CAPÍTULO 31
Me despierto agitada.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, creo que he tenido una especie de pesadilla.
—Pero si tan sólo has cerrado los ojos.
—Ya —respondo mirando al reloj—, pero es lo más parecido que he vivido a una pesadilla.
Julio me mira con cara extraña, intentando encontrar una explicación a mis palabras.
—Voy al baño. Ahora vuelvo. —Noto sus ojos clavados en mi espalda, observando mi inquietud.
Cierro la puerta tras de mí y abro el grifo de la ducha. Necesito desconectar mi mente. «¿Por qué vuelven a mí una y otra vez esos recuerdos? —me pregunto con tristeza—. ¿Por qué no reaparecen una y otra vez los que he vivido con Julio? Comparo a uno con otro y me doy cuenta de que las caricias de Mario estaban más vacías que cualquier pequeño detalle que Julio haya hecho o dicho y, sin embargo, no logro que salga de mi vida. Y eso es angustioso», reflexiono quitándome la ropa. Justo en ese momento Julio aparece en el baño.
—¿Te vas a duchar?
—Sí —susurro.
—¿No íbamos a salir a correr? —me pregunta a mi espalda, besándome el hombro—. Sara, no sé qué es lo que te ha pasado, qué has soñado o qué has recordado, pero creo que me lo imagino —dice girándome para que lo mire—. Correr te sentará bien, te ayudará a poner tus pensamientos en orden. ¿Quieres que salgamos ahora?
—Sí, tienes razón —acepto sin mirarlo a los ojos. Cierro el grifo y me dirijo a mi dormitorio a por la ropa de deporte de forma automática y nos cambiamos en silencio.
—¿Qué recorrido quieres que hagamos?
—Me da igual —contesto mecánicamente, poniéndome unas mallas negras y una sudadera fucsia.
—¿Por dónde solías correr? —pregunta intentando hacerme reaccionar y sacarme de esta bruma tóxica que hay a mi alrededor.
—No sé —respondo encogiéndome de hombros—. Por el parque, normalmente —añado atándome los cordones de las deportivas.
—¿Quieres que hagamos ese recorrido o prefieres que te sorprenda? —me plantea llamando mi atención. Su pregunta hace que levante la cabeza y lo mire fijamente.
—Me encantan tus sorpresas. Me hacen sentirme viva.
—Me gusta oír eso —comenta mostrándome una de sus mejores sonrisas, una de esas que consiguen que los pequeños rayos de sol se filtren entre las nubes y que, poco a poco, van cogiendo fuerza hasta que logran hacer desaparecer las nubes en un día nublado.
—¿Quieres sentirte viva de verdad y que te lleve a un sitio espectacular?
Esa pregunta hace que mi interés despierte y, abriendo mucho los ojos ante una novedad que no tenga nada que ver con mis recuerdos, contesto que sí esperanzada.
—Perfecto. Déjame hacer una llamada antes. Estoy seguro de que te va a encantar —exclama ilusionado, saliendo de la habitación para impedir que oiga con quién habla, y ese toque de misterio me hace sonreír.
«Tu sonrisa es el recuerdo perfecto, Julio, y es el único que debería reproducir mi mente una y otra vez», pienso contemplando el movimiento de su cuerpo al alejarse. Y, sin poder remediarlo, agudizo todos mis sentidos para escuchar su conversación.
—Hola, guapa. Dile a Hugo que al final me lo he pensado mejor y que vamos a hacer lo que él me propuso. No, no nos esperéis. Nosotros iremos corriendo desde allí. Vale, perfecto. Nos vemos en una hora, entonces —oigo que dice. Pero ninguna de sus palabras me adelanta qué es lo que tiene pensado Julio.
»Necesitaremos el coche —me explica antes de salir por la puerta.
—¿A dónde vamos?
—Enseguida lo sabrás —anuncia tendiendo la mano para que le dé las llaves. Yo las dejo caer sobre su palma—. Gracias, bombón, pero quería tu mano, no las llaves —dice haciéndome reír.
Le ofrezco la mano y noto cómo su pulgar no para de trazar pequeños círculos sobre cada uno de mis nudillos. Y ese gesto me hace pensar que está más nervioso de lo que aparenta. Creo que le ilusiona enseñarme lo que ha organizado y eso me emociona. No dejo de contemplar su rostro. Esos labios carnosos que dibujan una boca exquisita, esa mandíbula claramente definida y esos ojos, que poseen un brillo que me enloquece, enmarcados por unas cejas que les dan mayor protagonismo si cabe dentro de su rostro perfecto, aportando profundidad a su mirada. Son de un verde tan intenso que le proporciona ese misterio mágico y pícaro que envuelve todo su cuerpo. ¿Cómo una mirada puede conseguir tantas reacciones en una misma persona? Cuando sus ojos contemplan mi cuerpo, logra encender mi piel de tal manera que puedo llegar a sentir cómo las llamas recorren todo mi ser. Pero su forma de observarme va más allá, ofreciéndome un lugar donde resguardarme y un paraíso por descubrir; donde me siento tan segura que puedo ser yo misma sin miedo a ser juzgada, a meter la pata... o a encajar dentro de este mundo de ficción que hemos creado los mortales donde todos nos ocultamos tras una máscara, fingiendo ser lo que no somos; un lugar donde cada uno de los personajes se maquilla dependiendo del papel que interpreta, ocultando la amargura que alberga su interior tras una cara divertida, donde el odio y el resentimiento se caracterizan de tal forma que sólo aprecias la ternura que transmiten sus pinturas. Pero Julio me ofrece otro mundo completamente diferente al que conocía, con tan sólo mostrarme la pureza de su corazón a través de la profundidad de sus ojos. Esos en los que deseo perderme. Y acurrucarme entre sus brazos y contemplar la belleza de aquello que a primera vista parece insignificante.
—¿Qué? —me pregunta al percibir que no dejo de observarlo.
—Nada —respondo justo cuando las puertas del ascensor se abren.
Entramos en el coche y Julio conduce mientras en la radio suena una canción muy sensual.
—Sabes que me debes un estriptis, ¿verdad? No pienses que se me va a olvidar.
—Sí, y es algo que te deberé por mucho tiempo, porque no me veo capaz de hacer algo así —afirmo convencida.
—Eso ya lo veremos —replica sin apartar la mirada del camino.
—¿No es por aquí por donde está el campo de paintball?
—Muy aguda, señorita —me contesta con una sonrisa centelleante.
Minutos más tarde aparca el vehículo justo en el mismo sitio que la vez anterior. Pero en esta ocasión no hay nadie esperándonos. Tan sólo puedo ver a un grupo de personas disparándose unas a otras en el campo de paintball.
—Vamos —me indica Julio, con un gesto de cabeza, comenzando a correr hacia un sendero.
Yo lo sigo sin problema a buen ritmo. Siento el sonido de las hojas bajo mis pies y cómo el verde de la vegetación va siendo más abundante. Pasamos cerca de un arroyo y Julio aprieta el paso. Noto cómo las gotas de sudor comienzan a invadir mi espalda mientras mi cabeza empieza a liberarse de esa toxina que lleva demasiado tiempo instaurada en mi mente. Esa que me impide pensar con claridad y me bloquea por completo a la hora de decidir qué es lo que quiero realmente; esa que me paraliza cuando creo reunir el coraje para dar el siguiente paso, y desprenderme de esos recuerdos que me oprimen el pecho. Es liberador sentir de nuevo esta sensación y comenzar a saber qué es lo que necesita Sara Jiménez, sin pensar en otra cosa que no sea yo misma. Desterrar momentáneamente toda esta porquería, esa carga que me impide avanzar, es muy gratificante. Y hacerlo de esta forma mucho más, porque no hay nada mejor que anular un mal recuerdo mientras elaboras uno que te aporta energía y entusiasmo para seguir luchando. Y, lo que es mejor, para creer en ti. Sorprendentemente, eso es lo que está logrando Julio que me descubra a mí misma, convirtiendo a la Sara diminuta e insegura en una mujer capaz de afrontar nuevos retos con ilusión, decisión y aplomo, pienso acelerando el paso y dejando atrás a Julio.
Después de veinte minutos más o menos, veo a un lado del sendero un puente y, a mitad de éste, a dos personas de pie junto a un todoterreno aparcado a su lado. Veo cómo Julio levanta una mano para saludarlos y eso me confirma que nos están esperando a nosotros. La altura que hay desde el puente hasta el pequeño río que pasa bajo sus cimientos es abismal, pero todo el conjunto conforma un paisaje relajante y tranquilizador.
—¿Quieres que apostemos? —me pregunta cuando vamos a entrar en el puente, incitándome a echar una carrera.
—¡¿Otra apuesta?! —planteo desconfiada.
—Venga, Sara, es por darle un poquito de emoción —me chincha con una sonrisa risueña.
—No voy a apostar más contigo. Eres un tramposo —digo riéndome, aumentando el ritmo de mis zancadas todo lo que puedo para salir pitando.
—¡¿Tramposo, yo?! ¿Y quién acaba de salir corriendo sin previo aviso? —oigo que dice detrás de mí.
«No mires hacia atrás; si lo haces, perderás tiempo, y estás decidida a ganarlo esta vez», me digo sin parar de correr. Estoy a punto de lograrlo pero, cuando me queda tan sólo un metro para conseguirlo, noto cómo Julio me rodea la cintura con su brazo y me eleva por los aires como si nada, igual que la vez anterior. Mis piernas no se detienen y patalean, intentando soltarme, pero no lo logro y, al final, los dos caemos al suelo, tendidos boca arriba y sin aliento.
—¿Ves como eres un tramposo? —le digo con la respiración todavía agitada.
Hugo se acerca a nosotros y tiende la mano a Julio para levantarlo, mientras el otro chico que lo acompaña me la ofrece a mí. «Él es Sergio», me lo presenta Julio, pero yo no tengo fuerzas para moverme y levanto una mano indicándole que me dé un minuto para reponerme. Entonces los tres se dirigen a la parte de atrás del todoterreno mientras yo me siento para ir, poco a poco, levantándome. Cuando ya por fin reúno las fuerzas necesarias para lograrlo, me acerco a donde están ellos. Los tres se giran para mirarme y Julio me muestra una sonrisa resplandeciente.
—¿Para qué es? —pregunto sospechando su respuesta.
Hugo y Sergio instantáneamente fusilan a Julio con la mirada y él se defiende.
—¡¿Qué?! Si se lo hubiera dicho, no hubiese venido.
—¡Bueno, ¿y qué?! Ya sabes que para hacer esto hay que estar preparado. No es como el paintball —responde, enfadado, quitándole el arnés de las manos para guardarlo en el coche. Esa reacción me confirma lo que sospechaba.
—¡Venga, Hugo, no seas así! Al menos propónselo, ya que estamos aquí —le pide Julio alzando las manos.
Entonces me mira a mí y yo palidezco.
—¿Te gustaría hacer puenting? —suelta decidido.
Y, al escuchar lo que mi mente ya había deducido por sí sola, noto cómo la respiración se me colapsa, los músculos se me agarrotan y estoy segura de que mi sangre ya no baña mis tejidos, porque hace rato que he dejado de notar el latido de mi corazón. No soy capaz de articular palabra.
Entonces Hugo mira a Julio con desaprobación y le contesta:
—Ahí tienes tu respuesta. —Se da media vuelta y comienza a guardar el equipo en el vehículo.
Julio se acerca a mí, me agarra de la mano y, mirándome a los ojos, me pregunta:
—¿Te gusta correr? —Afirmo con un gesto de cabeza—. Bien. Y la razón por la que te gusta es por la sensación que te produce cuando lo haces, ¿verdad? —Vuelvo a asentir con la cabeza y él continúa intentando convencerme—. Perfecto. Sientes que dejas atrás todo aquello que te desagrada, que desaparece durante un rato esa angustia que te impide tomar la decisión correcta, disfrutar de lo que realmente te hace feliz y tanto tu cuerpo como tu mente se liberan. Por un corto período de tiempo, eres tú misma, sin ataduras, sin pensar en los demás, en las obligaciones o en lo que se espera de ti. Al correr, tu cuerpo genera una serie de hormonas que te ayudan a sentirte bien. Pues esto es igual, pero a lo bestia. Sé que te va gustar.
No respondo, mi cuerpo sigue bloqueado. Todos me miran esperando que tome una decisión, pero estoy petrificada y mi cerebro intenta procesar toda la información. Veo cómo Hugo abre la puerta del coche y le indica a Julio que se van antes de montarse. Él se acerca a la ventanilla para hablar con ellos y pedirles unos minutos más para convencerme, pero no hace falta que Julio me convenza porque, justo cuando van a arrancar el vehículo, exclamo:
—¡Sí! —Todos me observan y veo en sus miradas la duda—. Quiero hacerlo —anuncio decidida.
—¿Estás segura? —me pregunta Julio, acercándose a mí ilusionado.
—Sí, llevo mucho tiempo subsistiendo a través de las experiencias de los demás y ahora quiero ser yo quien experimente en primera persona lo que se siente al hacer una locura. Quiero sentirme viva.
—Te garantizo que no te vas a arrepentir.
Hugo sale del todoterreno y me pregunta:
—¿Segura?
—Del todo —respondo sin dudar.
—Muy bien, vamos a preparar el equipo —anuncia.
Julio los ayuda a sujetar las cuerdas a la barandilla del puente y, mientras veo cómo lo hacen, noto cómo mi cuerpo ha pasado de estar en un silencio sepulcral a oír cómo la corriente sanguínea se apresura por llegar al corazón, cogiendo velocidad en cada tramo y provocando en mí un repentino estado de euforia y nerviosismo. Las comisuras de mis labios ascienden como si estuvieran tirando de ellas por unos hilos invisibles. Cuando Julio se acerca a mí con el arnés, una risa nerviosa surge de la nada.
—¿Estás bien? —me pregunta mirándome a los ojos mientras tira de cada una de las correas.
—Sí —es lo único que puedo responder—. ¿Tú ya has saltado?
—Sí, muchas veces. Por eso sé que te va a gustar —afirma mientras veo cómo se coloca su arnés.
Luego coge mi mano y me acerca a la barandilla del puente. Yo asomo la cabeza y, al ver la distancia que hay, el pánico me obliga a retroceder instintivamente. Todos me observan. Hugo no está muy convencido de que sea capaz de tirarme.
—Tienes que estar convencida, Sara. No importa lo que tardes o si al final decides no saltar, pero no olvides que la decisión debe ser sólo tuya —me indica Hugo.
—¿Quieres que salte yo primero? —me pregunta Julio para tranquilizarme.
—¡¡¿Tengo que saltar sola?!! —exclamo angustiada.
—No tienes por qué. ¿Prefieres que saltemos juntos? —añade extrañado.
—Es que, si depende de mí, sé que no voy a saltar, y quiero hacerlo. De verdad que quiero hacerlo.
—Está bien. Hugo necesitaremos los arneses de tobillos y otros elásticos, vamos a saltar juntos —anuncia Julio.
Veo cómo sus agiles manos vuelven a comprobar los bloqueadores, los mosquetones y las correas para que todo esté bien sujeto. Rápidamente desliza sus manos por mis piernas y me coloca en los tobillos el otro arnés. Cierra las correas y une el arnés de los pies con el de la cintura. Después repite la misma operación, se coloca el arnés y tira de los listones para comprobar que todo está como es debido. Julio me da la mano y me acerca a la barandilla.
—¿Preparada?
—Sí —respondo sin creerme aún lo que estoy a punto de hacer.
Hugo comprueba el arnés de Julio de nuevo y sujeta el mosquetón con la cuerda. Veo cómo Julio pasa al otro lado de la barandilla y eso hace que mi estómago se contraiga.
—Nosotros te ayudaremos a pasar, Sara. Una vez que lo hagas, colócate con la espalda apoyada en la barandilla. Tranquila, no te vamos a soltar. Uniremos tus pies y Julio se colocará frente a ti. Abrázate a él. Cuando estés preparada, él se soltará.
Hago lo que me dicen sin dejar de mirar a Julio, porque, si miro hacia abajo, sé que me entrará el pánico. Nuestras miradas se cruzan y es como si hablasen un lenguaje que sólo él y yo entendemos.
—Agárrate a la parte de atrás de su arnés —me indica Hugo cuando Julio se coloca delante de mí.
—¿Confías en mí? —me pregunta animado, con una sonrisa en los labios.
—Sí —respondo sin poder contener la emoción.
—Entonces, ¿nos dejamos caer? —añade para saber si estoy preparada sin dejar de mirarme.
—Contigo, al fin del mundo —contesto sin dejar de mirarlo.
—Pues volemos para llegar hasta allí —dice antes de soltarse.
Nuestros cuerpos caen al vacío. Instintivamente cierro los ojos, entierro la cabeza en su pecho y me agarro a Julio todo lo fuerte que puedo sin dejar de gritar. La adrenalina baña mis tejidos a una velocidad vertiginosa, consiguiendo revolucionar mi corazón hasta tal punto que creo que me va a estallar. Son sólo unos segundos lo que tardamos en caer, pero, durante ese período de tiempo, siento cómo toda tensión desaparece... y mis pensamientos más oscuros se volatilizan. Julio me abraza con firmeza y sus brazos aportan paz a mi torturado corazón y claridad a mis pensamientos, disipando todos los miedos que albergaban ambos. Noto cómo mi cuerpo se relaja, abro los ojos y contemplo la misma radiante sonrisa que siento que se ha instalado en mi rostro. El descenso ha cesado, pero nosotros seguimos suspendidos en el aire. Julio levanta los brazos sobre su cabeza y grita eufórico, soltando todo el aire que había en sus pulmones. Nuestras miradas se cruzan y, sin poder evitarlo, hago lo mismo. Es fantástico verlo así y es fantástico sentirme como me siento a su lado.
—¡¿Qué?! ¿Repetimos?
—Creo que por hoy no quiero más sensaciones fuertes, pero te aseguro que habrá una próxima vez. Ha sido alucinante —respondo extasiada.
—La próxima vez, sola.
—Vale. Aunque echaré de menos tu cuerpo rodeando el mío —contesto sin saber si seré capaz de sentir la confianza que él me transmite.
Me gustaría poder explicar exactamente lo que he sentido mientras caía, pero creo que es indescriptible. La tensión que genera tu cuerpo antes de saltar no es comparable con la que experimentas cuando tu cuerpo cae al vacío. Porque en esos instantes no es sólo tu cuerpo el que cae en picado, sino también tus ataduras, tus mordazas y tus pesados y enquistados razonamientos. Las excusas que tú misma inventabas para no hacer lo correcto, desaparecen. Esas a las que te aferras para convencerte de que es mejor mantenerte en los límites de seguridad que ya conoces que encontrarte perdida sin saber cómo debes comportante ni hacia dónde debes dirigirte. Aquellas que te impiden ser libre. Y eso exactamente es lo que he sentido. La libertad y la sensación de estar viva por completo. Es como si algo te obligase a abrir los ojos después de haberlos tenido cerrados durante mucho tiempo. Y, aunque te duelan debido a la intensidad de los rayos del sol cuando éstos atraviesan tus pupilas, contemplas extasiada la belleza que te rodea y descubres que es una imagen que no quieres olvidar jamás. Es prodigioso experimentar la sensación de poder observar con cautela un escenario que no conoces y que te sorprende a cada paso. Te hace darte cuenta de que caminar por este nuevo terreno que desconoces no es tan malo como pensabas. Es más, te percatas de que es mejor que moverte por un lugar en el que, incluso a oscuras, sabes desenvolverte, y por el cual estabas demasiado acostumbrada a caminar entre tinieblas sabiendo que el temor y la desconfianza eran tus únicos compañeros de viaje.
Julio y yo permanecemos suspendidos en el aire. Y así, colgada boca abajo, me siento más protegida y segura de lo que me he sentido caminando sobre el asfalto a lo largo de mi vida. Poco a poco vamos perdiendo altura.
—¿Qué ves? —me pregunta.
—Árboles —respondo sin saber a qué viene esa pregunta.
—Sí, pero ahora la perspectiva es diferente, ha cambiado. A muchos de ellos no les ves el tronco y, sin embargo, sabes que son árboles.
—Sí —confirmo sin saber a dónde quiere llegar.
—Con los problemas pasa lo mismo, Sara. No van a desaparecer porque los mires desde otro punto de vista, pero, al mirarlos desde otro ángulo, puede que veas particularidades que antes no alcanzabas a vislumbrar y, al tener una visión más completa de la situación, seguro que te resulta más fácil encontrar la solución. Lo que quiero decir es que hay que cambiar la manera en la que observas las cosas, porque ellas por sí solas no cambian —razona antes de que nuestros cuerpos aterricen lentamente sobre el suelo.
No le contesto, no quiero que nada me estropee este momento, aunque sé que tiene razón... pero ya pensaré en eso más tarde. Ahora quiero contener el entusiasmo que todavía siento todo lo que pueda. Y, en cuanto Julio me quita por completo el arnés, me abalanzo sobre él como un pequeño mono.
—Gracias, gracias y mil veces gracias —le digo enmarcando su cara y dándole un sonoro beso en los labios.
—Si llego a saber que ésta iba a ser tu reacción, te tiro antes por un puente —contesta antes de apoderarse de mi boca por completo.
—No lo digo sólo por el puenting. Lo digo por todo en general. Has conseguido que me vuelva a ilusionar y, lo más importante, que me sienta viva.
—No creo que eso lo haya conseguido yo, eso ha sido cosa tuya. El cambio, la perspectiva desde la que ves las cosas y la manera de enfrentarte a los problemas es algo personal. Nadie te puede ayudar, si tú no quieres.
—Vale. Pero tú has sido el detonante.
—No creo que tus amigas se quedasen de brazos cruzados —responde quitándose importancia por primera vez.
—No, pero, como bien has dicho, yo no las dejé.
En ese momento llegan Hugo y Sergio con el coche.
—¿Qué tal, Sara? ¿Te ha gustado? —quiere saber Hugo.
—La palabra «gustar» se queda corta. ¡Ha sido increíble! —respondo sin poder contener mi alegría.
—¿Para repetir, entonces?
—Puedes estar seguro, Hugo —contesto mientras Sergio y Julio terminan de recoger el equipo.
—¿Os acercamos? —propone Sergio.
—No, iremos caminando —contesta Julio.
—Vale, nos vemos allí, entonces.
Comenzamos a andar en silencio y observo lo bonito que es este lugar. Cuando hemos venido corriendo apenas me he parado a ver la vegetación que nos rodea, la tranquilidad que se respira.
—¿Por qué no?
—Por qué no, ¿qué? —pregunto sin saber a qué se refiere.
—Porque no dejaste que África y Lola te ayudasen.
—Es complicado —respondo, y al oírme decir eso, no puedo contener la risa.
—¿De qué te ríes?
—Lola suelta siempre esa respuesta cuando quiere evitar hablar del tema.
—¿Y tú lo estás haciendo ahora? —dice levantando las cejas.
—Sí, supongo que sí.
Entonces cojo una gran cantidad de aire y comienzo a explicarle la razón por la que a veces la amistad, inevitablemente, no es tan sincera como me gustaría.
—Imagino que al principio lo hice por cabezonería. Aunque te parezca absurdo, envidiaba la vida que ellas han tenido. No me juzgues por ello. Las quiero mucho, pero vivir tan de cerca algo con lo que yo he soñado toda mi vida era algo que no me resultaba sencillo. Primero fue África: tenía la relación perfecta y ella la empujaba al fracaso con sus celos. Y eso, no sé por qué, me molestó, aunque tuviera algún que otro motivo siempre he pensado que ella inició la ruptura que después vivieron. Y luego estaba Lola, que tenía infinidad de posibilidades y no aprovechaba ninguna. Eso me cabreaba muchísimo. No entendía su modo de vida, supongo que la novela romántica hizo mella en mí —digo encogiéndome de hombros con una leve sonrisa—. Pero el colmo de los colmos fue cuando Yago apareció. Tanto África como Lola consiguieron aquello que yo siempre he deseado: la una no lo valoró hasta que lo perdió y la otra se atrevía a rechazarlo una y otra vez. Viví con demasiada intensidad sus relaciones y no de la manera que me hubiera gustado. Por supuesto, de todo esto ellas no saben nada. La cosa es que, cuando vi la posibilidad de lograr lo que ellas tenían y a mi parecer no apreciaban como debían, me aferré a ello como a un clavo ardiendo, pasando por alto todo aquello que me disgustaba, ignorándolo e incluso justificándolo. Es como si quisiera mostrarles lo que era valorar y luchar por el amor, como si necesitara darles ejemplo de lo que era amar de verdad. Pero eso no era lo que hacía. Porque lo que hacía, en realidad, era cavar mi propia tumba. Resultaba extraño, no me entendía ni a mí misma. Me alegraba mucho por ellas, pero a la vez me sentía desgraciada por no tenerlo. Tenía la estúpida idea de que, si pasaba por alto y quitaba importancia a los caprichos de Mario, tal vez conseguiría tener una relación parecida a la que ellas poseían, o incluso mejor. Porque, a mi parecer, ellas no eran capaces de valorar lo que realmente tenían. Me obcequé tanto en ese pensamiento que obvié tantas cosas... Es algo despreciable pensar algo así de tus amigas, ¿verdad?
—No. Nadie debe censurar cómo te sientes. Todos tenemos derecho a equivocarnos. ¿Y después...?
—¿A qué te refieres?
—Has comenzando diciendo al principio...
—¡Ah! Después lo que me sucedió es que me sentí culpable por no haberlas escuchado. Además, había permitido que Mario me distanciase de ellas. Así que... ¿quién era yo para pedirles ayuda cuando había desconfiado de su palabra? Estaba avergonzada por mi comportamiento, pero sobre todo por permitir que Mario dominase mi vida. Así que intenté solucionar por mí misma mis propios problemas, hasta que ya no aguanté más.
—¿Y qué te hizo cambiar de idea?
—Primero fue la enfermedad y la muerte de mi padre. Pese a que nos habíamos distanciado, África y Lola estuvieron a mi lado en todo momento, cosa que no hizo Mario. Él se justificaba diciendo que tenía fobia a los hospitales y puede que así sea, no lo sé. Eso lo podía llegar a entender e incluso respetar. Lo que no comprendía era cómo podía llegar a cuestionar siquiera qué iba a hacer después de trabajar. «¿Hoy también piensas ir al hospital?», me preguntaba mosqueado. No me decía nada más, supongo que mi mirada en esos momentos era la respuesta más clara y firme que ha obtenido de mí. Porque, simplemente con oírle formular la pregunta, me ofendía, me crispaba y se me envenenaba la sangre. Luego tuve una conversación muy constructiva con mi padre antes de morir y, por último, tú. Que alguien a quien ni siquiera conoces te aporte tanta seguridad y sin decir nada dé la solución, es como si te dieran con una pala en toda la cara. Ya te he dicho antes que tú has sido el detonante de que mi vida haya cambiado.
—Me alegra saber eso.
—A mí también —le contesto estrechando su mano, ya a escasos metros del almacén.