CAPÍTULO 9

 

 

 

 

Son las cinco de la madrugada y no paro de dar vueltas sobre el colchón una y otra vez. Llevo toda la noche en ese estado en el que el sueño no es profundo y la mente se apodera de él, obligándote a permanecer en una vigilia constante, donde el peso de los pensamientos, o en este caso de los recuerdos, cobra protagonismo.

 

* * *

 

Volvía a casa después de trabajar. Cuando llegué, frente a la puerta había una bolsa colgado del pomo y una nota. Lo miré todo con determinación y, cuando lo cogí, leí qué ponía.

 

Pon a enfriar el vino, llegaré en una hora con la cena. Mario

 

Estupefacta no, lo siguiente es cómo me sentí al entrar en el piso. Esa misma mañana habíamos discutido. Era viernes y yo pretendía salir con mis amigas, pero él, como de costumbre, se negaba. Las cosas ya estaban tirantes entre Lola y Mario y yo me encontraba entre la espada y la pared. Si decidía salir con las chicas, Mario se cabreaba y, si me quedaba con él, yo misma me encargaba de mortificarme. África y Lola no me decían nada, pero era consciente de que entre ellas hablaban de mi relación con Mario. Anteriormente Lola me lo había dicho bien claro, pero yo nunca quise escucharla y, con el tiempo, dejó de insistir. Así que, con ese eterno debate entre lo correcto y lo incorrecto, lo que realmente me apetecía hacer y lo que sabía que debía hacer si no quería ver de nuevo a míster Hyde, me encontraba a diario últimamente... y así iban pasando los días, más rápido de lo que yo esperaba.

—Hola, preciosa —dijo aquella tarde cuando llegó a casa, dándome un beso rápido cuando le abrí la puerta, y entró directo a la cocina, dejándome completamente desconcertada—. Hoy tenemos lasaña recién hecha y traída del Capricho a tu mesa por un servidor —anunció mostrándome de nuevo esa mirada que me volvía loca y que, al contemplarla, conseguía que todo lo anterior desapareciera. Aquella mirada lograba crearme muchas dudas en mi cabeza. Dudas que la parte diabólica y calenturienta de mi cerebro interpretaba como deseo y lujuria. Pero la otra parte, la racional y coherente, comenzaba a desconfiar. Esa parte analizaba minuciosamente cada uno de sus gestos para llegar a la conclusión de que sólo usaba esa mirada cuando le interesaba. Mario sabía perfectamente el efecto que ejercía sobre mí y la utilizaba en mi contra para su beneficio. Pero... ¿cuál de las dos partes tenía razón? ¿La que ansiaba con todas sus fuerzas que fuese pura pasión y desenfreno o la otra? Ésa era la gran pregunta, hoy sé cuál es la respuesta. Puede que anteriormente también lo supiera, pero a veces resulta más fácil creer en aquello que anhelamos y engañarnos a nosotros mismos que querer abrir los ojos para ver la realidad.

—¿Piensas quedarte ahí de pie todo el rato o vas a poner la mesa? —añadió, sacándome de mi mundo interior.

—Sí, perdona —respondí aún desorientada—. Mario, esto... ¿qué te iba a decir...? Pensé que ya habíamos hablado y recuerdo que te comenté que hoy salía con las chicas.

—No, Sara, la que hablaste fuiste tú. Yo en ningún momento te dije que me pareciera bien. Siéntate a la mesa —me ordenó con determinación. Orden que yo acaté sin rechistar, sin ni siquiera plantearme otra opción.

—Bueno... creo que eso no lo deberías decidir tú —repliqué dubitativa.

—¿Estamos saliendo juntos o no? —me preguntó cortante.

—Sí —respondí sin saber a qué venía esa pregunta.

—Entonces deberíamos aprovechar para estar juntos el mayor tiempo posible. Nuestros turnos no coinciden y, cuando no trabajo, debemos dedicarnos a mimar nuestra relación, ¿no te parece?

—Sí, pero tú últimamente ya no sueles ir a ayudar a Jaime.

—¿Y por qué crees que no voy? Porque deseo estar contigo a todas horas. Y me duele que tú no sientas eso mismo por mí. Además, que yo sepa, esta mañana no hemos llegado a un acuerdo, ¿no?

—No.

—Entonces cenaremos juntos y tema zanjado.

—Pero no es justo, yo ya había quedado.

—En ese caso deberías llamar a tus amigas para informarles de que no vas a ir, Sara. Deseo cenar con mi novia, ¿acaso eso es tan malo?

—No —contesté con la cabeza gacha, pensando detenidamente en lo que me decía. Pero, justo cuando comenzó a cortar la lasaña para servirla, añadí—: Hace un siglo que no estoy con ellas y es demasiado tarde para avisarlas. Hemos reservado mesa para cenar; te lo comenté esta mañana y te dije que esta noche iba a salir. Me apetece muchísimo estar con ellas, lo necesito; no puedes hacerme esto ahora —le imploré con arrojo, levantándome de la silla.

—¡Sara! Sienta tu puto culo sobre la silla. Te lo he pedido por las buenas y sabes que no me gusta repetir las cosas. Te he dicho que hoy cenaremos juntos, así que no hagas que me enfade o será peor.

—Pero era algo que teníamos planeado desde hace mucho tiempo. Era una cena de chicas y tú lo sabías.

—A veces las cosas no siempre salen como uno planea. Además, no entiendo a qué viene eso de «sólo chicas». ¿Qué es lo que pretendéis hacer para que no pueda ir yo?

—Sabes que a mí me encantaría que vinieras, pero ni Yago ni Juan van a ir y quedaría raro que yo me presentara contigo. Sólo vamos a tomarnos un par de copas y a echarnos unas risas —le expliqué zalamera, intentando camelarlo. Realmente yo era la primera que no quería que viniese, porque necesitaba recuperar un poco de mi espacio, de mi tiempo libre, para hacer lo que a mí me diera la gana.

—Sabes que no me gusta que bebas y menos si no estoy yo para cuidar de ti —contestó bajando el tono de voz.

«Querrás decir para impedir que beba y haga algo que te moleste, ¡como el simple hecho de divertirme!, algo que necesito como el aire que respiro, porque hace tanto que no salgo que se me va a olvidar el significado de esa palabra. Cenar con África y Lola significa risas aseguradas, baile desenfrenado y estupideces a discreción, pero eso con Mario no lo puedo hacer —argumenté interiormente con tristeza—. Además, cuando nos conocimos, no pensabas así», le contesté para mis adentros... Sin embargo, lo que dije fue muy diferente.

—Si es ésa la razón por la que no quieres que vaya, te prometo que no beberé y que volveré pronto.

—¿A qué hora vendrás?

—No sé... A la una o las dos de la madrugada como muy tarde.

—Mejor que sea la una, Sara.

—¡Entonces, ¿no te enfadas si me voy?!

—Sólo si pruebas la lasaña antes de irte. Es lo menos que puedes hacer, ya que la he traído para ti.

—Está bien —cedí mientras Mario me servía un trozo de aquel manjar que engullí sin demora para irme lo antes posible. Si me daba prisa aún podía llegar a tiempo, sólo tenía que cambiarme de ropa y listo.

»Deliciosa, cariño, muchas gracias —le dije saliendo disparada a mi dormitorio. Con anterioridad había pensado ponerme un vestido corto sin tirantes que aún no había tenido ocasión de estrenar desde que me lo compré, pero sabía que, si Mario me veía con él, volvería a protestar. Así que me decanté por unos leggins y una camisa de cuadros entallada. Me puse unos zapatos de tacón, cogí mi bolso y, cuando salí, me encontré con una mirada que me escudriñó de arriba abajo desde el sofá, valorando si el atuendo que llevaba era el adecuado. Suspiré aliviada al ver que él no decía nada y me alegré de haberme decantado por eso en vez de por el vestido.

—Estaré de vuelta antes de lo que imaginas —le dije dándole un beso rápido en los labios antes de irme.

Hacía siglos que no nos lo pasábamos tan bien. Llevábamos mucho tiempo sin quedar las tres y, para ser sincera, cuando África lo propuso no lo dudé ni un segundo. Ambiente relajado, risas aseguradas y no sentirme constantemente observada a través de una lupa era lo que más me apetecía. Cuando quedábamos los seis juntos no podía hablar con tranquilidad. Lola apuñalaba a Mario con la mirada cada vez que él abría la boca, aunque nunca le decía nada, pues se mordía la lengua por respeto hacia mí, pero sé que por dentro se la llevaban los demonios. Él lo sabía perfectamente y, dependiendo del día, optaba por provocar un ambiente tenso e irrespirable con su silencio y su desgana o criticar todo aquello que yo bebía, decía o hacía, consiguiendo con eso último que Lola se crispase por completo. O, al menos, yo así lo percibía. Yo, en cambio, casi prefería oírlo protestar a que se callase, resoplase y me mirase con cara de asco. Porque, cuando hacía eso, estaba más pendiente de que se sintiera a gusto que de la conversación con mis amigas. Estaba más pendiente de él que de mí misma, incluso. Sabía que un giro de sus pupilas hacia la derecha quería decir «Vámonos de una puta vez», o que, si comenzaba a hacer crujir las articulaciones de sus dedos, significaba «Me aburro y estoy perdiendo el tiempo con esta panda de gilipollas». O, cuando se frotaba con fuerza las sienes insistentemente, me indicaba «Esto es una tortura y ya no aguanto más, ¿nos vamos?», pero si a la vez expulsaba aire por la nariz, eso expresaba: «Mi paciencia se agota y comienzo a cabrearme», cosa que no era nada difícil que sucediera en cualquier momento. No importaba el motivo, porque posiblemente no lo hubiera, puede que un triste pelo se posase en su hombro sin pedir permiso y Mario lo considerase en ese instante como una ofensa y creyese que todo el planeta conspiraba en su contra. Cuando se ponía así, era mejor responsabilizarse del pelo, afirmar que había sido yo la que lo había puesto ahí, agachar la cabeza, aceptar su mal humor y esperar a que se le pasase lo antes posible mientras me alejaba todo lo capaz que fuese. Por eso, cuando veía que estaba en ese plan, optaba por disculparme ante mis amigas y rechazar su invitación o irnos a casa con cualquier excusa. Porque, con su actitud, no sólo conseguía amargarme la vida a mí, sino que también lograba hacerlo a todo el que nos acompañaba. En esas ocasiones tenía que hacer verdaderos esfuerzos. Por una parte, debía disimular ante mis amigas que me lo estaba pasando bien, pero fingir que me dolía la cabeza o que estaba cansada y, a la vez, debía hacer todo lo posible por contentar a Mario y que cambiase de humor. Al principio lo conseguía fácilmente, tan sólo debía sentarme en sus rodillas y morderle el lóbulo de la oreja mientras le susurraba: «Si mi pequeño gruñón cambia esa cara, te prometo que, cuando nos vayamos, dejaré que me lleves donde tú quieras y consentiré que hagas con mi cuerpo lo que tú consideres»; eso siempre me funcionaba. Sabía cuánto lo excitaba mi proposición y que él accedería tan sólo por hacerlo en un baño público, en los probadores de una tienda, en un parque o incluso en un rincón de una discoteca llena de gente. Llegué a pensar que, a través de su juego, siempre conseguiría dominarlo; lo que nunca imaginé fue que sería él quien me sometería a su voluntad poco a poco. Porque cada vez me gustaba más sentir sus manos sobre mi piel. La manera que tenía de tocarme cuando lo hacíamos en lugares públicos o cuando me subía sobre los ocho centímetros de tacón rojo no era para nada igual que como cuando lo hacíamos en casa y sin zapatos. Creo que logró instaurar en mí una necesidad que jamás había experimentado antes. Me hizo creer que, si yo le daba todo lo que él consideraba que le correspondía, él liberaría en mi cuerpo todo ese torrente de hormonas que yo tanto deseaba sentir. Esa reacción química entre estrógenos, adrenalina y endorfinas que conseguirían despertar mis terminaciones nerviosas e inducirme al tan deseado para mí, y difícil de alcanzar, orgasmo. La cuestión es que muchas veces conseguía fusionarlas en el momento adecuado y de la forma correcta para que yo sintiera esa explosión interior de la que hablaban África y Lola. Aunque otras muchas provocaba el efecto contrario. He llegado a pensar que, en esas otras ocasiones, Mario era perfectamente consciente de mi insatisfacción e interiormente se recreaba al saber que poseía ese control sobre mí. Incluso creo que a veces se dejaba llevar sabiendo que yo aún no estaba a punto tan sólo para dejarme a mí con las ganas. Estas ocasiones eran después de una discusión o cuando yo me rebelaba, y creo que dejarme a mí con esa insatisfacción lo hacía disfrutar. Consiguió que yo dependiera de él y, lo que es peor, que yo cambiara mi forma de ser para adaptarme a sus exigencias y me comportara según su estado de ánimo. Y por eso aquella noche era tan importante para mí, porque por una vez desde hacía mucho tiempo necesitaba volver a ser yo misma. Una Sara a la que estaba olvidando por momentos. Una Sara de la que Mario se estaba encargando que desapareciera, anulándola por completo.

Así que, cuando mi teléfono sonó a las doce y media, me negué a descolgar y lo silencié. Y cuando a las doce y cuarenta vibró en mi bolso, lo ignoré, y eso provocó que, a la una y cinco, Mario entrara por la puerta de El Cultural con cara de pocos amigos. Cuando nuestras miradas se cruzaron, el corazón se me paró por un instante. Mi primera intención fue vaciar el contenido de mi copa en las de mis amigas, pero ya era demasiado tarde, así que cogí aire e intenté capear la tormenta de la mejor forma posible. A fin de cuentas, me lo había buscado al no responder a sus llamadas.

—Hola, chicas —saludó al sentarse con una sonrisa que yo sabía que no era real—. Te he estado llamando, cariño —dijo acercándose a mi cuello e hincando sus dientes a modo de advertencia en el lóbulo de mi oreja.

—¡¿Ah, sí?! Perdona, no lo he oído —contesté bajo la atenta mirada de mis amigas, disimulando la sensación de dolor.

—¿Cómo tú por aquí, Mario? Se supone que hoy es noche de chicas —le soltó Lola, bebiendo de su copa con chulería y fulminándolo con la mirada.

—Sí, ya lo sé. Salí a dar una vuelta, fui al bar de un amigo y ahora me iba para casa. Por eso te llamaba, Sara, para ver si querías que te acercase.

—Acabamos de pedir —respondió Lola por mí.

—Malibú con piña, si no me equivoco. Pensé que teníamos un acuerdo —exclamó mirándome con frialdad, frotándose la sien mientras expulsaba aire por la nariz.

No cabía duda de que estaba cabreado, no había más que verlo.

Me encontraba en el punto de mira. Sabía que si Mario había ido hasta allí no era precisamente para compartir un rato agradable con nosotras y que, si no hacía algo al respecto, no guardaría las apariencias por mucho más tiempo. Yo me negaba a reconocer ante mis amigas lo difícil que me resultaba permanecer a su lado y que pensaba que estaría mejor sola que en mala compañía, como me dijo una vez África. Pero ya sabía lo que era estar sola, ya sabía lo que era desear con todas mis fuerzas estremecerme entre los brazos de un hombre que no existía, y ahora que lo tenía me negaba a ver lo evidente: que sus brazos tenían un precio demasiado elevado y que no siempre merecían la pena.

—Es de África. Se lo ha pedido porque tenía un antojo, pero luego se ha sentido culpable y me lo he tenido que beber yo.

Era la primera vez que le mentía delante de África y Lola, pero la situación lo requería. Ya me ocuparía más tarde de explicarles a ellas el porqué de esa excusa. Mario miró a África con recelo, pero ésta, aunque no salía de su asombro, me siguió la corriente.

—Esta niña se ha enterado de que hoy teníamos reunión de chicas y se nos ha querido unir. Creo que me va a salir peleona, porque no veas lo difícil que es resistirse a sus peticiones. El otro día tuve antojo de encurtidos y ahí me tenías, a las dos de la madrugada, con un bote de pepinillos en vinagre frente al televisor —dijo lo más convincente que pudo mientras Mario no me quitaba ojo.

—¿Y hoy te ha pedido Malibú, no? —soltó Mario con ironía.

—Así es, pero no se lo digas a Juan o la castigará de por vida antes de nacer —bromeó riéndose, mientras cogía mi copa y le daba un trago.

—En fin, nosotros nos vamos —anunció hablando en plural y sin preguntarme siquiera lo que quería hacer.

—¿Cómo que os vais? —espetó Lola—. Sara, ¿tú también te vas?

—Sí. No me había dado cuenta de la hora y ya es tarde. Ya hablaremos, ¿vale?

—Como quieras —respondió Lola decepcionada, cruzándose de brazos mientras Mario se despedía triunfante.

Aquella noche pensé que lo iba a oír gritar, que se iba a enfadar como nunca, pero su indiferencia total me dolió mucho más que su posible bronca. Intenté disminuir la tensión calzándome los zapatos de tacón rojos que a Mario tanto le gustaban; me presenté frente a él tan sólo con ellos puestos. A pesar de ver su frialdad, de su apatía, me acerqué y procuré que me perdonara por algo que en realidad no llegaba a comprender muy bien, pues desconocía cuál era el motivo de su enfado exactamente. No entendía qué problema había en que saliese con mis amigas o que bebiera, pero, aun así, insistí porque no me gustaba notar esa tensión entre ambos. Me arrodillé entre sus piernas y comencé a desabrocharle el pantalón mientras él no apartaba los ojos de la televisión.

—Sara, no estoy de humor para esto —me espetó con brusquedad.

—Perdóname, cariño; sé que te he fallado, te prometí algo que luego no cumplí y sé cuánto te duele eso. Pero me lo estaba pasando tan bien que perdí la noción del tiempo —dije con voz melosa, mientras mis manos se sumergían dentro de sus bóxers.

—No es sólo eso, Sara —contestó apartando con rudeza mis manos de su entrepierna—. Lo que no soporto es que me mientas y que, encima, pretendas hacerme creer que no oías el móvil o, lo que es peor, que te rías en mi cara delante de tus amigas —me vomitó al ver mi cara de desconcierto—. ¡¡No me mires con esa cara!! ¡¿O te crees que me he creído que el Malibú era de África?! Por Dios, Sara, que no nací ayer —añadió poniéndose de pie y mirándome desde arriba con repugnancia—. Estoy muy enfadado, Sara, así que deja de hacer el ridículo, quítate los zapatos y vístete. Creo que lo mejor será que me vaya.

Me miró de tal manera que consiguió hacerme sentir que no era merecedora de su cariño. Aquella noche Mario creó una lista de sentimientos desagradables y cada vez iba añadiendo uno nuevo. Esa noche me sentí más desnuda de lo que estaba... me sentí vulnerable, sucia, culpable y diminuta. Jamás me había hecho sentir así cuando me alzaba sobre los ocho centímetros de tacón, sino todo lo contrario. Cuando me ponía esos zapatos, era como si la mismísima diosa del deseo se presentase ante sus ojos o, al menos, hasta ese día. Así era como me sentía yo cuando me miraba de esa forma que tanto me gustaba y que nunca nadie había utilizado conmigo.

—Lo siento, lo siento de verdad. Te prometo que no lo volveré hacer —le supliqué tirando de su mano, intentando que se volviera a sentar y rogándole entre lágrimas que no se fuese porque lo que más necesitaba en ese momento era volver a ver esa mirada de deseo en su rostro.

—No me creo ya ninguna de tus promesas; para mí, tu palabra ya no tiene ningún valor. No es la primera vez que me mientes, Sara, y estoy seguro de que no será la última.

—Por favor, Mario, quédate; haré lo que tú quieras.

—¿Lo que yo quiera? —preguntó maquinando algo en su cabeza que jamás hubiera imaginando.

—Sí, lo que tú quieras. Sabes que no soporto que nos enfademos.

—Está bien. Quiero que dejes de ver a tus amigas.

—¡¿Qué?! No me puedes pedir eso, sabes que ya apenas las veo porque no aguantas a Lola, pero que deje de verlas por completo...

—¡Has dicho lo que quiera! ¿Ves como no puedo confiar en ti? ¿Ves como me demuestras una y otra vez que una promesa tuya no vale nada? Me engañas continuamente, siempre estás inventando excusas, y eso es ofensivo.

—Tal vez no te engañaría si no censurases cada uno de mis actos —susurré bajando la cabeza, derrotada y pensando que no me oiría.

—¡¿Qué has dicho?!

—Nada —balbucí temerosa, con los nervios contenidos en mi garganta.

—¿Has dicho que yo censuro tus actos? Lo que me faltaba por oír —exclamó enfadado, levantándose del sofá de nuevo—. ¿Y no te has preguntado alguna vez por qué lo hago? Si te digo que no bebas es porque, cuando lo haces, pierdes el control, Sara, y haces el ridículo si no estoy yo para impedirlo. Estoy seguro de que, si no lo hiciera, te frotarías con cualquiera bailando. Créeme, lo veo todos los sábados en el bar de Jaime. Mujeres enfundadas en sus microscópicos vestidos esperando agarrarse al mejor mástil y luego... ¿Para qué? Para nada. Porque lo único que pretendían era calentar al personal o, como dicen ellas, echar unas risas y pasar un buen rato. Pero los hombres tenemos otro concepto completamente diferente de pasar un buen rato y, cuando propones echar un polvo después de que han estado a punto de comerte la boca, aun encima se sienten insultadas y te tratan de obsceno o, lo que es peor, de salido. Así que no me cuentes historias de lo que haces cuando sales con tus amigas a echar unas risas, porque lo veo cada fin de semana. Y más cuando vas con Lola, que estoy seguro de que te intenta endosar al primer pringado de turno. Creo que son una mala influencia para ti, Sara. No te das cuenta de que lo único que pretenden es que nos separemos.

Yo me quedé sin palabras al escuchar el desprecio con el que me hablaba. No entendía por qué teníamos que terminar siempre nuestras discusiones hablando de mis amigas y concretamente de Lola. Pero, aunque las preguntas se agolpaban en mi mente, no dije nada porque las palabras se negaban a salir. Me dolió tanto lo que me dijo y, sobre todo, cómo lo dijo, con esa mirada fría y siniestra, que me quedé paralizada a sus pies, contemplando cómo se ponía de pie y se abrochaba el pantalón.

—No me mires así, Sara, no eres tan santurrona como pretendes hacerme creer. Sois todas iguales, un nido de serpientes y, tu amiga Lola, es la peor —sentenció cerrando la puerta de golpe tras de sí.

 

* * *

 

Yo me quedé atónita al oírle decir eso. Pero ahora entiendo lo que quería lograr con sus palabras. Poco a poco me iba lavando el cerebro, iba consiguiendo que yo empequeñeciera y que, de esa manera, pensase que era yo la que lo hacía enfadar, que era culpa mía que él se comportara como un auténtico ogro, porque era yo la que provocaba ese comportamiento. Y eso lo conseguía... porque siempre, después de una discusión, me llegaba al trabajo un enorme ramo de flores que me ablandaba el corazón y me convencía de que, si se comportaba así, era porque me quería demasiado y no soportaba estar separado de mí. Así que, cada vez más, me esforzaba con ahínco en cumplir sus peticiones para que míster Hyde no apareciera. Ahora me doy cuenta de que, con mi actitud, cada vez añadía un ingrediente más a su poderosa fórmula para que Hyde permaneciera a mi lado por más tiempo y ejerciera mayor poder sobre mí, pienso entre sueños.