CAPÍTULO 21
Julio me deja en casa y espera hasta que yo entro en el portal para irse. Estoy impaciente por contarles a Lola y a África lo que me acaba de suceder y busco en mi bolso el teléfono para escribirles. Cuando al final lo encuentro, oigo cómo introducen la llave en la cerradura y abren la puerta de la calle antes de que yo pueda girarme para ver de quién se trata. Justo cuando me doy media vuelta por completo, veo esa cara a la que hace un par de horas disparaba.
—Veo que aún sigues tonteando con quien no debes —suelta insolente, apestándome con su aliento impregnado de alcohol, a tan sólo diez centímetros de mi cara.
—Mario, no quiero discutir. Creo que ya hemos hablado suficiente sobre este tema. Lo nuestro se ha terminado —afirmo retrocediendo un paso, temiendo su reacción.
—No te creas el centro del universo, Sara. No vengo buscándote. No mereces la pena. —No lo creo, no confío en él. Conozco sus artimañas y eso me hace pulsar el botón del ascensor sin darle la espalda.
—Sólo quería decirte en persona que ayer lo pasé muy bien con Samira y otra amiguita. Como ves, puedo cumplir mis sueños sin la necesidad de que tú estés en ellos. Es más, estoy seguro de que, si tú hubieses participado, no hubieran sido sueños, sino dulces pesadillas. Sam sabe cómo satisfacer a un hombre. Sabe moverse, tiene ese talento natural que a ti te falta. Y la otra chica... hummm... —dice cerrando los ojos para recordar—. No veas las acrobacias que pueden llegar a hacer dos mujeres juntas.
—Me alegro por ti, Mario. Me alegro mucho por ti —balbuceo entrando en el ascensor rápidamente y pulsando varias veces el botón para que se cierren las puertas. Sé lo que viene después de esto. Sé que él espera una reacción por mi parte, que no va obtener, y que, al darse cuenta de que su plan no funciona como él espera, montará en cólera, y no quiero estar aquí para verlo. Las puertas comienzan a cerrarse y entonces se da cuenta de que no deseo formar parte de este agrio encuentro, y que no le he suplicado volver con él arrepentida, haciéndole sentirse dueño y señor de mi vida de nuevo.
—¡Espera! ¿No quieres saber qué es lo que me dijo Sam de ti? —me pregunta golpeando con su palma la puerta ya cerrada.
—No —grito desde el otro lado del ascensor, pulsando convulsivamente el número tres—. No me interesa saber nada que tenga que ver contigo —suelto en voz baja, sin separar la espalda de la pared, atemorizada.
Cuando por fin el ascensor se detiene en mi piso y se abren las puertas, asomo lentamente la cabeza, temerosa de encontrármelo de nuevo. Como no lo veo, meto lo más rápido que puedo la llave en la cerradura, abro la puerta y la cierro tras de mí con dos pasadas de llave, antes de desplomarme en el suelo, llorando. Aún siento ese miedo que me impide llevarle la contraria, que me intimida, que me paraliza. Mario ha tenido tal influencia sobre mí que me es difícil no sentir todavía su poder. Pero hoy, aunque no lo parezca, sus palabras no me han dolido. Ya no me importa lo que diga u opine de mí. «Porque hoy soy un poco más fuerte que ayer y mañana lo seré todavía más», intento animarme mentalmente, cuando de pronto me sobresalto al oír cómo golpea mi puerta. Separo rápidamente la espalda de ella y, sin levantarme, retrocedo para contemplarla, aliviada de que Lola insistiera en cambiar la cerradura.
—Me da igual que andes tonteando con Ken de un lado a otro. Me importa una mierda que me digas que lo nuestro se ha acabado, porque yo sé que no es así. ¿Y sabes por qué lo sé? Porque aún deseas estremecerte cuando te tocan.
—Ya tengo alguien para ello —susurro sin creer lo que estoy diciendo. Sé que él no me ha oído, porque apenas me he oído yo misma, pero, aun así, responde como si lo hubiera hecho.
—No pienses que tu Ken lo va a conseguir. Hace falta perder mucho tiempo en ti para un jadeo en condiciones. Y, aun así, no mereces la pena, Sara, y lo sabes. Así que no sueñes imposibles. Sin embargo, yo te conozco bien y sé que, si los dos ponemos de nuestra parte, todo puede volver a ser como al principio. Abre la puerta y hablemos, Sara.
—¡No, Mario! No voy a abrir la puerta. No voy a volver contigo y no sé por qué me dices todo esto cuando tú y yo sabemos que a quien realmente quieres es a Daniela. Yo tan sólo soy alguien que te recuerda a ella. Pero no soy ella, Mario, nunca lo he sido.
—¡Sara, abre la puerta! —grita golpeándola con fuerza.
—¡No! ¡Vete, Mario! ¡Vete si no quieres que llame a la policía! Ya no te tengo miedo y, si no te largas, te prometo que llamaré para que vengan. No quiero llegar a ese extremo, Mario, pero, si no desapareces, sino te olvidas de mí y me dejas en paz, te juro que te denunciaré, conseguiré una orden de alejamiento y te amargaré la existencia.
—¡Sara, no me cabrees! Sabes perfectamente que nunca te he puesto la mano encima, así que no pienses que te vas a salir con la tuya por mucho que tengas amigos que te hayan dicho lo contrario.
—Juan es abogado y Lola conoce a gente importante, tiene sus contactos, así que vete si no quieres comprobarlo. Esfúmate y no vuelvas más. Olvídame, Mario. Haz como si no hubiera existido en tu vida y yo haré lo mismo. Regresa con Daniela, con Samira o con quien te apetezca, pero a mí déjame en paz.
—¿Eso es lo que quieres?
—Me hiciste daño. Te perdoné y, aun así, volviste a lastimarme —le respondo llorando.
—Lo sé, y lo siento; perdóname.
—No. ¿Cuál es la diferencia de antes a ahora? Me harás daño de nuevo, lo sé. Por eso quiero que te vayas.
—¿Eso es lo que quieres de verdad? —me pregunta con la voz quebrada.
—Sí —respondo firmemente y con más arrojo que en toda mi vida. Pero al otro lado de la puerta ya no obtengo respuesta. Me acerco despacio hasta la mirilla y no veo a nadie. Se ha ido y eso, aunque me alivia, me deja confusa. «No es propio de él darse por vencido», pienso perpleja, apoyando la frente en la puerta.
* * *
Mario
Oigo cómo su voz se quiebra y es como si la estuviera viendo a través de la puerta. Ahí, en el suelo, agazapada como un animal atemorizado, con los ojos vidriosos y suplicantes. Puedo oler su miedo y notar cómo su respiración se acelera. No es la primera vez que la pongo en una situación así, y en el fondo no me gusta verla de esta manera. Ella tiene razón, lo nuestro se ha terminado y lo sé. Lo sé porque nunca hubo un nosotros. Sé que es algo que nunca debió comenzar, nunca la amé. ¡Pero es tan difícil rechazar el consuelo de alguien cuando tú estás malherido! ¡Tan complicado declinar la ayuda que te ofrecen, aun sabiendo que, si la aceptas, esa persona que te brinda su apoyo será la que cargue con tu sufrimiento! ¡Y tan tentadora la idea de poder mitigar este dolor para alguien como yo! Pues no me importa quién sufra esta amargura que me corroe por dentro mientras consiga aliviar un poco esa quemazón que me invade. Porque lo único importante para alguien como yo es dejar de sentir el dolor producido por el rechazo de la persona a la que amas.
Pero, aunque Sara pareció aceptar todo el peso de esta carga que yo le impuse sin preguntar, el dolor no mitigaba. Y, aunque he hecho todo lo posible por olvidar a Daniela, no he logrado sacármela de la cabeza.
Era a ella a quien veía entre mis brazos cuando me follaba a Sara. Era junto a ella con quien deseaba despertar. Y es a ella a quien pertenece mi cuerpo y mis pensamientos. Pero saber que Daniela no sentía lo mismo por mí me consumía. Deseé con todas mis fuerzas que Sara fuese capaz de sacármela de la cabeza, pero Sara nunca supo saciarme como Daniela lo hacía, y eso provocó que la realidad me abofeteara día sí y día también, reflexiono mientras me alejo de esa maldita puerta. Y cuanta más distancia interpongo entre ella y yo, más se agrava el dolor, llegando a ser consciente de que nunca se fue, tan sólo enmudeció, pues todavía persiste y aumenta su fuerza a cada paso que doy.
—¡Joder! —grito dando una patada a mi moto y tirándola al suelo.
Creí que con Sara esto no me volvería a pasar. No la vi capaz de reemplazarme por otro. Siempre creí que sería yo quien la abandonaría, y eso me corroe por dentro.
Odio a las mujeres y las odio porque son capaces de convertirte en un hombre endeble, vulnerable e incapaz de resistirte a sus encantos. Usan secretas artimañas para meterse en tu cabeza y conseguir que hagas lo que ellas quieren. Daniela quería que fuese su perrito faldero, que le llevase el bolso allí donde ella iba y aplaudiese cómo meneaba el culo para otros tipos mientras aguantaba estoicamente las miradas pervertidas de todos ellos. En ese intervalo de tiempo apareció Sara, un pequeño juguete con el que distraerme mientras Daniela entraba en razón. Pero esa zorra y endiablada mujer no accedió a dejar eso a lo que llama «trabajo». Así es como se refiere ella a esa gran tarea de menearse como una furcia bailando agarrada a una barra mientras infectos gusanos no le quitan ojo y fantasean con ser ellos la barra sobre la que Daniela debe contonearse. Yo nunca le prohibí dar clases en el gimnasio de pole dance, como ella dice que se llama. Eso me gustaba. Pero ella no se conformaba sólo con eso, no. Ella tenía que actuar en despedidas de solteros y fiestas privadas. «¡Es con lo que más dinero gano!», decía. Y eso es lo que a mí me consumía... Ver cómo en la mirada de otros hombres crecía el deseo por lo que a mí me pertenecía. Así que, cuando la dulce y cándida Sara se cruzó en mi camino, pensé que tal vez ella podría ayudarme a olvidar. Pero a los pocos días supe que eso le iba a ser imposible. Aun así, seguí a su lado; con ella era sencillo conseguir todo aquello que con Daniela no logré. Además, Daniela nunca me cerró la puerta definitivamente y, siempre que tenía la oportunidad, le hacia una visita para que ella refrigerase por completo mi pobre cuerpo calcinado. Había momentos en los que Sara se esforzaba tanto que casi lograba satisfacer mis necesidades, pero era tan torpe en todo aquello que se proponía que crispaba mis nervios y, al final, terminaba follándomela como a una puta tan sólo por desahogarme. A las pocas semanas de conocerla tuve claro que lo nuestro nunca iba a funcionar y estuve a punto de dejarla. Pero algo despertó mi interés cuando conocí a la guarra de su amiga. Lola, esa exuberante mujer capaz de sorberte hasta la última gota del líquido que recubre tu cerebro, consiguiendo de esa manera extirpar cualquier pensamiento o recuerdo que tuviera de Daniela. Pero la muy cerda se negó. Era capaz de follarse a todo un regimiento, pero, al parecer, yo no era suficientemente hombre para ella. Y eso me cabreó todavía más. Sabía cuánto le importaba su ingenua e inocente amiguita, así que decidí divertirme un poco más con Sara. Tal vez no podía tener a Daniela, ni tampoco a Lola, pero sí podía tener a Sara, y ella estaba deseando que yo la tuviera... así que... ¿quién era yo para negarme a ello? Nunca pensé que esto durase tanto y tampoco que, cuanto más prologaba esta situación, más alimentaba a ese ser maligno que crece dentro de mí. Aquello que había comenzado como un juego, algo con lo que entretenerme mientras desaparecía el resentimiento que había cultivado contra Daniela, se prolongaba semana tras semana y, cuanto más lo hacía, más me agradaba hacerle la vida imposible a Sara, aunque todo tiene un precio y llegó un día en el que ni siquiera eso me produjo satisfacción, sino que cada vez me irritaba más ver cómo ella se esmeraba en complacer mis estúpidas exigencias sin entender que jamás lograría complacerme por completo. Ni siquiera cuando se ponía esos malditos zapatos con lo que al principio conseguía excitarme. Después logró que aborreciera tanto los zapatos como la patética estampa que reflejaba cuando se los ponía.
Sara me lo ha dado todo. Incluso estuvo barajando la idea de cumplir uno de mis sueños. Pero no se puede estirar más una goma que ha perdido toda su elasticidad. Y creo que eso, y la aparición de ese niñato, fue lo que la empujó a tomar la decisión de dejarme. Si no hubiese sido por él, estoy convencido de que, apretándole un poco más las tuercas, hubiera accedido a hacer un trío conmigo y su viciosa compañera. Me costó poco alejarla de sus amigas, así que me hubiera costado menos convencerla de que eso era lo que yo necesitaba para considerar hasta dónde estaría dispuesta a llegar por mí, para demostrarme cuánto me quería. Aunque también estoy seguro de que, en cuando yo lo hubiera conseguido, Sara hubiese perdido todo mi interés. Era repugnante ver cómo se rebajaba. Con ello lograba alimentar a ese ser perverso que crece en mi interior y sé que, si sigo con ella, éste conseguirá dominarme por completo. Si seguía a su lado era tan sólo por el placer que me producía saber hasta dónde sería capaz de ceder, descubrir cuál era su límite. Pero llegó un punto en el que ni eso hacía que mi desprecio por ella disminuyese. Y eso, mezclado con el terror que hoy he visto en sus pupilas, me hace darme cuenta de que ha llegado el momento de dejarla ir.
Yo no he sabido corresponderle. Pero ¿por qué? «Porque desearía que fuese otra la que me ofreciese todo lo que ella ha sido capaz de ofrecerme, y eso me enfurece», me respondo mientras conduzco mi moto, sintiendo cómo la amargura es la más fiel compañera de viaje que he tenido en mi vida.