cuerpo está a punto de alcanzar el clímax y dirige sus manos a mis pechos, provocando en mis pezones un dulce martirio con sus dedos justo cuando mis caderas convulsionan de forma sistemática y sin control, al tener el tercer orgasmo más gratificante de mi vida. Dejo caer todo mi peso sobre su pecho y siento una liberación total y un placer que sutilmente se mantiene a lo largo de todo mi cuerpo.

—Cierra los ojos —me ordena Julio bajándome de mi nube.

Le hago caso sin plantearme otra opción e, intrigada por saber qué está pensando, noto cómo mi cuerpo se mantiene alerta y en tensión. Percibo cómo las comisuras de mis labios ascienden y espero, divertida, cualquier tipo de acción por parte de Julio, pero él no dice ni hace nada, logrando que mis sentidos se agudicen al ciento veinte por ciento.

—No te muevas —me exige al ver cómo mi cuerpo comienza a impacientarse.

Entonces oigo un tenue zumbido y Julio vuelve a repetirme que no abra los ojos antes de que yo lo haga. Noto cómo el vibrador se posa en el centro de mis piernas y acaricia todo su contorno trazando pequeños círculos. Es espectacular lo que Julio puede obtener de mi cuerpo. Tengo que hacer un gran esfuerzo para no gritar. Atrapo mi labio inferior entre mis dientes mientras mis manos se aferran a las sábanas de la cama, intentando canalizar las potentes descargas eléctricas que afloran desde lo más profundo de mi ser.

—Déjalo salir, Sara, no lo retengas —me susurra mientras introduce el vibrador en mi interior; siento cómo éste rota sobre sí mismo dentro de mí y cómo acaricia mis entrañas, amplificando lo que mi cuerpo percibe con cada estímulo. Julio posa sus dedos sobre ese punto donde se origina el placer y mis caderas comienzan a moverse de forma mecánica, reclamando mayor contacto con su mano y mayor profundidad. Es indescriptible, no sé explicar lo que mi cuerpo siente en estos momentos y creo estar al borde de otro orgasmo cuando mis manos se aferran a mis pechos con fuerza. Pero me parece imposible que pueda tener otro en tan poco tiempo y, con esa duda, mi cabeza comienza a funcionar, enmudeciendo lo que mi cuerpo le dice alto y claro. Julio nota que me disperso y, para hacerme volver y recuperar la conciencia de lo que estoy experimentando en estos instantes, me da una palmada rápida y contundente justo donde antes estaban sus dedos. Con esa mezcla de dolor y placer que siento, consigue que explote con tal intensidad que no puedo controlar las pequeñas sacudidas eléctricas que recorren todo mi cuerpo. Exhausta, me dejo caer a un lado de la cama, boca abajo.

—Podría correrme con tan sólo mirarte, Sara —declara Julio acariciando mi espalda con la yema de sus dedos. Levanto la vista para cruzarme con unos ojos que me miran llenos de admiración.

Y sin poder ocultar una sonrisa diabólica y satisfecha, un plan se comienza a fraguar en mi cabeza. «Sé lo que es quedarse a medias, lo he sentido muchas veces y, después de lo que Julio me ha regalado, debo hacerlo», me digo a mí misma, infundiéndome el ánimo necesario para hacer lo que tengo pensado. Lentamente me acerco a Julio y me tumbo sobre él, obligándolo a echarse por completo. Beso su boca saboreando cada uno de sus matices, deleitándome en la sensación que me produce la frescura de su lengua. Pero tengo algo en mente y estoy dispuesta a hacerlo. «¡Venga, Sara, puedes hacerlo! Lo has hecho infinidad de veces, pero en esta ocasión va a ser diferente, porque estoy segura de que ésta va a marcar la diferencia —me repito una y otra vez, aportándome valor—. Para empezar, porque esta vez sale de ti, no te exigen que lo hagas. Y, sobre todo, porque deseas que él sienta lo mismo que tú acabas de sentir. Quieres ser la responsable de su placer, y no porque necesites demostrarle que eres capaz de hacerlo bien, sino porque necesitas compartir esa sensación y sabes que no hay mayor satisfacción que compartir algo así», pienso comparando de nuevo a Mario con Julio.

Entonces, con una mirada maliciosa y provocativa, me deslizo por su cuerpo de manera sensual mientras mi lengua traza un sendero descendente desde su pecho hasta su ombligo y de su ombligo a...

—¡No! —me dice suavemente, agarrándome por debajo de los hombros para atraerme de nuevo a su boca.

—Quiero hacerlo, Julio —respondo degustando esos labios a los que me es imposible resistirme.

—No es necesario, Sara. Lo de antes era una broma. Yo no te lo voy a exigir.

—Lo sé, y por eso mismo quiero hacerlo. Necesito comprobar una cosa —contesto antes de volver a recorrer el mismo sendero.

Cuando me encuentro de rodillas frente a su anaconda, busco sus ojos y percibo el deseo, la veneración y el respeto hacia mí. Y de nuevo me es imposible no comparar su forma de mirarme con la de Mario, en la que yo sólo veía una imposición en este aspecto. Veía arrogancia y ganas de humillarme. Pensando en eso, cojo una gran cantidad de aire, sintiendo la rigidez de su sexo bajo mis manos.

—¿Estás segura? —me pregunta con cariño.

—Sí —respondo antes de dirigir mi boca al órgano más valorado por todos los hombres.

Siento cómo mis labios abrazan su miembro, la suavidad en mi lengua y cómo mi boca se llena por completo. Por extraño que parezca, él no agarra mi cabeza. No me obliga a profundizar más, ni sus caderas arremeten bruscamente contra mi garganta. Julio se reclina sobre sus codos sin dejar de admirarme. De vez en cuando aprecio cómo cierra los ojos para centrarse en el placer que le produzco, pero al instante vuelve a mí. Y eso me llena de satisfacción y de entusiasmo, provocando que aumente más el ritmo y disfrute por completo de lo que hago. En eso pienso mientras admiro cómo Julio tiembla al llegar al clímax y su sabor salado inunda mi boca.

—¡Joder, Sara! Ha sido perfecto —exclama dándome un beso rápido en los labios, mientras yo aún mantengo su esencia.

Y ése es otro de los puntos que me gustan de él. Mario se negaba a besarme después. Ni siquiera tras haberme lavado los dientes. Eso lo recuerdo mientras me dirijo al baño para escupir y enjuagarme la boca. «Creo que, si no llega a ser por lo pendiente que estaba de hacerlo bien, me lo hubiera tragado», me digo a mí misma frente al espejo, satisfecha de mi trabajo.

Vuelvo a la cama, pero Julio ya se está vistiendo y yo, un poco decepcionada, hago lo mismo.

«Me hubiera gustado un poco de mimos y la compensación de acurrucarme entre sus brazos», pienso para mí.

—¿Tienes hambre? Porque yo estoy canino —dice ofreciéndome su mano.

—Pues ahora que lo pienso... sí —respondo al oír cómo mi estómago protesta.

Le entrego mi mano y Julio, en un gesto rápido, tira de ella atrayéndome hacia él. Me besa la frente y me susurra:

—Creo que no ha estado mal para una mujer que considera que es frígida.

—Nada mal —le confirmo buscando sus labios.

—Te dije que no hay mujer frígida, sino hombre incapaz de calentarla.

—¿Y tú eres todo un experto, verdad? —pregunto puntillosa, con una sonrisa mordaz, hincando mi dedo índice en su cintura. Julio se encoge y aparta mi mano para evitar que lo siga chinchando, y eso nos hace reír a ambos.

—Sé interpretar el lenguaje más antiguo del mundo, y perfeccionarlo —contesta entre risas, jactándose de ello y protegiendo su cintura para evitar que arremeta de nuevo contra ésta—. No, en serio —dice de pie junto a mí, esperando a que el microondas termine de calentar la comida—. Creo que estás demasiado pendiente de lo que debes o no debes hacer, de lo correcto o lo incorrecto, y de lo que se supone que debes o no debes sentir. ¡Te pierdes, Sara! Lo único que debes hacer es tomar conciencia de lo que tu cuerpo experimenta —me recomienda Julio, borrando el sarcasmo de mi cara y cambiándolo por el color escarlata que aparece en mi rostro—. El sexo es algo instintivo si liberas la mente, Sara. Tu cuerpo siempre va a responder a ciertos estímulos; no juzgues si lo que percibes es decente o indecente, porque el sexo puede ser lo uno y lo otro —añade con voz ronca, mientras su lengua se apodera de mi oreja y sus dientes tiran de mi lóbulo a la vez que un cosquilleo recorre mi espalda—. Tú haces lo contrario: gastas mucha energía en ello y eso, sumado a un hombre inútil... blanco y en botella. —Justo cuando mi cuerpo comienza a reaccionar, Julio se retira bruscamente y el cosquilleo desaparece por completo—. ¿Ves a qué me refiero cuando te digo que te dejes llevar?

—Por asombroso que te parezca, reconozco demasiado bien esta sensación de abandono —le contesto sentándome en la mesa—. Mario solía practicarla a menudo conmigo. Él se corría, salía inmediatamente y desaparecía camino al baño, protestando porque odiaba hacerlo con condón. Creo que es en lo único que me he mantenido firme con él. Y no era porque yo no usase otro método, que sí que lo hacía... pero aprendí a mentir muy bien. Tuve un gran maestro o, mejor dicho, yo misma me obligaba a mentir por mi supervivencia. Yo sabía que Mario tenía relaciones con otras mujeres, o al menos con una más. Siempre he pensado que Daniela no era la única, pero sí a la que ha querido en exclusiva. Las otras hemos sido retales para parchear un descosido —le confieso encogiéndome de hombros.

—Bueno, eso ya forma parte del pasado.

—Así es —le confirmo mientras mi mente se traslada a esa época en la que estaba rodeada constantemente por una bruma tóxica que me impedía respirar aire puro como el que respiro estando con Julio.

—¿Corres? —me pregunta Julio sin previo aviso, rescatándome de nuevo. Esa pregunta casi me hace atragantar. «¡Otra vez!», pienso acalorada.

»¡Por lo que veo, es usted insaciable, señorita! —suelta con picardía al ver mi reacción—, pero no me refería a eso. He visto tus deportivas arrinconadas en tu dormitorio.

—¡Ah, eso! —contesto abochornada.

—Sí, eso —dice sin poder contener la risa.

—Corría. Hace tiempo que ya no hago nada. Me gustaba salir de madrugada, cuando la ciudad aún no había despertado.

—¿Y por qué lo dejaste?

Me encojo de hombros sin saber qué contestar. «¿Para qué? ¿Qué más le voy a decir sobre Mario?», pienso desanimada. Si soy sincera, sí que tengo una contestación a su pregunta. Julio levanta las cejas esperando una respuesta, pero no lo quiero aburrir otra vez con mi patética vida anterior.

—Realmente no sé ni por qué lo hice —termino diciendo, aunque lo sé perfectamente.

Desde que Mario vino a vivir aquí, dejé de correr; lo despertaba y eso le enfurecía. Sus primeras quejas fueron muy sutiles y cariñosas: «Quédate a mi lado, nena. No vayas a correr hoy», para luego pasar a ser más directo: «¿Otra vez vas a ir a correr? ¡Joder, Sara, ¿es que me tienes que tocar los huevos todas las mañanas?», y acabar siendo una advertencia: «Mañana quiero dormir, así que ni se te ocurra poner el puto despertador».

—¿Quieres que salgamos luego? Un par de kilómetros tan sólo —propone animándome.

Al oír su pregunta, recuerdo cuánto me gustaba la sensación que me producía y me digo que sería gratificante volver a sentir esa liberación de nuevo.

—Nada me apetecería más que correr contigo, Julio —contesto pensativa.

—Eso ya lo sé, bombón, me lo dicen muy a menudo —me responde con sarcasmo, con ese brillo en los ojos que me vuelve loca. Yo le lanzo el trapo de la cocina a la cara, pero, con un gesto rápido, lo coge en el aire.

»Fallaste.

—¡Qué creído te lo tienes!

—Ya, pero hago méritos para ello, ¿no crees? —suelta con una media sonrisa.

Me levanto para recoger los platos mientras expulso todo el aire de mis pulmones. Julio se pone a mi lado para ayudarme a meter los cacharros en el lavavajillas y me dice:

—Alegra esa cara, Sara, vas a poder contemplar mi trasero durante varios kilómetros.

—Igual te sorprendes —replico con chulería.

—Eso estaría muy bien —responde provocativamente, echando una mirada rápida y descarada a mi culo—, pero que muy bien, sí, señor.

—Ya veremos quién mira las posaderas de quién durante más tiempo —contesto competitiva, empujándolo con mis caderas para que deje de mirarme así. Y mi reacción nos hace reír a los dos.

Terminamos de adecentar la cocina y no sentamos un rato en el sofá, cada uno a lo nuestro; yo aprovecho para responder a las chicas, pues desde ayer las tengo abandonadas. Quiero comentarles mis pequeños avances y, por lo que se ve, ellas están deseosas por saber, deduzco al leer sus mensajes. No puedo parar de reír cuando leo los comentarios de Lola y, como si tuviera un tic nervioso o mejor dicho una vieja costumbre, miro hacia un lado para ver la reacción de Julio. Pero me quedo extasiada al comprobar que a él le importa un bledo lo que yo hago y eso es tranquilizador.

—¿Qué? —me plantea al sentir mi mirada.

—Nada, nada —respondo volviendo a mi móvil.

Inevitablemente comparo de nuevo lo conocido con lo desconocido y encuentro mucho más agradable, atractivo y encantador lo segundo. Con él me iría a ojos cerrados al fin del mundo. Sin embargo, con Mario ahora no me iría ni a la vuelta de la esquina. Sabía que Mario me leía los mensajes de vez en cuando, así que debía apañármelas para que no supiera con quién hablaba e ir borrando continuamente los wasaps. Resultaba agotador, pero era la única forma que tenía de no perder por completo mi relación con África y Lola. Por su culpa ya nos habíamos distanciado bastante y, aunque era una situación que yo permitía, no dejaba de apenarme.

 

África: ¿Qué es de tu vida, Sara? No sabemos nada de ti.

Lola: África, creo que Sara está demasiado ocupada con el yogurín.

África: Sara, no cometas el mismo error y centres toda tu vida en la otra persona.

Lola: África tiene razón, acuérdate de lo que ha pasado con el Chucho. Ya sabes: que no se te olvide lo de «Primero tú, después tú y, si sobra un poquito, para nosotras».

 

«Créeme, Lola, lo tengo demasiado presente —respondo para mí—. Mario es una especie de marea negra que cubre todo mi cuerpo y, sobre todo, mi mente. Aunque intento con todas mis fuerzas no acordarme de él, me resulta inevitable. Por una parte considero que es bueno tener presente a Mario, porque así recuerdo lo que no debo hacer, y, al comparar, veo la diferencia tan grande que hay entre lo que Julio me ofrece y lo que él me aportaba. Ésta es abismal. En esos momentos me gusta contemplar la horrible cicatriz que tengo en mi corazón, que no quiero que desaparezca nunca para que no se me olvide qué es lo que no debo permitir, pero en otras ocasiones son tan dolorosos los recuerdos... me parece tan despreciable y ofensivo mi comportamiento hacia mí misma que me avergüenzo de lo poco que me he respetado. ¿Por qué? Por nada, por nadie... ¿Y para qué?, para darme cuenta de lo desgraciada que puedo llegar a ser. No puedo deshacerme de esa idea, de lo estúpida que he podido llegar a ser.»

 

Lola: No te preocupes, seguro que está encantada.

África: Sí, lo sé. Julio no tiene nada que ver con Mario. Debe de ser el embarazo, porque estoy mucho más sensible de lo normal, pero me tranquilizaría saber que está bien y que está disfrutando. Y no me refiero sólo al sexo, Lola, que te conozco y sé por dónde me vas a salir.

Lola: De eso ya me he ocupado yo. Si no disfruta en compañía, lo hará sola... Ja, ja, ja.

África: Qué miedo me das, Lola. ¿Qué has hecho?

Lola: No te agobies, África, tan sólo le he regalado un juguete que a mi parecer le llamó la atención.

África: ¿Y cuándo lo enviaste?

Lola: Se supone que le tiene que llegar hoy, aunque no lo sé a ciencia cierta. Pero espero que Julio, con juguete o sin él, la haya secuestrado, la haya atado a la cama y no la haya dejado salir de la habitación. Porque ésa sería la única razón por la que yo, al menos, perdonaría su falta de comunicación. Es más, espero que no pueda cerrar las piernas en toda una semana, y yo sí me refiero al sexo... porque no encuentro otra razón para no responder a sus amigas.

Sara: No os sulfuréis. Estoy bien y puedo cerrar las piernas. No sé si debo darte las gracias por tu regalo o matarte, Lola. Fue Julio quien le abrió la puerta al repartidor. Casi me muero al ver lo que contenía el paquete.

Lola: Muy oportuno, el repartidor... Ja, ja, ja, ja. Hubiera pagado por ver tu cara.

Sara: Pues yo hubiera pagado para que estuvieras cerca en ese momento, pues te aseguro que te hubiese asesinado. ¡Qué vergüenza me has hecho pasar!

Lola: Bueno, vale... pero una vez que la vergüenza ha desparecido...

 

—¿De qué te ríes? —me pregunta Julio, contemplándome divertido. Por un momento mantengo todo el aire en mis pulmones, pero logro tranquilizarme al darme cuenta de la cantidad de matices diferentes que puede llegar a tener una pregunta tan simple como ésa. El tono de voz, el brillo de sus ojos y la resplandeciente sonrisa que me muestra logran que las mismas palabras tengan un significado completamente distinto, y eso me hace feliz. Enormemente feliz.

«¡¿Cómo voy a conseguir no enamorarme de ti, Julio?!», me pregunto a mí misma, sin encontrar la respuesta sin dejar de mirarlo.

—Hablo con África y Lola —contesto con tranquilidad.

—¡¡Uff!! ¡Que el cielo tiemble! —suelta mirando al techo.

Ése es su único comentario, tras el cual sigue cacharreando en su teléfono sin que desaparezca de su rostro esa sonrisa divertida. Y su desinterés hace que no pueda dejar de mirarlo.

—¿Qué? —me pregunta al ver cómo lo observo.

—Nada, perdón. Me he quedado en blanco —respondo pensativa, disfrutando de su reacción.

 

Sara: ¡¡¡Espectacular!!! Es lo único que os puedo decir.

 

Escribo con admiración por Julio. Al instante aparecen en mi móvil una variedad indecente de emoticonos. Palmadas, flamencas, confetis... Todos ellos celebrando mi respuesta.

 

Lola: ¡Bravo! Una cosa más que debemos tachar de la lista.

Sara: ¿De qué lista hablas?

Lola: De esa lista que nos visita todas las noches y nos obliga a repasar mentalmente los objetivos que debemos cumplir a corto plazo.

Sara: Yo no tengo esa lista que mencionas.

Lola: ¿Cómo que no? Eso es genético. Las mujeres poseemos la lista de objetivos cumplidos desde que nacemos, y en ella vamos tachando los que ya hemos cumplido.

África: Debe de ser que yo no la he terminado de desarrollar, porque lo máximo que he llegado a repasar mentalmente antes de dormirme es lo que debo recordar al día siguiente. Lo que debo comprar, lo que debo sacar del congelador... Y ahora ni eso, porque es tumbarme en la cama y perder el conocimiento. ¡Es asombroso! Puedo llegar a babear antes de que mi oreja haga contacto con la almohada.

Sara: Puede que de pequeña tuviera esa lista de la que hablas. Incluso que antes de que Mario llegase a mi vida fuese una lista laboral más que de objetivos. Pero mientras Mario estuvo viviendo conmigo, lo único que deseaba antes de acostarme era en recuperar al hombre que conocí. Aunque ahora pienso si realmente llegué a conocerlo o fue tan sólo un espejismo que se produjo en mi mente.

 

Tras mi confesión, África le pregunta a Lola sobre los preparativos de la boda para evitar que ella diga cualquier barbaridad con respecto al Chucho, como ella lo llama. Pero ambas sabemos que ese tema está zanjado y, a no ser que él se interponga en mi camino, yo no voy a ir a buscarlo. Hablamos un par de minutos más, dejo el móvil sobre el baúl y me recuesto un poco en el sofá.

—No cojas postura, que me vas a acompañar a correr.

—Humm... —contesto adormilada, estirando las piernas y poniéndolas sobre las suyas.

Los párpados me pesan y mi mente comienza a divagar. Con Mario nunca sabía a qué atenerme. Siempre estaba a la expectativa, calculando las probabilidades que tenía de que volviera del trabajo de buen o mal humor. Estudiaba sus gestos a la perfección para ajustar mi comportamiento a su estado de ánimo. Llegué a tener noches muy buenas... eran aquellas en las que se recostaba a mi lado, me abrazaba, besaba mi hombro y me susurraba al oído: «Gracias por regalarme una noche más». Esas noches solían coincidir con una anterior discusión. Y, si no se dormía, Mario volvía a ser él. Me hacía el amor, mirándome a los ojos y pensando en mí en cada instante. En aquellas ocasiones creía sentir la máxima plenitud que sería capaz de experimentar. Atesoraba cada caricia y cada beso como si fuese el último, e intentaba con todas mis fuerzas que aquello que al parecer sentíamos los dos en ese instante tuviera la intensidad suficiente como para que ese Mario que estaba dentro de mí no se fuese al salir el sol. Pero no era así. Y al igual que los monstruos de la noche desaparecen con la llegada de los primeros rayos de sol, mi Mario, ese del que yo me enamoré, se esfumaba y se volvía a ocultar entre las sombras de nuevo. En otras ocasiones era completamente diferente. Solía coincidir con las noches que trabajaba en el bar. Era matemático que, cuando trabajaba allí, volvía con unas copas de más y, al entrar por la puerta, tenía claro que había dos opciones: o se acostaba conmigo pensando en Daniela y yo tan sólo le servía de desahogo o estaba cabreado porque alguna chica lo había rechazado. Estas últimas eran las peores, porque pagaba conmigo su irritación. Lo único bueno que había cuando eso sucedía era que me negaba a acostarme con él y, por extraño que parezca, él se apiadaba de mí. Quiero creer que mis ojos le mostraban a ese ser que Mario se negaba a reconocer que habitaba en él... a míster Hyde. Y detestaba verse a sí mismo de esa manera, aunque la rabia lo seguía consumiendo. Esas noches Mario terminaba saliendo de casa en busca de aquello que nadie le había dado. ¿Dónde lo conseguía? No lo sé, supongo que en cualquier antro de mala muerte. «¿Y por qué, cuando se acostaba contigo pensando en Daniela, no lo rechazabas también?», me preguntó Julio cuando lo conocí en el parque y le conté a un desconocido mi patética vida. Lo que le respondí es lo que sigo pensando hoy: porque, cuando me hacía el amor pensando en su ex, pese a todo, me hacía el amor, y yo intentaba recuperarlo desesperadamente. Le imploraba que me mirarse a los ojos, pero él no era mi Mario y ocultaba su mirada. Creo que creía que así me engañaba, aunque nadie puede fingir eternamente. Y a él nunca le dieron el Oscar por su representación en Cómo conquistar el corazón de Sara.