CAPÍTULO 17
Los dos días siguientes me despierto deseando que lleguen las diez de la mañana para que mi móvil suene. Pese a que me resisto a ilusionarme, ese mensaje de buenos días consigue hacerme sonreír y eso me gusta. Hasta Samira lo ha notado y siempre, después de contener la risa, me pregunta.
—¿Algún día me vas a decir quién te hace reír todas las mañanas?
—No es nadie —respondo sin ganas de explicarle nada más. Pero, al parecer, hoy ella no está por la labor de conformarse con mi respuesta.
—¿Sabes qué, Sara? Te conozco, y te conozco mejor de lo que crees. Comparto muchas horas contigo y sé cuándo mientes y cuándo no. Sé diferenciar cuándo estás triste de cuándo estás agotada... y sé cuándo es una media sonrisa sin ganas o cuando es una sonrisa llena de ilusión, de esas que hacen que te brillen los ojos. Exactamente como la que llevo viendo día tras día durante toda la semana —me dice a la defensiva.
—Pero ¿qué te pasa, Sam? ¡¿Hoy te has levantado con el pie izquierdo o qué?! ¿A qué viene ese mosqueo? No lo entiendo —le contesto irritada y, mientras me vuelvo hacia el archivador que hay detrás de nosotras, en voz baja, añado sin darme cuenta—: Ni que estuvieras celosa, hija.
Entonces Samira, en un arranque de impotencia, se levanta de la mesa y sale de la oficina.
—Pero ¿qué le ocurre? —le pregunto a Javier.
—Estará en esos días tan raros que tenéis las mujeres. ¡Qué sé yo! —responde sin inmutarse.
Espero un par de minutos, pero, como no regresa, me acerco al baño y, al abrir la puerta, la veo mirándose detenidamente en el espejo, como si éste tuviera las respuestas a su malestar. Entonces percibe mi presencia y veo cómo me mira a través de él.
—Perdóname, no debí decir eso. No ha estado bien por mi parte. A fin de cuentas...
—No es culpa tuya, Sara. Tú siempre has sido sincera conmigo, pero, sin buscarlo, me encuentro en mitad de este huracán que sin querer me salpica y eso me está afectando más de lo que imaginas.
—No entiendo a qué te refieres —planteo con dulzura, acercándome a ella.
—Mario no deja de llamarme, y tú comienzas a encapricharte de alguien sin ni siquiera... —Y entonces, sin previo aviso, termina aquello que una vez quiso hacer en el ascensor, pero que no pudo. Me besa. Y es un beso que, para mi sorpresa, no rechazo, sino que me dejo hacer porque no me desagrada el sabor de sus labios. Coge mi cara entre sus manos y recorre con su lengua cada centímetro de mi boca. Por mi cabeza pasan a la velocidad de la luz un millón de pensamientos que, debido al shock, se acumulan uno a uno, esperando hallar una respuesta. «¿Me está gustando? Porque, si no fuese así, me habría retirado. ¿Me gusta más que cuando me besaba Mario? Esa respuesta es sencilla. Sí. ¡Oh, Dios mío, me gusta más que cuando me besaba Mario! ¿Y eso qué significa? ¿Que me gustan las mujeres? Eso explicaría muchas cosas, pero eso es algo de lo que me debería haber dado cuenta, ¿no?», me bombardeo mentalmente durante el corto período de tiempo que dura ese beso.
—Comienzas a encapricharte de alguien sin ni siquiera tenerme en cuenta —continúa con lo que estaba diciendo antes, sin separarse de mis labios. Al no tener reacción alguna por mi parte, añade—: No digas nada. —«Tranquila, no podría aunque quisiera», contesto interiormente—. En mi cabeza no era de esta forma como lo imaginaba, pero estaba segura de que no me rechazarías. Desde que me contaste que lo tuyo con Mario no funcionaba en muchos aspectos, parte de mí tuvo la esperanza de que fuese porque, aunque tú te negases a creerlo, había una parte de ti que tal vez... no sé... tú y yo... Suena ridículo, lo sé, pero siempre he pensado que quizá... he tenido la esperanza... El caso es que nunca te he ocultado que me atraes muchísimo y, al dejarlo con él, en mi mente comencé a fantasear con la idea de que, si poco a poco me acercaba a ti, puede que llegaras a ver algo en mí que te gustase. Y yo podría enseñarte a disfrutar del cuerpo de una mujer. Pero Mario me dijo que había alguien. En un principio no lo creí, pero al ver cómo resplandece tu cara estos días cuando suena tu móvil... El caso es que todo está yendo más deprisa de lo que yo esperaba, y el tiempo se me agota. No sé quién es, pero lo que sí sé es que no soy yo y eso ha hecho que hoy me comportase de esa forma. Así que te pido perdón. No ha sido justo por mi parte. Por eso, cuando has venido, no he podido contenerme —dice dirigiéndose hacia la puerta para irse, pero, antes de cerrarla, se vuelve hacia mí y añade—: Sólo quería confirmar si lo que he sospechado tantas veces era verdad. No me has rechazado, así que presiento que tú, ahora, tienes mucho en que pensar. —Dicho esto, sale del baño dejándome tan petrificada como hace breves instantes, cuando sus labios se apropiaron de los míos.
Cuando regreso a mi mesa, veo que Samira no está y le pregunto a Javier.
—¿Y Sam?
—Se ha ido a casa. Ha dicho que se encontraba fatal, ha hablado con Mateo y se ha marchado —responde sin levantar la vista del ordenador.
Dejo caer mi peso sobre la silla y acaricio mis labios instintivamente, intentando averiguar por qué no me he retirado. Sin dar pie con bola, trato de centrarme en los pedidos, pero ya no sé si sumo, resto o divido, lo único que sé es que ahora tengo más dudas que nunca.
Poco antes de salir del trabajo, me llega un mensaje que me hace centrarme en la realidad.
Lola: ¡¡Hoy es el gran día!! ¿A qué hora habéis quedado?
No le contesto, en estos momentos estoy tan descentrada que necesito llegar a casa y asimilar lo que ha sucedido en el baño.
Cuando al fin me desplomo en el sofá, con una copa de vino blanco en las manos, decido responder.
Sara: No hemos quedado, dijo que llamaría.
Lola: ¿Te habrás depilado, verdad? Sara, hoy tienes que estar radiante. ¿Y qué te vas a poner?
Sara: No he pensado en eso.
Lola: ¿Cómo que no has pensado en eso? Sara, ¿te pasa algo?
Sara: No. ¿Por qué?
Lola: Porque no es normal que tú no hayas pensado en eso.
Sara: Ha sido un día extraño en el trabajo y acabo de llegar.
Lola: Bueno, pues mueve tu culo y busca algo sexy y provocativo.
Sara: Lola, hemos quedado como amigos, así que me voy a dar una ducha y me voy a poner el chándal. No quiero complicarme más la vida.
Lola: ¡¿El chándal?! Joder, Sara, que aguafiestas eres.
Sara: Sí, el chándal.
Lola: Pues si triunfas con ese chándal roñoso y lleno de bolas que tienes, te hago un monumento, porque es antilujuria total.
Sara: Entonces es exactamente lo que necesito.
Respondo poniéndole un emoticono de una carita enfadada.
Lola: Percibo que necesitas urgentemente una reunión de chicas para ponerte al día de lo que se debe y no se debe hacer en una cita. Ya voy a organizar algo para que te recicles.
África: Sara, ponte otra cosa, por Dios, que Lola es capaz de presentarse en tu casa y quemarte ese harapo e incendiar el edificio sin querer.
Lola: Cierto.
Sara: Está bien. Vaqueros y camiseta básica, pero de ahí no me sacáis.
África: Mucho mejor.
Lola: No es lo que yo considero adecuado para tu situación, pero... tendré que conformarme.
Sara: Pero ¿de qué situación hablas?
Lola: Sara, ya te lo dije el otro día. Estás carente de amor y necesitas urgentemente una transfusión del elixir de la vida.
Sara: ¡¡¡Amigos, sólo amigos!!! Me voy a la ducha, os dejo.
África: No le hagas caso. Pásatelo bien y no te sientas obligada a nada que no quieras hacer. Ya nos contarás.
Sara: Gracias, África.
Lola: ¡¡¿Gracias, África?!! ¿Y qué pasa, que para mí no hay «gracias»?
Sara: No, para ti hay esto.
Envío un emoticono sacando la lengua.
Sara: Mañana os cuento.
Lola: ¡¡No, no!! Mañana, no. En cuanto salga por la puerta nos mandas un mensaje. A no ser que se quede a dormir, claro.
Sara: Eres imposible, Lola. Me voy a la ducha.
Me despido y arrojo el móvil sobre el sofá mientras bebo de un trago lo que queda de vino antes de meterme en la ducha. Al salir, enrollo una de las toallas a mi cuerpo y la otra en mi cabeza y, cuando me dirijo a mi dormitorio para vestirme, suena el timbre de la puerta.
—¡Joooder! —exclamo nerviosa en voz baja, al comprobar quién es a través de la mirilla.
El timbre vuelve a sonar, obligándome a abrir la puerta tal y como estoy.
—Sabía que me echabas de menos, pero no esperaba esta calurosa bienvenida —dice mirándome de arriba abajo, apoyando uno sus hombros contra el marco de la puerta.
—Llegas pronto. Además... ¿no me ibas a llamar antes? —le respondo seria, mirando cómo desliza su pulgar sobre su labio inferior.
—Según se mire. Bajo mi punto de vista, llego en el momento oportuno —contesta agarrándome de la cintura repentinamente y acercándome a él, consiguiendo que mi respiración se acelere—, pero, como dijimos que esto era una cena de amigos, vete a vestir y deja de provocarme —añade tan cerca de mis labios que estoy deseando que se abalance sobre ellos.
Como les dije a África y a Lola, me pongo una camiseta de manga larga básica y unos vaqueros. Cuando salgo del dormitorio, lo encuentro sentado en el sofá con una cerveza en la mano. Al verme, levanta el botellín y dice:
—Espero que no te importe. Me he tomado la libertad de cogerla de la nevera, ya que es lo que suelen hacer los amigos.
—¡No, tranquilo, siéntete como en tu casa! —contesto con sarcasmo.
—Si hubiera sido una cita, hubiese preguntado —responde enseñándome esa sonrisa traviesa pero que me aporta seguridad.
—No creo que ése sea tu estilo —digo acercándome a la nevera a por otra cerveza.
—Tienes razón. ¿Y cuál crees que es mi estilo? —plantea sin dejar de mirarme.
—No lo sé, pero las formalidades no te pegan nada —contesto sentándome a su lado sobre uno de mis pies.
—Cierto, no me gusta andarme con rodeos, simplemente porque eso es lo que se supone que se debe hacer en determinadas situaciones. Si dos personas quieren algo la una de la otra, ¿por qué no ser claros y ahorrarse un montón de ceremonias absurdas?
—Me gustan las ceremonias.
—Lo sé.
—¿Por qué lo sabes?
—No hay más que ver la cantidad de libros de romántica que tienes. ¿En serio crees que un hombre se va a tomar tantas molestias por una mujer como aparece en tus libros?
—No, ya sé que no —acepto agachando la cabeza—, pero sería bonito que lo hicierais.
—Veo que no te han tratado como te mereces, amiga —responde haciendo hincapié en la última palabra—. Un hombre se debe tomar todas las molestias y más cuando de verdad le importa una mujer. Yo lo haría.
— ¿Lo harías? O sea, no lo haces.
—No, de momento no he tenido esa necesidad. Normalmente, cuando quiero algo, lo pruebo para estar seguro de que realmente quiero más.
—Me estás diciendo que siempre que te gusta una chica vas y sin previo aviso la besas o le propones acostarse contigo.
—Normalmente, sí.
—Pues habrás recibido más de un guantazo.
—No creas; os gusta haceros las duras, pero en el fondo estáis esperando un hombre con decisión.
Aunque su respuesta es la típica que daría Mario, en su mirada no veo nada similar a lo que él me mostraba. Y eso me gusta, porque me hace pensar que es ese chico rebelde que está dispuesto a partirle la cara a cualquiera por defender a su chica. Algo que Julio ya me demostró hace dos días... aunque yo no soy su chica, sino una buena amiga.
—Pero qué creído te lo tienes —le contesto.
—A ti te he besado más de una vez y todavía no tengo tus dedos marcados en mi cara —suelta con seguridad—. Sara, antes de besar a alguien, tengo que haber visto ciertas señales. Un cruce de miradas, un roce que no parezca intencionado...
—¡Buah! Ése es mi principal problema. Soy pésima para interpretar esas señales.
—¡¿En serio?! Nunca me lo hubiera imaginado.
—¿Por qué lo dices?
—Porque la primera vez que te vi no es eso lo que percibí.
—¿De qué me hablas?
—En El Pingüino Helado, ¿recuerdas?
—No sé a qué te refieres. Yo no he estado allí contigo nunca —respondo haciéndome la loca. Aunque recuerdo como si fuese ayer esa noche y, con sólo rememorarla, siento cómo el calor asciende por mis mejillas. Agacho la cabeza para ocultar mi rubor y oigo cómo relata la escena de aquella noche.
—Lola y tú estabais en la barra. Lola no paraba de hablar pero no le hacías ni caso. Tú estabas resplandeciente, pensativa pero resplandeciente... hasta que Lola tiró de ti y te empujó a la pista de baile, y fue como si te sacasen de tu burbuja. Las dos os reíais sin parar y yo no podía dejar de mirarte.
—¡¿A mí?! ¡Pues serías el único, porque normalmente es en ella en quien se fija todo el mundo! —exclamo incrédula, bebiendo luego de mi cerveza.
—Sé perfectamente en quién me fijé aquella noche, y es en la misma mujer que tengo frente a mí —contesta bajando el tono de voz y consiguiendo centrar toda mi atención en su boca al escuchar sus palabras—. Pero aquella noche mi intención no era la misma que la de hoy.
—¿Ah, no? —pregunto sorprendida y a la vez decepcionada.
—No, hoy he venido como amigo. Porque, si hubiera venido con otra intención, te aseguro que ya estarías jadeando en tu dormitorio —declara con determinación, consiguiendo que me atragante con la cerveza y comience a toser sin control. Esto le hace gracia; aunque lo intenta disimular, sé que se ríe por dentro, aportándole toda la seguridad que a mí me falta—. El caso es que tú también te fijaste en mí, aunque ahora me lo niegues —continúa diciendo.
—¡¿Yo?! Pero ¿qué dices? Si ni siquiera me di cuenta de que estabas allí —miento.
—¡Venga, Sara! Seamos sinceros; eso es lo que hacen los amigos, ¿no?
—Bueno, vale, puede que ahora que lo dices me acuerde de que te vi rodeado de chicas en una esquina.
—¡Ah!, pues fíjate que yo hubiera jurado que donde me viste fue en la pista, mientras tú estabas en la barra... ¡Porque menudo repaso me diste!
—No sé de qué me hablas —niego, terminando a continuación mi cerveza de un trago—. ¿Quieres otra? —pregunto nerviosa.
—No, gracias —responde mirando su cerveza, después la mía y, seguidamente, a mí de forma petulante.
—Tenía sed —me justifico.
—No he dicho nada —replica alzando las manos mientras se ríe soberbio—. Volviendo a aquella noche... y conociendo a tu ex como lo conozco ahora, me sorprende que te dejase salir sin un cartel de «coto privado».
—Solía ponérmelo, pero Lola se encargaba de arrancármelo —le aclaro con ironía.
—¿Sabes lo que más me llamó la atención de ti esa noche? Que de vez en cuando regresabas a tu burbuja, como si estuvieras intranquila, aunque en el fondo deseabas salir de ella. Entiendes a qué me refiero, ¿verdad?
Claro que sé a qué se refiere, y por eso mismo me levanto antes de oír lo que no quiero oír y le pregunto:
—Tengo hambre, ¿pedimos?
—Como quieras. ¿Qué te apetece?
—Me da igual. Elige tú.
—No, es tu casa, tú decides. Además, no sé por qué, pero me da la sensación de que hace mucho tiempo que dejaste de tomar decisiones... así que comencemos por una sencilla.
«No pienso confirmarle lo que me acaba de decir», me digo, así que tecleo el número de una hamburguesería y pido dos hamburguesas iguales, sin preguntarle siquiera y satisfecha por mi reacción. Julio me sonríe, divertido, mientras observa entusiasmado cómo hablo por teléfono.
—¿Vemos una película? —le pregunto más relajada al colgar, pensando que ya he conseguido eludir la conversación anterior.
—No pienses que no me he dado cuenta de que querías evitar hablar de aquella noche.
—Para nada —miento notando cómo mis mejillas cambian de color.
—Mientes fatal, Sara, y no creo que te diesen el Oscar a la mejor actriz —se burla, riéndose de mí.
—Sin embargo, yo sí creo que te darían el Oscar al actor más engreído —replico con firmeza.
—¡Uuuuuy! Que la gatita tiene uñas... ¡Fíjate!, ¿y yo que pensaba que se las habían cortado?
—Pues ya ves. Me crecieron en cuanto tomé la decisión de que no iba a aguantar a ninguna alimaña más.
—Es la mejor decisión que has tomado y me gusta ver que sigues teniendo uñas.
—Me descolocas, Julio. Me pones en situaciones comprometidas por pura diversión. ¿O tienen algún fin?
—El fin de recuperar a la chica que me volvió loco en la pista de baile aquella noche —susurra tan cerca de mi boca que noto el calor que desprenden sus labios. Y por un segundo, que a mí se me hace eterno, deseo con todo mi cuerpo que posea mi boca de forma arrasadora, pero no lo hace y, después de ese instante, apoya lentamente su espalda contra el respaldo del sofá, sin perder el contacto visual y con una sonrisa traviesa, jactándose del efecto que produce en mí cuando su cuerpo se acerca al mío—. Y retomando aquella noche...
—No quiero volver a esa conversación —corto molesta.
—¿Por qué? ¿Porque no quieres oír que te pillé mirándome el paquete en varias ocasiones?
—¡¡Que yo, ¿qué?!! —exclamo abriendo los ojos como platos y sacando todo el aire de mis pulmones.
—Sí, tal y como acabas de hacer ahora mismo —declara alzando sus caderas y separando más la piernas, e inevitablemente mis ojos se dirigen de nuevo a esa zona, provocando que él se ría, orgulloso de mi reacción. Pongo una mano delante de mí para evitar mirarlo y la otra sobre mis ojos, girando la cabeza muerta de vergüenza—. No te cortes, Sara, si en el fondo me encanta que lo hagas. Eso demuestra que mi teoría de que tu cuerpo manifiesta más deseo del que tú quieres aparentar es cierta. Lo que no me explico es por qué lo escondes. Estamos en pleno siglo XXI y el sexo es la conversación estrella en todo tipo de ambientes. Así que mira cuanto quieras, porque estoy deseando que esto se convierta en otra cosa más allá de una simple cena entre amigos.
—Punto número uno: yo no te miraba el paquete y, si lo hice, fue por esos malditos pantalones que llevabas.
—O sea, que reconoces que me mirabas...
—No. Sí. Bueno, tal vez. La culpa es de la etiqueta que llevan en la bragueta.
—¡Ah, ya! La etiqueta... —se burla, riéndose—. Y el punto número dos, ¿cuál es?
Pero en ese momento suena el timbre y yo respiro aliviada por no tener que explicar mi punto número dos. Aunque, no sé por qué, me da que lo único que voy a conseguir es un poco más de tiempo, porque no creo que se olvide del asunto.
Al abrir la puerta saco la cartera para pagar los bocatas y me sorprendo al ver cómo una de sus manos coge las mías para evitar que pague, mientras con la otra tiende un billete—. Tu pones la casa, yo la cena; es lo justo —me aclara con media sonrisa. Y ese pequeño detalle consigue que me vuelva más loca por él.
Las comparaciones son odiosas, pero también inevitables, y te ayudan a saber la diferencia que hay entre lo bueno y lo malo, lo que quieres y lo que no. Pero, sobre todo, lo que deseas por encima de todo y por lo que ya no estás dispuesta a pasar. Y eso es lo que acaba de hacer Julio con ese simple gesto, mostrarme algo que Mario jamás me mostró, y eso es respeto. Y al tratarme como a una igual, hace que confíe más en él de lo que he podido llegar a confiar en Mario, cavilo sin dejar de mirarlo, obnubilada, aunque el repartidor ya se ha marchado.
—¿Qué? —me pregunta sin saber la razón por la que lo contemplo.
—No, nada, perdona. Me había quedado en blanco —le respondo sacudiendo la cabeza para hacer desaparecer ese sentimiento que me niego a experimentar de nuevo.
—¿Y cuál es el punto número dos? —me pregunta dirigiéndose con los bocadillos hacia la mesa de la cocina.
—Si no te importa, mejor dejamos ese punto para otro momento, ¿vale? —contesto con angustia. Él, al notar cómo ha cambiado el tono de mi voz, se vuelve y me mira a la cara.
—Como quieras, Sara. Pero quiero que sepas que yo jamás te voy a obligar a hacer nada que tú no desees. Así que, si no me lo quieres contar, siempre respetaré tu decisión —replica marcándome de nuevo esa diferencia con Mario y consiguiendo que ese sentimiento quiera expandirse por mi cuerpo, por mucho que yo luche contra él.
La noche pasa deprisa en compañía de Julio y, antes de irse, me pregunta:
—¿Estás segura de que no quieres exponerme cuál es el punto número dos?
—Segurísima. Además, ¿no me habías dicho que, si no te lo quería contar, no me lo exigirías? —respondo junto a la puerta.
—Sí, pero eso no significa que no me muera por oírte decir que estás loca por mí.
—Pero ¡qué creído te lo tienes! ¿Por qué crees que ése es el punto número dos?
—Porque, para alguien como yo, no pasa desapercibida la manera en que me miraste aquella noche, aunque sé que nunca querrás reconocerlo —concluye dándome un rápido beso en los labios antes de abrir la puerta y desparecer, sin dejarme tiempo para reaccionar.
Nada más irse Julio, mis labios recuerdan los dos besos que hoy he recibido y me es imposible no compararlos. El uno, tierno y desesperado; el otro, sabroso, fresco y pícaro. Si tuviera que elegir, no sabría por cuál decantarme, porque ambos me han gustado, y esa conclusión hace que añada otro interrogante a mi gran lista de inseguridades.