CAPÍTULO 14

 

 

 

 

Cuando entro por la puerta, mi madre se echa a mis brazos, alegrándose de verme.

—Hola, mamá.

—Estaba preocupada por ti. ¿Qué es lo que ha sucedido? Mario llamó a casa muy alterado y luego no te localizábamos por ninguna parte. Menos mal que tu hermana habló con Lola.

—Mario y yo hemos terminado, mamá. Es difícil de explicar, pero digamos que llegó un punto en el que era muy complicado permanecer a su lado.

—Sara, cariño —dice acariciándome la mejilla—. Sé perfectamente a qué te refieres. Tu padre no era precisamente un hombre que pusiera las cosas fáciles, y creo que Mario se parece a él en muchos aspectos —añade con dulzura, esclareciendo un poco lo que Nieves y yo siempre hemos sospechado. Era un hombre muy autoritario. Por suerte la enfermedad que padeció le hizo ver la vida de otra manera y, aunque siguió siendo irascible por naturaleza, sus estallidos de ira disminuyeron considerablemente en sus últimos meses de vida. Ese carácter es el que empujó a mi hermana a salir huyendo del ambiente que se respiraba en nuestro hogar. Una dictadura impuesta por el dueño y señor de la casa.

—Mamá... ¿te puedo hacer una pregunta?

—Claro, hija mía, pregúntame lo que quieras.

—Si no eras feliz junto a papá, ¿por qué seguiste con él? Dices que Mario te recuerda a papá —ella asiente con la cabeza—, y puede que tengas razón; por tanto, no entiendo por qué has permanecido a su lado tanto tiempo. Yo no he logrado soportar a Mario ni un año, y no creas que no me he esforzado. ¿Por qué tú sí? ¿Acaso papá no era como aparentaba ser?

—¡¡Ay, hija mía!! —exclama expulsando el aire de sus pulmones mientras comienza a preparar uno de sus deliciosos tés de las conversaciones serias antes de sentarse frente a mí—. Yo me crie en otra época y me educaron para seguir al lado de mi marido pese a lo abrupto que fuese el camino que debía recorrer con él. Te confieso que no siempre fue como tu hermana y tú lo conocisteis. Antes de nacer vosotras, era un hombre completamente diferente. Claro que tenía sus momentos de locura puntuales, pero eran ocasionales, y yo me vi capaz de aguantarlos o capear esas situaciones cuando me casé con él. Luego naciste tú y él se sintió desplazado. Muchos hombres no aceptan pasar a un segundo plano cuando llegan los hijos a casa y eso es lo que le sucedió a tu padre. No pensábamos tener más hijos; estabas tú y para él, compartirme contigo, ya era todo un reto que comenzaba a tolerar. Pero llegó tu hermana, una hija que no fuimos a buscar, como sí fue tu caso, y que para su desgracia tenía el mismo carácter que él. Nieves siempre ha sido tan terca como tu padre. Y eso en más de una ocasión me puso a mí en situaciones muy complicadas. Esa época fue muy dura para mí, porque ambos exigían mi atención, mis cuidados, mi cariño... y entre ellos había una rivalidad palpable por ello. Estaban continuamente en una competición y eso a mí me ponía muy nerviosa. Nieves era un bebé y hubo momentos en que, para intentar complacer a tu padre y que el día a día fuese más llevadero, te cargué a ti con mis obligaciones. Y eso no ha sido nada justo para ti, cariño. Pero tú, por tu forma de ser, hacías fácil lo difícil. Y eso me facilitaba mucho las cosas. Eras una niña tan dulce y encantadora... —me halaga mi madre, bebiendo un poco de té antes de continuar, mientras en su mente recuerda mi niñez con ternura—. Siempre intentabas satisfacer las necesidades de los demás, sin pensar en lo que realmente necesitabas tú. Te conformabas con tan poco y Nieves exigía tanto, que inevitablemente era ella la que recibía más atención. Era injusto por mi parte, lo sé, pero era la única manera que tenía de mantener un equilibrio en casa. Muchas veces, a mí, la situación me superaba y, en vez de enfrentarme a tu padre, te cargaba a ti con mis problemas y eso es algo por lo que siempre me culparé. Pero de todo esto no me he dado cuenta hasta que conocí a Mario. Entonces comprendí que no sólo te había enseñado a responsabilizarte de situaciones que no te pertenecían, sino que te había enseñado a comportarte como yo... contra lo que he pretendido luchar siempre.

—No entiendo a qué te refieres, mamá.

—Me refiero a que siempre he creído que llegaría un día en que desearías buscar algo completamente diferente a lo conocido. Rechazar esta farsa de matrimonio que vivimos tu padre y yo durante años y hallar algo tan real como lo que tiene Nieves con Gus. Pensé que iba a revivir mi pasado con tu relación con Mario, pero por suerte algo bien he debido de hacer cuando has encontrado el valor que yo nunca tuve para romper una relación tan destructiva como la mía —reconoce con dolor—. Y eso es lo mejor que me podía pasar: ver que no eres tan débil como yo pensaba, sino todo lo contrario, que tienes ganas de luchar por tu felicidad.

—Puedo entender que cuando éramos pequeñas te sintieses atada, pero después... Nieves se fue a estudiar fuera y yo comencé a vivir con Lola porque no pude aguantar la presión. ¿Por qué no lo dejaste entonces?

—Me recuerdas tanto a mí, Sara. Cuando era joven me enamoré de una utopía y reconozco que hubo episodios de mi vida en los que tu padre logró que esa fantasía se convirtiera en realidad. La cosa mejoró cuando él y yo volvimos a estar solos. Y aunque sabía que nunca sería como cuando éramos jóvenes, eso no significó que mi esperanza decreciera. Yo me enamoré de un sueño que viví con tal intensidad que me he pasado la mitad de mi vida esperando a que mis párpados se volvieran a cerrar para continuar soñando, y la otra mitad deseando que el protagonista de aquella ensoñación volviera a mí. No se puede revivir el pasado como deseaba hacerlo yo. Ni tampoco alimentar el presente con bonitos recuerdos. Pero mucho menos debes empeñarte en tener algo que no es real. Y ésa es una de las razones por las que debía permanecer a su lado, para asegurarme de que no cometías los mismos errores que yo.

—Me niego a pensar que eso sea así.

—Claro que no es siempre así, Sara. Cada pareja tiene su historia y yo hoy te estoy contando la mía. Quiero que entiendas que cada una de las escenas que formaron la vida que tu padre y yo compartimos dejó una huella en nuestros corazones y, aunque el escenario de esa película era el mismo, los protagonistas habían cambiado. Con el paso del tiempo, la forma de acariciarnos había perdido intensidad y nuestras marcas eran la prueba de que ese sueño hacía mucho que ya no era real, pero hubo un tiempo en el que sí lo fue. Luego tu padre enfermó y, por suerte, la enfermedad me hizo recuperar a ese hombre al que amé.

—Por tanto, lo que me quieres decir es que lo has amado siempre.

—Eres la mayor de las dos, pero tu inocencia sigue intacta y te queda tanto por aprender... Lo que quiero decirte es que al principio lo amé, después aprendí a vivir a su lado y, posteriormente, el cariño y los recuerdos eran lo único que nos unía.

—¿Y por qué me cuentas todo esto ahora?

—Porque no quiero que te conformes con tener a alguien a tu lado, lo que anhelo es que quien esté a tu lado se gane esa posición. Tal vez, en esa cuestión, yo tenga parte de culpa, porque desde pequeña he permitido que aceptases la situación que te tocaba vivir y que asumieses obligaciones que no te correspondían tan sólo porque, egoístamente, eso me venía bien a mí. Creo que te he enseñado a desempeñar un rol que no te hace ningún bien, Sara.

—Nunca he pensado que lo hayas hecho mal, mamá, sino que lo has hecho lo mejor que has sabido, que es muy diferente, así que no te culpes por nada —le digo con cariño.

—Puede que sí, pero me queda la sensación de que tampoco me he esforzado mucho para que eso cambiase.

De camino a casa voy pensando en todo lo que me ha contado mi madre y me doy cuenta de que Nieves siempre ha tenido razón sobre este tema. Ella siempre ha considerado que mi padre me quería más a mí que a ella y, en parte, es cierto, porque era la que liberaba a mi madre de la presión que ella vivía, la ayudaba con mi hermana y con la casa. Esto permitía a mi padre disponer de un poco más de tiempo para él y poder tener un poco más de intimidad con mi madre. A mí me veía como a una aliada y, sin embargo, a ella la veía como a una rival. Al pensar en esto, busco el móvil en mi bolso para llamarla nada más entrar en casa.

Sistemáticamente y por inercia, dejo los zapatos y el bolso en su sitio correspondiente mientras escucho el tono.

—¡Hola, hermanita! ¿Cómo te trata la vida? —me responde.

—Bien, ya estoy mejor. Mario ha desaparecido de mi vida por completo. —O eso quiero creer, recordando el episodio que he vivido antes de salir del trabajo.

—Por fin le has dado la patada a ese maníaco compulsivo del orden.

—Sí, y lo peor de todo es que me lo ha pegado. Acabo de meter los zapatos en el armario sin darme cuenta —le digo sorprendida, riéndome.

—¡No! ¡Eso sí que no! ¡¡Años y años de esclavitud que ha aguantado tu madre para conseguir que dejases los zapatos en su sitio y ahora te doblegas en tan sólo unos meses!! ¡Qué fuerte me parece! ¡Mueve tu hermoso culo y saca los zapatos de ahí inmediatamente! Debes darles libertad, no los encarceles en un armario oscuro después de haber aguantado tu peso todo el día. Y que conste que no te estoy llamando gorda, hermanita —puntualiza sin parar de reír. Una risa contagiosa y a la que no puedo evitar unirme—. ¡Sara!

—¿Qué?

—¿Has sacado los zapatos?

—No —respondo.

—¿Y a qué esperas? ¡Lo digo en serio! Haz el favor de sacarlos del zapatero y dejarlos en cualquier rincón de la casa, como has hecho siempre —me ordena.

—Está bien... —contesto perezosa pero con humor, levantándome del sofá. Abro la puerta, me pongo otra vez los zapatos y después, con un movimiento de piernas, los lanzo al rincón. Y ese gesto consigue hacerme reír de tal forma que le digo a trompicones «Ya está», sin poder parar de reír.

—Así me gusta. ¿A que te sientes mejor?

—Pues sí, la verdad es que mucho mejor.

—¡Ves! Si es que deberías hacerme caso más a menudo. Cuando me contaste que ordenaba las latas de conserva alfabéticamente, ya te dije que ese tío no era normal.

—Cierto, pero a veces nos empeñamos tanto en algo que, aunque el resto del mundo nos diga lo contrario, nosotros no lo vemos. Incluso pensamos que lo hacen porque no nos entienden, y aún nos obcecamos más en nuestra idea. A ti te pasaba siempre con papá. A veces hacías las cosas tan sólo por llevarle la contraria.

—Sí, es verdad. Pero era una cría en plena adolescencia. No es lo mismo, tú deberías saber distinguir.

—Es difícil ver las mismas cosas que los que están fuera, cuando tú estás obsesionada en que salga bien.

—Sí, pero había cosas demasiado evidentes, Sara, y eso me lo tienes que reconocer. Yo no lo conozco, pero sólo con lo que me contabas... Y estoy segura de que me lo contabas a mí porque, desde aquí, no podía hacer otra cosa más que consolarte.

—Más o menos —acepto con tristeza.

He pasado momentos muy difíciles con Mario, muchos más de los que sabe nadie. Me daba vergüenza contarles a mis amigas o a mi hermana que me llegó a encerrar en casa para evitar que saliese cuando él trabajaba. O que me hizo devolver ropa a las tiendas porque consideraba que enseñaba demasiada carne, como él solía decir. Incluso llegó a controlar lo que gastaba o dejaba de gastar. Son muy pocos los detalles que sabe Nieves, y muchos menos los que saben mis amigas. Siempre ponía una excusa que justificase sus actos y me convencía a mí misma de que lo hacía porque me quería. Hasta que, poco a poco, me fui dando cuenta de que no había cómo defender su conducta. Y al entender eso, comprendí que seguía a su lado por miedo a que se enfadase más y, lo que en ese momento ya era un infierno, se convirtiese en algo todavía peor. Así que, cuando lo vi en mi propia cama con aquella mujer, sin importarle siquiera que lo pillase, me pregunté qué iba a ser lo siguiente, qué iba a permitirle después... ¡¿que me pegase?! Porque era lo único que le faltaba por hacer. Me ha humillado, ha herido mis sentimientos, ha arrastrado mi autoestima por debajo del agua con la que fregaba los suelos, no ha respetado nuestra relación y mucho menos a mí. Sabía que se acostaba con otras, no soy tonta, pero me era más fácil volver la cabeza y convencerme de que eso no era cierto que admitir que no me quería, que sólo me utilizaba cuándo y cómo le daba la gana para canalizar la rabia contra su jefe en el trabajo, contra las mujeres, por no tener a la que él quería, y contra el mundo en general, por no ser feliz ni siquiera teniendo al contrincante perfecto, con el que estaba seguro de que nunca le iba a devolver el golpe. Era como tener un saco de boxeo para descargar su ira.

—O sea, ¿que hay más? —me plantea Nieves, sacándome de mi reflexión y comenzando a enfadarse.

—No —miento sin ser muy convincente.

—Bueno, no quiero hurgar en algo que ya ha pasado. Sé que, cuando transcurra algún tiempo y te sientas preparada, me lo contarás. Confío en que así sea. Siempre te ha hecho falta que el vaso se desborde para reaccionar, es tu forma de ser. Aguantas y aguantas hasta que la situación te supera.

—Me conoces demasiado bien.

—Tan bien como tú a mí. Tómate tu tiempo y, cuando quieras hablar, ya sabes... Por lo demás, ¿todo bien?

—Sí, todo bien. Hoy he estado en casa.

—¿Qué tal esta mamá? ¿Se habrá quedado más tranquila al verte?

—Sí, hemos tomado té.

— ¿Té de las conversaciones serias? —pregunta riéndose.

—Sí —confirmo riéndome también.

—¿Y?

—Nieves, ¿tú crees que soy igual que mamá?

—Peor.

—¿Peor? —le pregunto desconcertada.

—Sí, porque creo que, en el fondo, mamá quería a papá. Antes pensaba que no, que seguía a su lado porque no tenía el valor suficiente como para romper esa rutina, pero, cuando él estuvo en el hospital, pude ver la forma en que lo miraba y me di cuenta de que estaba equivocada. Al menos con respecto a mamá.

—¿Tú crees qué papá no la quería?

—Exacto; no creo que lo que papá sentía por ella fuese amor.

—¿Y qué era, entonces?

—No lo sé, pero amor, no.

Un silencio incómodo se apodera de nuestra conversación y al final Nieves decide romperlo.

—Sara, ya sabes que no me gusta hablar de él. Además, debo colgar, me están esperando —me dice evitando el tema.

—Está bien, hablamos en otro momento. Dale recuerdos a Gus.

—Lo haré, un beso —se despide antes de colgar.

Nunca conseguí que mi padre y Nieves se volvieran a hablar. Nieves se cerraba en banda con sólo nombrarlo; sin embargo, mi padre, desde que le diagnosticaron cáncer de hígado, cambió su forma de pensar y, aunque no lo dijo nunca, sé que le gustó cuando ella fue a verlo poco antes de morir. Según mi madre, la estaba esperando para poder irse tranquilo. Según Nieves, no le servía de nada que él le pidiese perdón antes de fallecer. Para ella, el cariño se demuestra llenando el día a día de pequeños detalles, no arrepintiéndose de la ausencia de ellos cuando te queda un suspiro de vida. «La única vez que ella me ha permitido hablar sobre este tema fue durante el tratamiento, y fue porque mi madre lo estaba pasando realmente mal», pienso recordando nuestra conversación.

 

* * *

 

—Nieves, papá está ingresado y creo que deberías venir a verlo. Si no lo haces por él, hazlo por mamá, que no soporta vivir con el dolor de saber que su hija no quiere ver a su padre.

—¿Papá ha preguntado por mí? —me preguntó con una voz seria y cortante, pero que, para alguien que la conocía tanto como yo, denotaba su dolor y resentimiento.

—No, pero ya lo conoces. Es tan terco como tú. Aunque eso no significa que no te eche de menos. Al igual que te pasa a ti, aunque no lo quieras reconocer.

—Ayer hablé con mamá, pero... ¿está tan mal de verdad?

—Está muy mal, Nieves. Tiene un cáncer de hígado y no está localizado sólo ahí. ¿Sabes la probabilidad de supervivencia que tiene un tipo de cáncer con estas características?

—No, y no lo quiero saber, Sara.

—¿Y crees que, por poner tierra de por medio y cerrar los ojos a lo evidente, vas a conseguir librarte de la sensación de malestar que sientes? ¿Vas a ser tan orgullosa como para poder vivir con esa carga? Nieves, no te ha hecho nada que no me haya hecho a mí. No se ha portado bien con nosotras, vale. Nunca ha tenido ninguna muestra de cariño, pero, aun así... ¿aun así eres capaz de no perdonarlo estando como está?

—No pretendas hacerme sentir culpable, Sara. Él no ha preguntado por mí; por lo tanto, no me echa de menos. ¡Nunca lo ha hecho! Siempre me he sentido un estorbo, y se lo puse fácil cuando me aparté de su lado. Tampoco él ha movido un dedo por querer verme, ni siquiera en esta situación de la que me hablas. Y es el mismo gesto el que debemos hacer tanto uno como otro. Marcar un número de teléfono y llamar. Sólo eso. Pero creo que debe ser él quien me lo pida. No tú, ni mamá. Es con él con quien estoy enfadada. Me ha defraudado como padre y como persona. Así que no tengo más que decir, Sara. Si quiere que vaya, iré, pero tendrá que ser él quien me lo pida. No voy a compadecerme de papá porque esté enfermo cuando él no lo hizo cuando yo era tan sólo una niña. Sara, éramos unas crías y nos encerraba en nuestra habitación porque, si jugábamos en el salón, él no podía ver la tele. Nos sacaba al jardín cuando llorábamos para no oírnos. Nos exigía buenas notas cuando él ni siquiera nos ayudaba a estudiar. Es más, nos apagaba la luz a las diez de la noche porque él madrugaba y todo el mundo debía dormir a esas horas. Tú puede que le hayas perdonado eso y mucho más. No tengo por qué dar más ejemplos, los conoces tan bien como yo, aunque ahora parece que se te hayan olvidado. Nunca he sido como tú, dulce y servicial para tenerlo contento. Me rebelaba, sí. ¿Y qué? Era lógico que lo hiciera, después de cómo nos trataba. Lo raro es que tú no lo hicieras también.

—Sabes que actuando así te conviertes en aquello que tanto criticas, ¿verdad? Y te recuerdo que, la persona a la que más detestas, es a la que más te pareces. Sólo digo eso.

Luego colgué. Después de aquella conversación, Nieves cogió un vuelo y vino un fin de semana. Supongo que mi hermana podía soportar estar enfadada con papá, pero lo que no era capaz de sobrellevar era que mi madre o yo le retirásemos la palabra. Somos la única referencia de cariño que ha tenido en la niñez y acabar con eso la hubiese hundido. Pero es tanta la rabia que guarda contra él, incluso ahora que no está, que no soporta hablar del asunto y, cuando lo hacemos, enseguida cambia de tema o dice que debe colgar. Imagino que pretende buscar una razón lógica para poder entender por qué papá se comportaba así. Pero, hasta que no acepte que él simplemente era así, no podrá estar tranquila.

Para mí fue muy duro que Nieves se fuese de casa. La culpé por haberme abandonado y culpé a mi padre por haberla empujado a tomar esa decisión. Y ese rencor, esa rabia, se fue incubando hasta que no pude aguantar más y por eso me fui a vivir con Lola. La frustración que Nieves siente, yo ya la experimenté en su día. Por eso la entiendo. Cada persona necesita su tiempo para aprender a manejar ciertos sentimientos. Yo, por mi carácter o porque siempre he tenido el gran apoyo de mis amigas, o porque puse cierta distancia entre ambos en el momento adecuado sin cortar los lazos por completo, aprendí a controlar esa rabia que tenía hacia ellos y la cosa mejoró. Mis padres estaban en su casa, y yo, en la mía, y esa libertad, esa independencia, permitió que ambos nos entendiéramos mejor.

Puede que para mi padre hubiera sido mucho más fácil si nosotras no hubiésemos nacido, pero estoy convencida de que no hubiese sido mucho más feliz sin nosotras. Porque, aunque nunca lo demostró, sé que se sentía orgulloso de nosotras o, al menos, así lo percibí en momentos puntuales de mi vida.

 

* * *

 

Agotada y sin ganas de nada más que de meterme en la cama y dormir una larga temporada, me acuesto y contemplo la luna desde debajo de las sábanas. Hoy ha sido un día muy largo y lleno de altibajos. Recuerdos incesantes, trabajo, Mario, Julio, la conversación con África y Lola, las confesiones de mi madre y ahora mi hermana, recapitulo enumerando una a una las situaciones que he vivido hoy.

A la mañana siguiente me levanto con tristeza y tampoco entiendo por qué. Era lo que quería. Quiero empezar una nueva vida lejos de Mario, pero, aun así, sigo teniendo la sensación de que me falta algo en casa sin él aquí. «Parezco masoca —me digo a mí misma, confundida—. No entiendo esta sensación que siento. Gran parte de mí está encantada de sentirme liberada, pero otra parte, también muy grande, se encuentra totalmente perdida.»

Cuando salgo de la cama, me planto frente al armario para ver qué ponerme, y una idea brillante me asalta la cabeza. Comienzo a amontonar en el suelo toda aquella ropa que me he comprado con Mario y que me recuerda a la Sara que estuvo con él. Esa Sara que se resiste a abandonarme y que estoy deseando perder de vista, pero que a la mínima que me descuido reaparece con gestos y detalles que nunca me han pertenecido. Meto toda esa ropa en una bolsa de basura y la dejo junto a la puerta para tirarla al primer contenedor de ropa que vea. No quiero saber nada de todo lo relacionado con Mario. Quiero pasar página y, si para que mi cabeza se entere tengo que revolucionar mi vida, lo haré. No me gusta esta nueva Sara que llevo interpretando desde que lo conocí, no me identifico con ella. Pero lo más triste es que tampoco con la anterior, y ahora no sé ni quién soy. Y mientras esta furia, mezclada con un toque de desesperación y de indignación, se apodera de mí, oigo el sonido de mi móvil. Me dirijo a él y, cuando veo quién me manda un mensaje, toda esa desagradable sensación desparece dando paso a otra que desde que él entró en mi vida comienza a florecer con fuerza. La esperanza. Cuando lo abro y veo la imagen que me ha mandado, las comisuras de mi boca ascienden inevitablemente.

Me ha mandado una foto de una servilleta de papel en la que ha dibujado una gran sonrisa y debajo pone:

 

Julio: Sonríe y muestra al mundo la mujer que hay dentro de ti. Buenos días, bombón.

 

Sin pensármelo dos veces, mis dedos comienzan a teclear una respuesta adecuada. Una que no muestre la ilusión que me ha hecho recibir su wasap y de la que no se interprete más de lo que es. «Un saludo de buenos días entre dos buenos amigos», pienso engañándome a mí misma.

 

Sara: Bonita imagen. Buenos días, Julio.

Julio: Buenos días, bombón.

 

Después de recibir su nuevo mensaje, no le escribo más. Eso sería entrar en un círculo vicioso que no me hace ningún bien y, sobre todo, en el que no estoy preparada para entrar. Después de este wasap, me dirijo al baño y me maquillo meticulosamente, porque, como dijo África, Julio ha sido el principal impulso para salir de donde ellas no lograban sacarme. Y es que, el volver a sentir que alguien ajeno a tu entorno ve aquello que tú pensabas que habías perdido, es lo mejor que a una mujer como yo le puede llegar a pasar, reflexiono pintándome los labios de rojo escarlata.

Cuando llego al trabajo, al igual que el día anterior, todos aprecian un pequeño cambio en mi indumentaria y eso me satisface. Me hace sentir que poco a poco voy borrando de mi piel, y sobre todo de mi alma, a esa Sara que no quiero ser.

—¿Sabes algo de Mario? —me pregunta, bajando la voz, Sam nada más llegar.

—Buenos días, Sara. ¿Qué tal estás? Bien, gracias, Samira. ¿Y tú? —le respondo con ironía, mirándola a los ojos, mientras ella ocupa su mesa a mi lado.

—Déjate de majaderías, Sara. Si te lo pregunto es porque anoche me llamó —me anuncia casi en un susurro, para que ni Javier ni Mateo puedan oírnos. Nuestras mesas están pegadas la una a la otra, así que acerco mi silla, apoyo mi codo en su mesa y estiro el cuello para poder escucharla mejor.

— ¡¿Cómo que te llamó?! ¿Y qué quería? —demando sorprendida.

—Tomar algo, me ha dicho. ¿Como si no lo conociera yo, a éste? Y eso que siempre me ha caído bien. Pero querer quedar conmigo es de rastreros. ¿Cómo ha podido imaginar siquiera que aceptaría?

—Se cree el ladrón que todos son de su condición. Siempre ha estado obsesionado contigo, Sam —le confieso, volviendo a ocupar mi sitio con desinterés.

—¿Conmigo? ¿Y eso por qué? —plantea desconcertada.

—Deseaba cumplir contigo una de sus fantasías —le aclaro despreocupada.

—No me lo digas. Hacer un trío. —Se lo confirmo con la cabeza y ella añade—: ¿Por qué todos los hombres tienen esa fantasía?

En ese momento Javier, que parece que no escuchaba, interviene.

—Porque, si ya es bueno echar un polvo con alguien que te gusta, imaginaos duplicar esa sensación. Eso tiene que ser apoteósico —suelta saboreando la idea.

—Qué simples sois. Todos pensáis en lo mismo —replica Sam, lanzándole una bola de papel a la cabeza.

—Sólo digo la verdad —se defiende esquivando el papel y riéndose.

—Lo que sí es verdad es que aquí nadie da palo al agua —declara Mateo, que hace apenas unos minutos que ha entrado y le ha caído la bola de papel entre los pies. Éste mira el papel, después mira a Sam y ella se levanta a recogerla para tirarla a la papelera—. Perfecto, y ahora trabajemos, que para eso nos pagan —sentencia dirigiéndose hacia su despacho, pero, antes de cerrar la puerta, asoma la cabeza y añade, levantando su dedo índice para llamar nuestra atención—. Por cierto, estoy totalmente de acuerdo con lo que ha dicho Javier. Lo bueno, duplicado, ¡dos veces bueno! —Justo después cierra la puerta, riéndose, para evitar que le respondamos.

La mañana transcurre sin sobresaltos y a eso de las doce del mediodía Sam y yo bajamos a la cervecería cercana a la oficina, donde ponen los mejores pinchos de tortilla de patata. Elegimos una de esas mesas pegadas a la pared y Samira se sienta enfrente.

—¿Por qué crees que me ha llamado? —vuelve a sacar el tema.

—Imagino que querrá darme celos o algo así.

—Sí, hasta ahí lo entiendo, pero... ¿por qué conmigo?

—¿De verdad te lo tengo que explicar? —pregunto mirándola fijamente—. Sam, piensa lo más retorcido que se te ocurra, multiplícalo por cien y ese resultado se aproximará sólo un poco a lo que esa mente pretenda.

—Qué exagerada eres, Sara. Seguro que no es para tanto. Aun así, no sé cómo pudo pensar que yo caería tan bajo. Mi concepto de él ahora ha cambiado por completo.

Al oírla decir eso, noto cómo mi boca se descuelga, asombrada, y le insinuó:

—Creo recordar que no te hubiera importado liarte con Mateo, que está casado y que, además, no es del sexo que tú prefieres.

—Sara, ¿cuándo vas a entender que yo me enamoro de las personas, no de su condición sexual? Si prefiero las mujeres es porque con ellas me siento más cómoda, más comprendida en la relación en general. En la cama disfruto indistintamente con ambos, cada uno a su estilo.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Claro.

—¿Cómo lo supiste? ¿Cómo descubriste que te gustaban tanto los hombres como las mujeres? No tienes por qué contestarme, si no quieres.

—No, no. Sí que quiero hacerlo, no tengo ningún problema. Me acosté con mi mejor amiga. Comenzamos de forma tonta y lo que parecía una gran amistad se convirtió en algo más. Ella tenía claro lo que sentía por mí, pero nunca me lo había dicho. Yo estaba obsesionada con un tío al que las dos conocíamos y no paraba de hablar de él, aunque él pasaba de mí. Una noche nos emborrachamos y me quedé a dormir en su casa porque no podía con mi alma. Habíamos dormido millones de veces juntas, pero, aquella noche, Tania me besó. Y, por muy extraño que te parezca, a mí me gustó. Y ahí empezó todo.

—Pero ¿hasta entonces tú nunca te habías fijado en una chica?

—Nunca. Físicamente me atraen más los hombres, pero me cautiva mucho más la forma de actuar y de ser de las mujeres. Con ellas siento que mi relación es más completa en todos los sentidos. Por norma general, somos más pacientes, más comprensivas y mucho más tolerantes. No imagino a ningún hombre con la capacidad de soportar la mitad de lo que soporta una mujer.

—Te aseguro que los hay —respondo pensando en Juan y, sobre todo, en Yago.

—¿Mario? —me pregunta sorprendida.

—No —niego sin darle ningún tipo de explicación, aunque en mi mente le contesto: «Mario sería incapaz de sobrellevar esta situación si nuestra relación fuese a la inversa».

—Además, los hombres tienen esa manía de proteger a sus mujeres que no soporto. Necesitan demostrar que la testosterona corre por sus venas. Saber que son ellos los que cuidan de ellas... eso es absurdo en pleno siglo XXI. Para empezar, porque normalmente el rol de cuidar de las personas lo tenemos más desarrollado nosotras. Y luego está esa otra clase de hombres dependientes, que no saben hacer nada sin su pareja. Siempre he pensado que las mujeres somos espíritus libres capaces de crear, cosa que ellos nunca lograrán.

—No veo que sean cualidades iguales: proteger es defender; salvar y cuidar es mimar a la otra persona. Y ambas cualidades me encantaría que me las demostrase un hombre.

—Eres una romántica empedernida, Sara —dice quitándome con delicadeza una miga de la barbilla.

—Me lo dicen a menudo —acepto limpiándome la boca automáticamente y sintiendo cierta tensión entre nosotras. Ella sonríe al advertir mi nerviosismo y, sin darme cuenta, me retiro y pego la espalda contra el respaldo de la silla, tal como hice aquel día contra la pared del ascensor. Pero esta vez los que interrumpen esta incómoda situación no son los técnicos, sino la persona menos indicada.

—¡Hola, chicas! —dice sentándose a mi lado y pasándome un brazo sobre el hombro, provocando una rigidez instantánea en mi espalda—. Pasaba por aquí antes de irme a trabajar y me he dicho... voy a ver si veo a mis chicas preferidas.

Samira nota mi estado de nerviosismo y cómo no soy dueña de mi propio cuerpo. Las palmas de las manos comienzan a sudarme y no puedo articular palabra. Ni siquiera puedo sacudir mi hombro para quitar su mano de él.

—Hola, Mario —lo saluda Sam, mirándolo relajadamente, bebiendo con pajita de su Coca-Cola.

—Samira, te agradecería que nos dejases hablar a Sara y a mí a solas. —Ella me mira y, con los ojos, le suplico que no lo haga, pero Sam no es Lola ni África. Y, sin mediar palabra, se levanta de la mesa y se apoya en la barra a menos de un metro de nosotros—. Gracias, sólo será un momento —se lo agradece mientras se gira hacia mí para mirarme de frente. Pone sus manos en mis hombros y gira mi cuerpo para obligarme a que lo encare. Cuando al fin lo hago, comienza a hablarme de forma cariñosa, calculando cada una de sus palabras, de sus gestos... para lograr que me apiade de él.

—Sara, tan sólo quiero que me escuches y que comprendas que me doy cuenta de todo el daño que te he hecho. Quizá no te he valorado como tú te mereces, pero sabes que me cuesta muchísimo expresar mis sentimientos hacia ti. —«No cuando llevo los zapatos rojos. ¡Uy! Qué tonta, que no es en mí en quien piensas cuando los llevaba», respondo interiormente con ironía—. Y sabes que a veces pierdo los nervios y son ellos los que me controlan a mí, provocando que no piense las cosas y haga estupideces tan grandes como la del otro día. Pero también sabes que te necesito. —«¿Que me necesitas tú a mí? ¿Para qué? ¿Para tener a alguien con quien descargar tu ira?», me pregunto interiormente—. Eres la única capaz de calmar esos nervios que se apoderan de mí. —«Si lo que pretendes decir es que me dejo los cuernos para que tus nervios no se manifiesten, sí, es cierto. Pero eso no nos asegura que no aparezcan en cualquier momento»—. Porque, cuando estamos juntos, consigues sacar la mejor versión de mí mismo y eso me gusta. Me aportas la tranquilidad que me falta, Sara, y te prometo que ésta va a ser la última vez que te fallo. Te he echado de menos estos días y sé que tú a mí también. Debes sentir la cama tan vacía y extraña como en la que duermo yo ahora.

—Mario, yo... —Me intimida tanto que soy incapaz de darle una respuesta rotunda y, antes de que pueda terminar la frase, me interrumpe.

—No digas nada. Sé que estás muy dolida por todo lo que te he hecho y tienes todo el derecho a estar enfadada conmigo. Mi manera de hacer las cosas a veces no es la más acertada, pero te prometo que voy a cambiar. Te quiero, Sara; tal vez no como debería quererte, pero en el fondo te quiero y eso es lo que importa. Eso y que sigamos juntos.

—No —tengo el valor de decirle.

—¿Cómo que no? —me pregunta desconcertado.

Creo que pensaba que, si tenía la oportunidad de hablar conmigo cara a cara, no iba a tener el valor de decirle que no. Y, sinceramente, lo entiendo, pues es algo de lo que incluso yo misma estoy sorprendida. Pero recuerdo lo que hablé con mi madre y ahora comprendo a qué se refería. Mario ha tenido tal poder sobre mí que jamás pensé que llegaría el día en el que pudiera mirarlo a los ojos y tuviese el arrojo de contradecir cualquiera de sus propuestas.

—Lo que yo quiero es que me quieras por encima de todo —le respondo levantándome de la silla y mirándolo desde arriba por primera vez en todo este tiempo que llevamos juntos—. Y ahora, me dejas pasar, por favor, debo irme a trabajar —le digo para que me deje salir.

—¡Escúchame! —me espeta tirando de mi brazo, obligándome a agacharme para que su boca quede a la altura de mi oído—. Te estoy pidiendo perdón, diciendo que voy a intentar cambiar, hacer las cosas de una manera sencilla, pero no me lo estás poniendo nada fácil.

—Sé lo que me estás diciendo. Lo he oído muchas veces, pero ya no quiero ni que lo intentes, Mario. Estoy cansada. Cansada de oírte pedirme perdón, cansada de ver que no cumples tus promesas y, lo más triste, cansada de luchar sola por una relación imposible —replico tirando de mi brazo para que me suelte y golpeando sus piernas con mis rodillas para avanzar y así obligarlo a que me deje salir. No quiero oír nada más.

—¡Sara! Esto no va quedar así —oigo que dice con rabia a mi espalda.

—Lo sé. Ésa es la pena —respondo sin ni siquiera girarme.