CAPÍTULO 10
Es lunes y, aunque he pasado una noche infernal porque los recuerdos no dejaban de colarse en mi cabeza, cuando el despertador ha comenzado a sonar no lo he dudado ni un segundo y me he levantado al primer pitido. Al ponerme de pie, me siento agotada, las piernas me pesan una tonelada y tengo la sensación de cargar el peso de otra persona sobre mi espalda. Así que a duras penas arrastro los pies hasta la ducha, donde decido abrir el grifo del agua fría y entro sin pensármelo dos veces. Cuando el agua humedece mi piel, es inevitable aguantar la respiración y comenzar a dar saltos mientras las gélidas gotas se clavan en mi cuerpo como millones de diminutas agujas. Es una tortura soportar la temperatura que siento y tengo que concentrarme en respirar para olvidarme de la rigidez de mis extremidades. Pero sé que es la única forma de espabilarme antes de ir a trabajar y eliminar ese peso sobre mi espalda. Cuando al fin salgo de la ducha, me envuelvo rápidamente en una toalla y comienzo a recuperar el calor necesario para apreciar los dedos de los pies. Camino hasta la cocina y me preparo un café bien cargado para despejar la mente. Después busco entre mi ropa algo que ponerme. Un vestido ajustado abotonado de arriba abajo en un lateral y cerrado de cuello. Tal vez demasiado corto para Mario, y que censuraría para ir a la oficina, pero él ya no está en mi vida y hoy es la prenda que necesito, pienso añadiendo los complementos necesarios. Me aplico un poco de maquillaje para disimular la tristeza y me contemplo en el espejo para comprobar mi aspecto. Hoy necesito verme guapa, algo que no consigo desde hace tiempo. Me parece tan lejana esa época que casi la tengo olvidada, pero deseo recuperarla con todas mis fuerzas. Así que hoy, aunque esté podrida de dolor por dentro y lo único que me apetezca sea enterrar mi cuerpo bajo las sábanas, debo pasar página, así lo he decidido y debo mantenerme firme en mi decisión. Es la mejor forma de afrontar esta situación. Aunque no me sienta tan resplandeciente como aparenta la imagen que veo reflejada, me ayuda a encontrarme mejor y más segura de mí misma. Mientras he estado con Mario no me he permitido ponerme esta clase de ropa. Aunque nunca he dejado de vestir bien, no le gustaban aquellas prendas en las que se transparentaba mi ropa interior a través de la fina tela de una camisa, se dibujaba mi silueta debido a lo ajustado que era un vestido o se veía más carne de lo estrictamente necesario, como decía él. Poco a poco mi forma de vestir se fue adaptando a lo que era correcto para él, sin que yo renunciara al gusto por la moda. Así que en mi armario fui arrinconando prendas como las que llevo hoy. No es que vaya llamando la atención como lo haría Lola, pero siempre me ha gustado la moda y los complementos; son mi debilidad. Y eso es lo que me ha permitido no perder la cordura en este tiempo. Había ocasiones en las que me compraba prendas aun sabiendo que luego no me las iba a poder poner y las escondía porque eso me hacía sentir que recuperaba parte de mi vida anterior. Interiormente he llegado a pensar en mi forma de vestir como en un disfraz para ocultar lo que realmente soy, algo que me permitía salir a la calle ocultando cada una de las inseguridades que padezco. Mi problema es que siempre me ha importado más la opinión del resto del mundo que la mía propia y he cedido tantas veces para que los demás se sientan a gusto que he dejado de escucharme a mí misma hasta llegar al punto de perder mi voz interior. Por eso, desde hace algún tiempo, me camuflo con el entorno e intento pasar lo más desapercibida posible, como hace un camaleón. Pero ahora más que nunca necesito decir al mundo que Sara ha vuelto y que estoy aquí, le pese a quien le pese. En eso medito mientras me pongo los zapatos de tacón. Pero al salir al rellano y pasar frente a la puerta del que antes era el piso de Mario, esa seguridad se va esfumando y, mientras salgo del garaje, se pierde por completo cuando al doblar la esquina me parece ver por el espejo retrovisor la moto de mi ex. Conduzco con la respiración agitada y continuamente miro por el retrovisor, pero no vuelvo a ver la moto, así que me digo a mí misma para tranquilizarme que son fantasmas en mi cabeza. Aun así, no lo consigo porque siento su mirada tras mi espalda continuamente y esa sensación me aterra.
Cuando al fin entro por la puerta de la oficina, me calmo al ver a Mateo a través del cristal de su despacho, tras su mesa, y a Javier hablando con él. Ambos me saludan con un movimiento de cabeza, mientras me observan más de lo estrictamente necesario hasta que ocupo mi lugar. Nada más sentarme, recibo un wasap de Lola.
Lola: No hagas planes después de trabajar; te pasaré a buscar y nos iremos a tomar algo.
Sara: No sé si me apetece hacer nada.
Lola: Entonces haremos «nada» juntas y no hay más que hablar.
Al leer eso, confirmo lo que Nieves me dijo, que soy afortunada al contar con ellas. Después me doy cuenta de que es con Lola con la que hablo y que es imposible que le haga cambiar de opinión, lo que ella dice va a misa. Así que termino accediendo a lo que sea que tiene pensado.
Sara: Está bien, nos vemos luego.
Lola: Así me gusta.
Leo su respuesta mientras enciendo el ordenador e intento centrarme en el trabajo, pero justo cuando voy a enfrascarme en mis quehaceres metiendo la cabeza entre mis papeles, hace su aparición Samira. Saluda como de costumbre a Mateo y a Javier, con un aleteo de pestañas y una sonrisa resplandeciente. Ellos se la devuelven mientras la desnudan con la mirada. Yo suspiro mirando al techo al ver todos los días la misma escena.
—¿Por qué haces eso? ¿Por qué coqueteas con ellos si no te interesa ninguno de los dos?
—No lo sé —reconoce encogiéndose de hombros—. Que no me interesen ahora no quiere decir que en un futuro siga siendo así. Además, ya sabes que no me gusta cerrar ninguna puerta —me contesta sin dejar de mirarme de arriba abajo—. ¿¡Qué es lo que te ha sucedido este fin de semana!?
—Nada, ¿por qué lo dices?
—Por Dios, Sara, eso díselo a esos dos que están ahí dentro sin dejar de observarnos como dos lechuzas —susurra de espaldas a ellos y con un leve gesto de cabeza—. No hay más que verte para saber que algo ha ocurrido. Tu forma de vestir ha cambiado de la noche al día y tengo que decir que a mejor. Sin embargo, tu expresión no dice aquello que intenta decir tu ropa. Tienes un aspecto horrible, Sara.
—Gracias, Sam, muchas gracias por el cumplido.
—De nada. Ya sabes que a mí me gustas de todas formas, pero hoy concretamente estás hecha unos zorros, Sara. Y eso que ese vestido te queda de infarto —añade sin quitarme ojo.
—No he tenido un fin de semana muy bueno, la verdad.
—Y eso... ¿qué ha pasado? ¿Os habéis vuelto a pelear Mario y tú?
—Más o menos.
—Ves, eso te pasa por empeñarte en estar en el lugar incorrecto para ti —afirma convencida—. Pero seguro que dentro de nada llegará un repartidor con un ramo de flores estupendo y todo volverá a ser como antes.
Y dicho y hecho. Justo en ese momento llega el típico ramo de flores de Mario; un ramo de rosas espectacular. Las dos nos miramos, pero, cuando el chico va a entregármelas, las rechazo.
—No las quiero. Llévatelas.
—¿Cómo que no las quieres? Pero si son preciosas —exclama Samira, sorprendida.
—No. No las quiero. Siento haberte hecho venir hasta aquí para nada, pero no quiero las flores —le aseguro al repartidor, que no sabe qué hacer con el ramo.
—¡Pero ¿ni siquiera vas a leer la nota?! —me regaña Samira.
—Ya sé de quién son, y no me interesa nada de él.
—Bueno, eso no es asunto mío; lo que hagas con ellas es cosa tuya, como si quieres tirarlas, pero yo te las tengo que entregar, en eso consiste mi trabajo —comenta el repartidor.
—No, no las voy a coger. Llévatelas y, si en un futuro te encarga otro ramo la misma persona, te puedes ahorrar el viaje.
—Está bien, como tú quieras, pero al menos fírmame la hoja de entrega.
Firmo el papel y el chico sale.
—Algo muy gordo ha tenido que pasar este fin de semana —dice acercando la silla a mi mesa—, así que ya me estás contando con pelos y señales qué es lo que ha ocurrido.
Antes de que yo pueda responderle, suena el teléfono de mi mesa.
—¿Sí?
—¿Ni siquiera vas a aceptar un regalo? —Oír su voz me paraliza por completo y no atino a contestarle, así que él continúa hablando—. Sara, sé que he metido la pata hasta el fondo. Esta vez he traspasado el límite y no veas cuánto me arrepiento, pero necesito que me perdones. Sabes que te quiero y que no soporto estar lejos de ti. Si nos separamos, me volveré loco. —«Ya lo estás», sentencio mentalmente—. Dime que me perdonas, necesito saber que todo va a volver a ser igual que antes.
«¿Antes? ¿Antes de qué? ¡¿Antes de que me encerrases en casa para impedir que saliera con mis amigas¿! ¡¿Antes de que controlases todas mis llamadas, mis mensajes y mis redes sociales?! ¡¿Antes de que quisieras convertirme en un clon de Daniela?! ¡¿O simplemente antes de que ella optase por salir de tu vida y tú arruinases la mía?!», pienso con rabia, aunque sólo atino a decir:
—Lo siento, Mario, hace tiempo que ya nada es igual que antes. —Y cuelgo.
El teléfono vuelve a sonar, pero esta vez descuelgo y acto seguido vuelvo a colgar.
—¡¡¡Primero el vestido y luego esto!!! —exclama Samira, abriendo los ojos como platos.
A ella siempre le ha gustado Mario, tanto como ella a él. De hecho, si no llega a ser porque Mateo acaba de salir de su despacho y nos ha recordado que, para hablar, tenemos la cafetería, porque aquí se viene a trabajar, me hubiera preguntado de nuevo qué es lo que ha sucedido. Pregunta de la cual no voy a librarme tan fácilmente. Y esa idea hace que me transporte a cuando ella y él deseaban hacer un sándwich, siendo yo el relleno.
* * *
Sé que hubo un tiempo en el que Mario intentó algo con Sam, pero a ella no le interesaba éste. A ella siempre le he atraído yo. Eso es lo que creían mis amigas y es lo que Sam me confirmó después de la tarde que nos quedamos atrapadas en el ascensor las dos solas.
Fue cuando Samira y yo comenzábamos a llevarnos bien y Lola por fin había decidido vivir con Yago. Llevaba en la oficina varios meses y doña globos aerostáticos, que era como la llamaba yo antes, se preocupaba más de menear su culo de un lado a otro que de hacer bien su trabajo. En cuanto Samira hacía su aparición, el buitre leonado y el cóndor de los Andes levantaban sus cabezas y la divisaban desde sus mesas sin perder detalle, haciendo un recorrido minucioso por cada una de sus curvas, como de costumbre. Ella encaja con el perfil de la típica secretaria que sale en las películas, que pretende quedarse para hacer horas extras en privado debajo de la mesa del jefe. Hasta que éste la llamó a su despacho. Conociendo a Mateo, estoy segura de lo que le dijo... «Seamos francos, Samira; me encanta ver cómo meneas tu trasero de un lado a otro. Eres como una bonita pieza de museo que uno no se cansa de mirar, pero te contraté para que ayudases a Sara, porque creo que tienes potencial. Aunque, si prefieres hacer un desfile de modelos, hay diversas agencias que seguramente estarían interesadas, pero aquí se viene a trabajar.» Y es que, nos guste o no, nuestro jefe no se anda con rodeos. Sam nunca me ha dicho lo que aquel día le dijo Mateo, pero su actitud cambió por completo. A partir de ese momento dejó de mirar el móvil constantemente y yo dejé de repetirle las cosas ochenta veces. Tengo que reconocer que, una vez que se sienta en su mesa y se centra, es una máquina. Pero es despegar su trasero de la silla y contonearse como un flan de gelatina, tanto su cuerpo como su cerebro.
Aquella tarde fue un caos en la oficina y Sam y yo debimos quedarnos para terminar unos informes. Yo había llamado a Mario para avisarlo de que me tenía que quedar trabajando y que lo más probable era que no nos viéramos, ya que él trabajaba de tarde. Así que, cuando me propuso tomar algo mientras bajábamos en el ascensor, me pareció una idea estupenda. Mario aún no vivía conmigo y nadie me esperaba, así que no había problema. Pero justo cuando tan sólo nos quedaban dos pisos para llegar abajo, el ascensor decidió quedarse colgado. Los servicios de emergencia nos dijeron que iban a tardar, así que, después de un rato, nos sentamos en el suelo una frente a la otra.
—Siento haber borrado los archivos y haber retrasado así los informes que debíamos entregar.
—No pasa nada. Lo importante es que ya lo hemos solucionado.
—Sí, pero al final nos hemos tenido que quedar dos horas más para recuperarlos y todo por mi culpa. No veas la rabia que me da.
—Bueno... le puede pasar a cualquiera. No te preocupes.
—Menos mal que Mateo está de viaje, porque, con la mala uva que gasta, si se llega a enterar, me pone de patitas en la calle.
—Conociéndolo, no me extrañaría.
—Es un amargado, siempre anda chillando. A ése lo que le hace falta es un buen polvo para recuperar la sonrisa.
«Y tú eres la que se lo va a proporcionar», pensé antes de que ella misma me lo confirmara.
—Yo misma le haría el favor, pero en estos momentos... no es mi tipo y eso que enrollarse con tu jefe tiene su puntillo, pero me gusta más otra persona.
—¿Quién? ¿Javier? ¡¡Buah!! Pues con las ganas que te tiene... como se enteré, no se despegará de ti ni con una espátula.
—No, Javier no —respondió tajante, mirándome directamente.
—Pues como no estés pensando en los de las oficinas de al lado, ya no sé quién puede ser —respondí, ingenua de mí.
—No, tampoco me interesa nadie allí, aunque Jorge está como un queso, eso hay que reconocerlo.
—Pues estoy perdida.
—Sara, mis preferencias son diferentes. ¿En serio no te lo imaginas?
—¿Cómo diferentes? No entiendo a qué te refieres.
—Me refiero... —dijo algo nerviosa y pensativa—. Mira, para que me entiendas, si tuviera que elegir entre Mateo y tú, te elegiría a ti.
—¡Eeeh! ¿Me estás diciendo que te gustan las mujeres? —le pregunté directamente, desconcertada—. Nunca lo hubiera imaginado. Siempre he pensado que te gusta Mateo.
—A ver cómo te lo explico, Sara. A nadie le amarga un dulce, pero si puedo elegir... —sugirió acercándose a mí. Yo, al ver sus intenciones, pegué todo lo que pude mi espalda contra la pared del ascensor y estoy segura de que, si tuviera un poco más de fuerza, hubiese abollado la chapa para evitar lo que creía que iba a pasar, pero, por una vez, la diosa fortuna se apiadó de mí y el servicio técnico se oyó al otro lado.
—¿Se encuentran bien? En un par de minutos las sacamos de ahí.
—Sí, estamos bien —contesté, más desesperada de lo que quería sonar, poniéndome de pie. Samira se retiró al otro lado y ninguna de las dos mencionamos nada al respecto.
En cuanto los del servicio técnico abrieron las puertas, me despedí poniéndole la excusa de que había recordado que tenía algo urgente que hacer y aceleré el paso hasta entrar en mi coche. Lo primero que hice nada más cerrar la puerta fue contárselo a mis amigas.
Sara: Nos os vais a creer lo que me acaba de pasar.
Lola: Dime que te has liado con el macizorro de tu jefe y le das la patada a Mario.
Sara: No.
Lola: Qué decepción. Al final me voy a rendir, y eso será mucho peor.
Sara: Samira, mi nueva compañera de trabajo.
Lola: ¡¡¿No me digas que ella te ha hecho cambiar de idea?!! ¡¡Dios, la voy a poner en un pedestal!!
África: Por favor, cállate ya, Lola, que, si no, no lo cuenta.
Sara: Es lesbiana.
Lola: ¿Te lo ha confirmado?
Sara: Sí, me lo ha dicho ella. Aunque realmente creo que no hace ascos a nada.
Lola: ¿Cómo que te lo ha dicho ella? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Sara: Nos hemos quedado encerradas en el ascensor y, no sé cómo ni por qué, me lo ha soltado. No entiendo por qué me lo ha dicho. ¡Tampoco tenemos tanta confianza!
Lola: ¡Buah, Sara! A ésa le gustas.
Sara: ¡¡Pero qué dices!!
Respondí al leer aquello que yo misma lo había pensado después de lo del ascensor, pero que, al decirlo Lola, me pareció una locura.
Lola: Te lo digo yo. No hablas de tu sexualidad tan abiertamente si no es porque quieres dejar las cosas claras de lo que te interesa.
África: Tú sí lo haces.
Lola: Yo soy una especie única y sin catalogar.
Sara: Creo que me ha intentado besar.
Lola: ¡¡¿Qué?!! ¡Veis! ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! Si es que siempre tengo razón.
África: Madre mía, Sara, esto no nos lo puedes contar así. Tenemos que quedar.
Miré el reloj y, como aún era pronto, decidí que era lo mejor. Después de todo, Mario salía tarde, así que, para cuando él llegase a su piso, yo ya estaría en casa. Y necesitaba despejar mis dudas y quién mejor para ello que mis amigas.
Sara: Está bien, en El Cultural dentro de quince minutos.
África: Ok, allí estaremos.
Lola: Yo igual tardo un poco más, pero ir, voy.
Y justo cuando terminé de leer lo que Lola había escrito, recibí un wasap de Samira.
Samira: Sara, perdona si te he violentado. Me hubiera gustado contártelo de otra manera o incluso darte una explicación a lo que sabemos que hubiera pasado si no hubiese llegado el servicio técnico, pero has salido tan deprisa que no me has dado oportunidad de explicarme. En fin. Sólo quería decir que lo siento. Espero que esto no complique nuestra relación en la oficina, ahora que comenzábamos a entendernos.
Sara: No te preocupes, no pasa nada. Es sólo que no me lo esperaba.
Samira: Normalmente no hago así las cosas; para hacer esto me lo pienso mucho, pero no sé si ha sido estar en un sitio tan reducido durante tanto rato, el calor que allí se estaba concentrando o qué, pero me he dejado llevar. Puede que no me creas porque en la oficina aparento todo lo contrario, pero es cierto. Sólo actuó así con los hombres.
Sara: De verdad, Samira, no te preocupes.
Samira: Vale, pero igualmente me gustaría poder explicarme para que me entiendas. Mañana, si quieres, conversamos más tranquilas.
Sara: No. Preferiría no hablar sobre el tema. Te entiendo, has tenido un impulso que no has podido controlar. Le pasa a mucha gente, pero ya está. Olvidémoslo y sigamos como hasta ahora. Como has dicho, comenzamos a entendernos en el trabajo y quiero que siga así, por eso te pido que olvidemos lo que ha sucedido hoy, ¿vale?
Samira: Está bien. Hubiera preferido poder hablar sobre esto con calma, pero, si tiene que ser así, así será. Mañana nos vemos... y lo siento de verdad.
Sara: Gracias y hasta mañana.
Justo al aparcar, me sonó el WhatsApp.
Mario: ¿Ya estás en casa?
Ni por asomo le iba a decir que había quedado con las chicas. «Éste es capaz de presentarse aquí», pensé mientras tecleaba mi respuesta.
Sara: Estoy aparcando.
Escribí eso pensando que de ese modo tampoco le estaba mintiendo.
Mario: Yo llegaré más tarde de lo que pensaba, hoy tenemos mucho jaleo aquí, así que dormiré en mi piso.
Al leer su mensaje me entraron ganas de bailar la danza de la alegría alrededor del fuego como los arapahoes, y no tardé en contestar.
Sara: Ok, no te preocupes, mañana nos vemos.
Mario: Hasta mañana, entonces.
Sara: Hasta mañana.
No podía creer lo que esa noche me estaba sucediendo. Por una vez, la diosa fortuna se había acordado de mí y la velada me estaba saliendo redonda. Eso me decía entrando en el bar, dispuesta a tener una charla con mis amigas, relajada y tranquila. Pocos minutos más tarde llegó África, a quien ya se le empezaba a notar la barriga.
—¿Has pedido? —me preguntó desde la barra con un gesto.
—Sí —respondí levantando mi Coca-Cola—. ¿Cómo te encuentras? —quise saber cuando llegó a mi lado.
—Pesada y cada vez más gorda —comentó ajustándose la camiseta para que contemplase cómo había crecido su tripa y, sin poder contenerme, le acaricié la redondez de su abdomen—. Juan no hace más que insistirme en que debo ir pensando en bajar el ritmo porque llego a casa agotada y eso que ahora sólo trabajo por las mañanas.
—Juan tiene razón. África, en estos momentos debes cuidarte.
—¡¡Otra igual!! ¡Por Dios, que no soy de cristal! —soltó resoplando mientras levantaba las manos hacia arriba.
—Nadie ha dicho eso.
—Pues te juro que a veces me da esa sensación. Por una parte está mi madre... «Tienes que hacer una dieta más equilibrada, África, o te pondrás como una foca y luego no habrá manera de quitarte esos kilos. Además, si no te cuidas, tendrás un tocino en vez de una hija y te tendrán que hacer cesárea», me dice. —No pude evitar reírme, porque lo de Marta es exagerado, pero a África no le hizo ninguna gracia y censuró mi risa con una mirada estilo Lola que todavía me hizo más gracia. Así que, dándose por vencida, continuó diciendo—: ¡Y Juan! Otro que me tiene frita, a veces le da miedo hasta echar un polvo, no vaya a ser que le haga daño a la criatura. Te acuerdas de ese chiste en el que el bebé, al nacer, le da unos golpecitos en la frente al padre y le dice: «¿A que jode?» —me contó entre risas, golpeándome la frente—, pues creo que Juan piensa que Alma le va a hacer eso, porque, mientras lo hacemos, no para de preocuparse y te juro que tengo más ganas que nunca de echar un polvo salvaje. Me doy miedo, Sara, estoy más salida que Lola y eso es preocupante —añadió sin parar de reírse.
—Eso son las hormonas. Y sabes que tu madre y Juan sólo se preocupan por vosotras, es normal —le dije intentando calmarla.
—Pues, si se preocuparan un poquito menos, no nos pasaría nada. Por primera vez creo que ambos se han compinchado para hacerme la vida imposible —comentó hastiada—. Te juro que, cuando has comenzado a contar lo que te ha sucedido, se me ha abierto el cielo y he pensado «por fin puedo mantener una conversación normal, como una mujer normal, y no como una futura mamá», por eso he dicho de quedar. No es que me queje, pero últimamente todas las conversaciones giran en torno a mi futura maternidad, los preparativos que eso conlleva y el cómo me va a cambiar la vida a partir de ahora y, la verdad, estoy un poco hasta la peineta. Cuando llegue, llegará, y lo disfrutaré o me agobiaré entonces, no ahora.
—Te noto un poco... como lo diría yo... ¿irritada? —le pregunté con ironía.
—Muy irritada, diría yo. Estaba en casa de mis padres porque mi madre se ha empeñado en que fuese a ver no sé qué cosa que le había comprado a la niña, pero no le he hecho ni caso porque me satura, Sara; últimamente me satura.
—¿Y cuándo no lo ha hecho?
—Pero ahora más que nunca, y lo peor es que tiene el apoyo de Juan.
Justo en ese momento Lola se dejó caer sobre los cojines, con su copa en la mano.
—¿A qué hemos venido, a hablar de hijos y embarazos o vamos a hablar de algo realmente interesante?
—De algo realmente interesante —respondió África, entusiasmada.
—No te ofendas, gordi, pero hoy el Chucho la ha dejado salir de casa y tenemos un tema muy importante que tratar —soltó sin quitarme ojo.
—Primero, Mario no me impide salir de casa —mentí— y, segundo, deja de llamarlo así.
—Lo siento, Sara, es la costumbre.
—Pues no me gusta.
—Está bien, tienes razón y lo siento, pero no hemos venido aquí a hablar de Mario, ¿no? —dijo recalcando su nombre, antes de dar un sorbo a su copa.
—No —respondió África frotándose las manos.
—Pues desembucha de una vez, que estamos ansiosas por saber. ¿No lo ves? —comentó mirando a África.
Yo comencé a relatarles lo sucedido y lo que posteriormente me dijo Samira por WhatsApp.
—No es por nada, pero te lo dije. Está loquita por tus huesos —comentó Lola chocando de forma cariñosa nuestros hombros—. Y fíjate que hasta me atrae la posibilidad de que te líes con ella, si eso consigue que recuperes la cordura y dejes de una vez por todas al Chucho —comentó pensativa.
—¡Lola! —la reñí por volver a llamar a Mario de ese modo.
—Lo siento, lo siento... —dijo alzando los brazos— Es la costumbre. Quería decir... Mario.
—No voy a liarme con Samira. De hecho, ya le he dicho que no quiero volver a hablar del asunto.
—Haces bien, Sara. Tú tienes clara tu sexualidad, lo que te gusta. No hace falta probar ciertas cosas para saber que no te van a agradar —intervino África.
—Cierto, pero a veces te puedes llegar a sorprender de lo que una mujer puede conseguir que sientas. —Al decir eso, las dos miramos a Lola inquisitivamente.
—¿Qué es lo que quieres decir? ¿Acaso lo has probado y no nos lo has dicho? —planteó África, ávida de información.
—En mi época oscura. Poco antes de que vinieras a vivir a casa —explicó refiriéndose a mí—, conocí a un tipo al que le gustaban los tríos y me propuso hacer uno con una chica... pero no me gustó. En la cama necesito ser la reina de la fiesta y la competencia me sobra. No me gusta compartir. Aunque, si os digo la verdad, ella me excitó más que él, porque sabía exactamente cómo y dónde tocar. Siempre he pensado que era porque una mujer sabe lo que le gusta y cómo le gusta a otra, aunque luego he encontrado hombres que también lo saben y, la verdad, me garantizan un placer mayor —nos contó tan tranquila, como si nos estuviera explicando que se había hecho la manicura.
—Yo alucino contigo, Lola. ¿Algún día nos dejarás de sorprender? —le pregunté tan asombrada como África.
—Espero que no —respondió riéndose.
De camino a casa no paré de pensar en lo que me había sucedido y en eso que comentó Lola: «Te puedes llegar a sorprender de lo que una mujer puede conseguir que sientas». ¿Qué hubiera sentido si Samira me hubiese besado? ¿Hubiera descubierto algo nuevo? ¿Algo que me hiciese disfrutar por completo?, me pregunté, intrigada después de oír lo que había dicho Lola. Pero al instante me obligué a olvidarme de esas estúpidas ideas.
La semana pasó en un desasosiego constante. Esos días Mario estaba de peor humor que de costumbre y la tensión en la oficina entre Samira y yo era palpable. El caso es que no conseguía olvidarme de esas reflexiones con tanta facilidad como pretendía en un principio y, cada vez que nuestras miradas se cruzaban, mis preguntas invadían mi cabeza. Todo esto provocó que continuamente buscase pequeños detalles que consiguieran arrojar algo de luz a esas ideas locas y absurdas que tenía sobre Samira y yo. Me fijaba en sus labios, en sus curvas... para saber si había algo en Samira que me atrajese, pero no encontraba nada que de verdad me hiciera cambiar de idea respecto a mi sexualidad. Y, aunque hablaba con las chicas sobre ese tema, ninguna me aclaraba mis dudas. Así que, una noche en que Mario estuvo más cariñoso de lo habitual, cometí el terrible error de contarle lo sucedido en el ascensor y mis absurdas dudas, pero, en vez de tranquilizarme y desbaratar mi teoría, al muy capullo se le abrieron los ojos como platos. Creo que de aquella conversación su cerebro sólo registró la posibilidad de cumplir uno de sus sueños y hacerlo realidad. A partir de ese día, quiso conocer a Sam con un solo objetivo en mente: acostarse con dos mujeres a la vez.