CAPÍTULO 24

 

 

 

 

—¿Quién? —pregunto desconfiada, mirando la hora.

—Julio —responden al otro lado.

«¡Qué raro!», pienso recogiendo la cena antes de abrir.

—¿Qué hacías? —me pregunta al ver que he tardado en abrir—. ¿Esconder a algún hombre para que no lo vea?

—Me has pillado, Julio —le sigo la broma cerrando la puerta tras él.

—Y aun así me dejas pasar... ¡Qué morbosa te estás volviendo, Sara! —bromea dándome un beso rápido en los labios. Besos que aún no me acostumbro a recibir, y tras los que me quedo pasmada siempre, sin saber qué decir o cómo reaccionar. Y, sin embargo, a él se lo ve tan natural.

—¿Quieres tomar algo? —le pregunto dirigiéndome a la cocina.

—Una Coca-Cola, gracias.

—¿Qué haces tú aquí? Mañana es fiesta, ¿no deberías estar por ahí con tus amigos?

—Y lo estaba, pero ya me iba para casa. De hecho, estaba en la puerta cuando me he dado cuenta de que me he dejado las llaves dentro y mi madre no está. Se ha ido hace dos días a ver a su hermana, vuelve mañana... y me preguntaba si me harías el favor de dejar que me quede aquí esta noche. —Yo no respondo de inmediato y él añade—: Si no fuese tan tarde, le hubiera tocado el timbre a África, pero en su estado no la quiero molestar.

—Julio, no es por nada... a mí no me importa que te quedes, pero... seguro que tienes un lugar mejor donde pasar la noche. Imagino que tienes algún amigo que te pueda ofrecer algo mejor —le digo señalando mi sofá de dos plazas.

—¡Ah! Si es por eso, no te preocupes. Yo me adapto —responde acomodándose en el sofá.

— ¿Qué estabas viendo?

Con derecho a roce —contesto sentándome a su lado.

—Una película perfecta para un día como hoy. Entre la peli y el pijama, se diría que me estabas esperando —bromea con una sonrisa burlona, mofándose de mi prenda de Betty Boop. Yo no contesto. Tan sólo le muestro una sonrisa irónica e indiferente.

La película ya ha acabado hace rato y los dos permanecemos frente al televisor sin ganas de movernos. Yo al menos. Pero el cansancio comienza a hacer mella en mí y, a eso de la una de la madrugada, anuncio que me voy a dormir. Le saco una manta para que se tape y me despido.

— ¿Seguro qué estarás bien?

—Sí, tranquila. No quiero molestar.

—De acuerdo. Buenas noches —me despido antes de retirarme a la cama.

Pero, pese al cansancio que tengo, no dejo de pensar en que Julio se debe de estar partiendo la espalda y, oír cómo no para de dar vueltas, no ayuda a que me duerma. Así que, sin pensar muy bien lo que estoy haciendo, voy al salón y le digo:

—¡Anda, ven!

—¿Cómo? —me pregunta sorprendido.

—Está claro que no cabes y así te va a ser imposible dormir —le aclaro señalando sus piernas, que cuelgan más de la mitad por un extremo—. Somos adultos y no me va a pasar nada por compartir la cama contigo —le explico.

—¿Estás segura?

—Sí, venga, ven.

«Seguro que eres mejor compañía que la que he tenido hasta hace poco», pienso para mí, pero eso no se lo digo. Lo que le faltaba por oír a Julio.

Me meto en la cama y, en la penumbra, veo cómo se quita los pantalones.

—Es para estar más cómodo —se justifica al ver cómo lo miro.

—Haz lo que quieras. No me voy asustar. No creo que tengas algo diferente a lo que haya visto —respondo fingiendo tranquilidad.

—Entonces no te importa que me quite también esto. Me gusta dormir desnudo. —Veo cómo Julio estira de la cinturilla de sus bóxers mientras me observa con una sonrisa retorcida. «¡No será capaz!», alucino abriendo los ojos como platos—. Es broma —aclara divertido mientras se tumba a mi lado y yo me giro de espaldas a él—. Sara.

—¿Sí? —respondo sin girarme.

—Date la vuelta, por favor. Déjame verte. —Yo hago lo que me pide y así, contemplándonos el uno al otro y en silencio, un silencio acogedor en el que no hacen falta las palabras para expresar cuánto agradeces que esa persona esté a tu lado en esos momentos, nos quedamos dormidos.

Pero no es un sueño profundo. Al menos por mi parte. Porque, en cuanto noto cómo su pierna roza la mía o su brazo se coloca sobre mi cintura, me despierto. Me enrollo en la sábana para evitar su contacto y vuelvo a dormirme. Al rato su mano se vuelve a posar sobre mi cuerpo, esta vez en mi pecho. Yo, con sumo cuidado, la cojo y la pongo sobre mi mejilla... y es tan agradable sentir su contacto, el cariño que me hace experimentar esa caricia inconsciente y premeditada por mi parte, que vuelvo a quedarme dormida no sin antes poner mi mano sobre la suya. Y así paso la noche yo, porque Julio duerme a pierna suelta, despreocupadamente. Los primeros rayos de luz comienzan a filtrarse a través de la persiana y me permiten contemplar un torso perfecto y definido a mi lado. Y, sobre éste, veo una frase tatuada justo en un lateral de las costillas, al lado del corazón.

Alzo la cabeza para poder ver lo que pone y leo: «Nunca te dejes dominar por tus miedos. Enfréntate a ellos y vencerás la batalla».

Justo en ese momento, Julio abre los ojos y me pilla de lleno.

—Tienes un tatuaje —suelto para justificar mi descaro.

—Sí. Tengo dos —me responde enseñándome su antebrazo.

Leo este segundo en voz alta mientras deslizo suavemente mis dedos para acariciar su piel:

—«No fracasa aquel que cae, sino el que no intenta aprender a caminar».

—Es una frase que me ha repetido mi madre toda la vida —me explica—. Cuando era pequeño nunca la entendí, pero ahora es como un mantra para mí. Algo que me repito cuando las cosas no salen como deben.

—Es bonito lo que pone. ¿Hace mucho que te los has hecho?

—El primero que me hice fue el del pecho. Mis padres se separaron cuando yo tenía catorce años. Al parecer, en su relación ya no existía nada por lo que luchar, me dijo mi madre. Pero luego me enteré de que mi padre se había enamorado de la mujer que hoy es su esposa. Imagínate enterarte de que tu madre te ha mentido para proteger la imagen de tu padre, el cual se ha ido de casa y prefiere vivir con los hijos de otra mujer en vez de con el suyo propio. Fue duro para mí asumir todo aquello. Pero con los años comprendí que mi madre tenía razón y que, aparte de mí, no había nada que los uniera. Así que no había necesidad de seguir juntos cuando ninguno de los dos era feliz y, en consecuencia, la amargura en la que vivían la trasladaban a su hijo, así que la mejor opción fue que se separasen. Mis padres hacía tiempo que no se querían como pareja, como marido y mujer. Para mi madre, eso nunca ha sido un problema, porque es una mujer muy independiente y ella se sentía realizada tan sólo con verme crecer; sin embargo, mi padre, con todo lo que parece, necesita a su lado a alguien en quien apoyarse y, cuando ese punto de apoyo no te lo ofrece tu propia esposa por las razones que sea, lo buscas en otra mujer. Así de simple. No hay culpables cuando una pareja se separa, porque tanto uno como el otro han dejado que ese amor se extinga, no lo han cuidado como es debido y, al final, eso se acaba. Esa época fue dura para mí; figúrate, en plena adolescencia, en la que estás buscando tu propia identidad, tu sitio, y la única referencia fiable que tienes, el único lugar en el que te sientes seguro, desaparece. Se esfuma, de la noche a la mañana.

—Pero ¿nunca sospechaste que tus padres ya no se querían?

—Claro que lo sabes. Percibes detalles, notas tensiones entre ellos y sabes perfectamente que la relación de tus padres tal vez no es como debe ser. Pero, aun así, a esa edad cierras los ojos porque el centro del universo eres tú y tus amigos. A esa edad, no queremos ver, o no vemos, más allá de nuestros propios problemas. Con el tiempo entendí todo esto que te he contado y me di cuenta de que el miedo que había sentido al perder esa estabilidad me impidió ver lo importante que sigo siendo para los dos. Y que el rechazo, el abandono, o incluso la culpa que sentía en ese momento, eran tan sólo temores que tenía en mi corazón. Pero ninguno de esos sentimientos era real. Y de ahí viene la frase —dice cogiéndome la mano para que acaricie las letras. Percibo cómo se estremece al notar mis dedos sobre cada palabra. Veo cómo cierra los ojos, disfrutando de ese instante... como si llevase siglos esperándolo, como si curase sus heridas después de una dura batalla o como si sus sueños se convirtiesen en realidad en ese preciso momento y deseara que durase una eternidad. Es entonces cuando aprecio que Julio no sólo quiere acostarse conmigo, sino que quiere hacerme feliz. Y despacio, muy despacio, me voy acercando a su boca y beso esos labios que me vuelven loca desde hace mucho tiempo, aunque, por miedo, he estado reprimiendo el deseo. Noto cómo sus brazos me rodean y su boca da la bienvenida a la mía de la forma más exquisita. Yo me recuesto y él se pone encima, dejándome notar a través de la ropa su erección. Noto cómo una de sus manos se pierde debajo de mi pijama y alcanza uno de mis pechos, provocando que mi espalda se arquee, mientras la otra se aferra a mi cuello para prolongar más su beso a la vez que nuestros cuerpos se frotan uno contra el otro. Pero, justo cuando su mano comienza a moverse en otra dirección, me bloqueo, me tenso, y Julio lo percibe. Se detiene y, con una sonrisa resplandeciente, me susurra sin dejar de mirarme a los ojos.

—Creo que por hoy es suficiente. ¿No te parece? —Suspiro aliviada y asiento con la cabeza sin decir nada. Cuando él se recuesta sobre su codo, yo lo miro a los ojos y le digo:

—Lo siento. No era mi intención...

—Sara, no tienes que disculparte por nada. Yo sólo quiero que, llegado el momento, si es que llega, suceda de igual forma que ha surgido esto. De manera espontánea y que sea algo con lo que disfrutemos ambos.

—Tus padres se tienen que sentir orgullosos de su hijo.

—Eso espero —responde levantándose de la cama—. Mi padre me ha enseñado a no rendirme nunca, a luchar por lo que quiero. Él afirma que, si te esfuerzas al máximo y eres paciente, todo llega. Y mi madre, a aprender de los errores y a respetar la decisión de los demás sin juzgar sus actos. Son unos valores que me han inculcado desde niño y de los que estoy muy agradecido. Tú me recuerdas a ella.

—¿A quién? ¿A tu madre?

—Sí, en algunos aspectos, sí. Eres tan dulce y comprensiva como ella. La diferencia es que ella, principalmente, se respeta a sí misma, y tú no.

Se produce un largo silencio después de que Julio enuncie esas palabras. Creo que él calla porque se arrepiente de haber dicho en voz alta lo que piensa, y yo, porque lo que él me dice es verdad. Lo que pasa es que nadie había sido tan claro hasta ahora como lo ha sido él.

—¿Puedo abusar un poco más de tu hospitalidad y que me invites a desayunar? —pregunta ya vestido.

—Por supuesto —respondo dirigiéndome a la cocina.

Enciendo la cafetera, preparo tostadas y, cuando abro la nevera para sacar la mermelada y la mantequilla, oigo que me dice:

—Perdona si te ha molestado mi comentario de antes. No pretendía ofenderte.

—No pasa nada, tranquilo —contesto, asombrándome de que un hombre me pida disculpas a mí. Ya sé que las comparaciones son odiosas, pero es inevitable hacerlas. Mario jamás me pidió perdón, si en sus disculpas no había un objetivo que conseguir. Tampoco hubiera sido tan razonable si hubiese comenzado algo que luego no iba a ser capaz de terminar. Sin embargo, Julio no sólo me ha pedido perdón tan sólo porque le preocupa haberme hecho daño con su comentario, sino que intenta comprender cómo me siento, respetando mi decisión. Y eso me encanta.

Nos sentamos uno frente al otro y comenzamos a hablar de cosas banales. Mientras lo hacemos, me fijo en cada uno de los rasgos que componen su cara y que consiguen que vea más belleza si cabe en cada uno de ellos. Una mandíbula marcada, unas cejas espesas y definidas, unos ojos profundos pero con una mirada pura y sincera, y una boca hecha para el pecado.

—Bueno, Sara, debo irme.

—¡¿Ya?! —le digo mirando al reloj.

«Con Julio pasa el tiempo volando», pienso al darme cuenta de que llevamos hora y media conversando.

—Sí, tengo que ir a buscar a mi madre a la estación en media hora —responde levantándose de la silla. Yo hago lo mismo y lo acompaño hasta la puerta. Veo cómo pulsa el botón del ascensor y, cuando éste se abre, Julio añade—: Por cierto, Sara, te dije que serías tú quien me pediría que me metiera en tu cama antes de lo que tú imaginabas, y así ha sido. Así que me debes una y tengo muy claro cómo cobrarme tu deuda. —Agrega una sonrisa resplandeciente sacando un manojo de llaves del bolsillo de su pantalón.

—¡Serás cretino! Eso es hacer trampas —suelto, pero Julio ya no me escucha, porque las puertas del ascensor ya se han cerrado, aunque me ha dejado ver su victoriosa cara a modo de despedida.

Nada más entrar en mi piso, mi teléfono suena.

—Hola, mamá —la saludo con una sonrisa en los labios al recordar cómo Julio se ha salido con la suya.

—Hola, Sara. Me preguntaba si tienes planes para almorzar. Si no es así, ¿te apetecería comer con tu madre?

—Creo que en estos momentos no hay nada que me apetezca más, mamá.

—Me alegra oír eso.

—Me acabo de levantar, así que dame una hora y cocinamos juntas, ¿te parece?

—Es una idea estupenda —responde antes de colgar.

Hago la cama, recojo la cocina y me ducho antes de ir a casa de mi madre.

—Hola, mamá —digo al entrar por la puerta.

—Hola, cariño —responde acercándose a darme un beso—. ¿Cómo estás?

—Mucho mejor, la verdad. ¿Qué tenías pensado hacer de comer?

—¿Qué te parece si preparamos un risotto de champiñones? Siempre te ha salido mucho más jugoso que a mí.

—Perfecto —acepto encantada, sacando los ingredientes.

—¿Sabes algo de Mario? —me pregunta mientras trocea la cebolla.

—No, y me gustaría seguir sin saber nada de él.

—¡Me sorprende! No creí que se conformase tan fácilmente. Aunque, a veces, las apariencias engañan y me alegra haberme equivocado con él.

—No te has equivocado, mamá. Desde que hablamos han pasado muchas cosas, me hizo una visita. Pero espero que por fin haya entendido que lo nuestro ha terminado. No le deseo ningún mal. Es más, espero de corazón que encuentre a la mujer capaz de aportarle paz a su atormentada personalidad —le explico mientras lavo los champiñones antes de laminarlos—. Yo sólo pido que me deje tranquila. —Suspiro.

—¡Eso es muy considerado por tu parte, hija mía! Debería sentirse afortunado de haber conocido a alguien como tú —exclama mi madre, orgullosa.

—Creo que nunca supo apreciarme, y mucho menos se sintió afortunado al estar a mi lado.

—Aunque no lo creas, no opino como tú. Mario sabe perfectamente lo que ha perdido, sino no hubiese vuelto a buscarte. El problema es que ahora sabe, sin duda, que no te ha cuidado como es debido. No es fácil aceptar nuestros errores y reconocer nuestros defectos. Considero que Mario es de esas personas que no saben asumir que se han equivocado ni admitir su parte de culpa.

—No, no es fácil. Pero dudo de que él reconozca que tiene un problema. Si volvió a buscarme fue porque no es corriente encontrar a mujeres estúpidas que le consientan todo lo que yo le he consentido.

—No te engañes, Sara. Todos sabemos de qué pie cojeamos cuando estamos a solas, otra cosa es que no lo queramos asumir en público. A fin de cuentas, todos tenemos conciencia.

—No sé, mamá... Me cuesta pensar de esa manera en Mario. Lo que no entiendo es cómo no me di cuenta antes, teniéndolo tan claro como lo tengo ahora.

—A veces nos hace falta estamparnos contra un muro para cerciorarnos de que ese dique está ahí. Porque, hasta que no nos abrimos la cabeza y vemos cómo nuestra sangre sale a borbotones, no nos percatamos de la situación. Nos engañamos a nosotros mismos, nos damos excusas que nos acabamos creyendo, y eso es lo que te ha pasado, Sara. Algo tan normal y cotidiano como no creernos lo evidente.

—A veces creo que he vivido una realidad paralela a la real. —Suspiro comenzando a sofreír el ajo, la cebolla y los champiñones, mientras mi madre prepara el agua para el arroz.

—¡Y así es! Pero no pienses que lo hacemos queriendo, no —dice posando una mano en mi brazo para que la mire a los ojos—. Simplemente pensamos que, si vemos la realidad tal como es, no podremos soportar el dolor, y por eso nos engañamos. Lo hacemos como medida de protección.

—¿Por qué me da la sensación de que hemos vivido algo similar, mamá? —pregunto sin dejar de observarla. Entonces ella baja la cabeza y vuelve a ocuparse del agua.

—Porque, en ocasiones, divisé muy de cerca ese muro. Pero a diferencia de ti, yo tenía dos hijas preciosas por las que luchar y hoy me siento orgullosa de las mujeres en las que se han convertido.

—Aun así, sigo sin entender cómo aguantaste su soberbia durante tantos años. Papá siempre consideró que era mejor que tú, que estaba por encima de ti en muchos aspectos. Él era don perfecto y, una de dos, o estabas con él o contra él. No cabía la posibilidad de que tu punto de vista fuese diferente al suyo. Y eso era lo que Nieves no soportaba.

—Como has dicho antes, yo era esa mujer que le aportaba un poco de paz a su atormentada personalidad y eso me gustaba. No fue el mejor compañero del mundo, eso no lo voy a negar, pero me acompañó en cada paso y, para mí, eso era suficiente. Cada persona antepone unas cualidades a otras, la cuestión es tener claro lo que es importante para ti en la otra persona.

Al escucharla hablar de esa forma, me doy cuenta de lo afortunada que he sido de tenerla como madre, de los sacrificios que ha hecho por nosotras y de las pocas veces que le hemos dicho cuánto la queremos, lo mucho que ha significado para mí tenerla siempre a mi lado y lo sencillo que ha sido hablar con ella de aquello que me preocupaba. Puede que no siempre tuviera la solución correcta, pero al menos lograba acallar mis temores con tan sólo escucharme y un poco de té.

Terminamos de almorzar y, antes de regresar a mi casa, le pregunto por mi hermana.

—¿Sabes algo de Nieves?

—Hablé con ella hace unos días. Está bien, tan ocupada como siempre.

—A ver si la llamo. Porque, si no soy yo la que marca su número, pueden pasar meses esperando a que sea ella la que marque el mío. Bueno, mamá, me voy.

—Cuídate, hija.

—Lo haré —respondo con decisión.

Pero, antes de salir por la puerta, me llama.

—¡Sara! —Doy media vuelta para ver qué quiere y ella acaricia mi mejilla con sus dedos y me dice—: Eres más fuerte de lo que aparentas, siempre lo he pensado. Y llegará el día en que recordarás esta etapa como una mala racha, pero te aseguro que te alegrarás de haberla vivido, porque es la única forma que tenemos de apreciar la fortaleza de nuestra alma.

—Gracias, mamá —respondo abrazándome a ella. Un abrazo en el que no sólo nuestros cuerpos se entrelazan, sino que también lo hacen nuestros corazones, y ellos sí que declaran cuánto se quieren.

«La conversación con mi madre ha sido muy reveladora. Y ahora tengo ganas de comprobar la resistencia de mi alma, y sé cómo debo hacerlo», me digo de camino a casa.

 

Sara: Hoy he pasado la noche con Julio. No es lo que pensáis, os aclaro antes de nada. Pero quiero que sepáis que me voy de viaje o donde tenga pensado llevarme. Lo acabo de decidir.

 

La respuesta de Lola y África no se hace esperar y en ambos mensajes aparecen emoticonos de palmas y flamencas bailando de alegría.

 

Lola: Quiero un resumen detallado. Y no puedo esperar a la cena. ¡Cuéntanoslo todo!

Sara: Pues voy a ser mala y os voy a hacer sufrir. Pero antes os diré que hacía mucho que no disfrutaba tanto con un hombre.

Lola: Sara, ¿seguro que no te has acostado con él?

Sara: Seguro.

África: No todo en la vida es sexo, Lola.

Lola: Todo, no, pero la vida gira en torno a él, porque, si somos sinceros, a todo el mundo le gusta disfrutar del sexo. Simple y llanamente por satisfacer nuestros instintos primarios. Porque nos da placer y disfrutamos mientras lo practicamos. Si no fuera así, no existirían los juegos de palabras, los comentarios dichos con segundas intenciones o las situaciones provocativas que incitan al sexo.

África: Creo que te estás olvidando de algo muy importante, Lola.

Lola: ¿De qué?

África: El sexo es la forma de expresar a la otra persona cuánto la quieres, lo importante que es para ti.

Lola: Siento discrepar contigo, África. No voy a negar que tengas razón en lo que dices, pero también debes reconocer que, si dejáramos a un lado los sentimientos, seguiríamos practicando el sexo simplemente por placer, porque es una forma de relacionarnos tan natural como cualquier otra. Y porque, si no disfrutásemos y los orgasmos se parecieran a un dolor de muelas, la raza humana hace tiempo que habría desaparecido. Sin embargo, hacemos todo lo contrario. Repetimos y, cuanto más, mejor, y si es con la persona adecuada, todavía mejor.

África: Vale, lo reconozco, tienes razón.

Lola: Siempre la tengo.

Sara: Bueno, pues para mí no es como un dolor de muelas, pero tampoco es como comerme un banana split.

Lola: Eso es porque no has encontrado la banana correcta, pero puedo asegurarte que esta vez buscas en el platanero adecuado.

Sara: Eres de lo peor, Lola.

 

Esto último lo escribo riéndome.

 

África: Tengo que reconocer que se lo has puesto a huevo, Sara.

Sara: Sí, debo admitir que sí. Bueno, os dejo. ¿A qué hora quedamos?

África: Cuando queráis, nosotros estaremos en casa toda la tarde.

Lola: Vale, nosotros nos pasaremos entre las ocho y las nueve.

Sara: Entonces quedamos así.

África: De acuerdo, nos vemos luego.

Lola: Ok.

Sara: Perfecto.