CAPÍTULO 13

 

 

 

 

Las tres nos sentamos alrededor de la mesa baja del salón y yo comienzo a relatar la noche que coincidí con Julio en el parque.

—Mario y yo llevábamos varios días barajando la posibilidad de que se viniese a vivir a mi piso. Ya sabéis que él estaba de alquiler en el apartamento de al lado y desde hacía tiempo me insistía en que veía absurdo estar pagando un alquiler cuando la mayor parte del día estaba en el mío, y puede que tuviera razón, pero que él tuviese su espacio y yo el mío a mí me permitía disponer de un poco más de libertad. Jamás imaginé que llegaría a pensar así, pero lo cierto es que, aunque desde siempre he deseado formar una pareja consolidada con alguien y compartir mi vida con esa persona, había algo en Mario que me frenaba a dar ese paso. El caso es que esa semana tuvimos una gran bronca. Mario insistió tanto y yo me negué tanto que pensó que si no aceptaba su propuesta era porque había una razón. Por supuesto que sí que la había, pero la razón que él barajaba no era la misma en la que yo me basaba para negarme a que viniese a vivir conmigo. Aquel día, antes de irme a trabajar por la mañana, me dijo: «Si no quieres que venga a vivir contigo, sólo puede ser porque realmente no estás apostando por nuestra relación tal y como yo pensaba. Así que pienso que mejor hagamos como tú dices, cada uno en su casa, y hagamos lo que nos venga en gana a cada uno». Yo no le di importancia a sus palabras, pues nunca pensé que lo que me acababa de decir fuera una amenaza. Ahora que lo conozco de verdad sé que eso era un ultimátum. Salí de casa, cogí el coche y me fui a trabajar. Lo que no me imaginaba era encontrarme con la escena que me encontré al volver del trabajo —digo haciendo una pausa para beber de mi cerveza. Ni África ni Lola añaden nada, tan sólo me miran expectantes, esperando a que continúe—. Al llegar al garaje, aparqué en mi plaza como todos los días, pero justo cuando iba a salir del coche, Mario apareció con su moto. Entonces, como un acto reflejo, cerré rápidamente la puerta y me quedé dentro del vehículo. Una columna me impedía una visualización completa, pero eso también me permitía permanecer oculta. Sólo debía ladear un poco la cabeza para ver que Mario llevaba a una chica detrás. Estoy segura de que él sabía que yo iba a estar allí y creo que por eso actuó como lo hizo; de hecho, en varias ocasiones nuestras miradas se cruzaron, pero eso no le impidió llevar a cabo lo que él había planeado. Cuando los dos se apearon de la moto, Mario dejó los cascos en el suelo, la besó y la levantó para sentarla en el asiento frente a él, abrió sus piernas y deslizó una de sus manos por el muslo de la chica. En ese momento estuve tentada de cerrar los ojos para evitar ver lo que éstos me mostraban, pero no lo hice... y él lo sabía. Otra hubiese salido del coche y lo hubiera mandado a la mierda; por supuesto es lo que tú hubieras hecho, Lola —añado antes de que me interrumpa—. Igual eso era lo que él buscaba, pero no fue ésa mi reacción. Simplemente me quedé allí, mirando cómo ella arqueaba su espalda mientras él introducía sus dedos dentro de su minúsculo pantalón. Le hizo disfrutar tanto como a mí cuando llevaba los zapatos rojos. Zapatos que en ese momento ella también llevaba, y eso me hizo pensar que a todas se los regalaba. Fue repugnante averiguar aquello y decidí que ya tenía suficiente. No quería ver más... pero tampoco quería subir a casa y escuchar a través de un vaso cómo ella se apoderaba de los orgasmos que me pertenecían, así que, a hurtadillas, salí del garaje y me fui al parque. No podía quitarme esa imagen de la cabeza y me sentí hundida al darme cuenta de lo que siempre habían significado los zapatos. No me los compró a mí, sino que los compró para verla a ella mientras era mi cuerpo el que tocaba, y eso me dolió muchísimo. Eso estaba meditando, ahogando mis penas mientras mecía mi cuerpo hecha un ovillo en un banco. Justo en ese instante apareció Julio. «¿Estás bien? ¿Te puedo ayudar en algo?», me preguntó, sentándose a mi lado al verme acurrucada, con las rodillas flexionadas y los brazos cruzados sobre ellas para poder enterrar mi cabeza. Yo no dejaba de llorar y puso una de sus manos sobre mi espalda, intentando consolarme. «No, no estoy bien, pero tampoco me puedes ayudar. Soy una estúpida, sólo eso. Siempre lo seré y eso no tiene solución», respondí sin levantar la cabeza. «No creo que seas una estúpida», me corrigió. «¿Ah, no? ¿Y cómo lo sabes, si ni siquiera me conoces?», repliqué mirándolo a la cara mientras me secaba las lágrimas con el puño de mi camisa. «Porque tengo un sexto sentido para las mujeres y nunca me fijo en mujeres estúpidas. —Eso, por la razón que fuese, me hizo sonreír, y añadió—: Tal vez, si me cuentas lo que te sucede, eso te ayudaría a desahogarte. No me conoces y seguramente no nos volveremos a ver, así que tienes la ventaja de que no vas a tener que dar más explicaciones de las que tú quieras. Mi madre dice que oír en voz alta los propios pensamientos es el mejor consejo que te puedes dar a ti mismo, porque a veces, hasta que no oyes lo que piensas, no eres consciente de lo que realmente sucede.» Lo medité un poco y le respondí: «Es un buen consejo el que te da tu madre». «Lo sé. Ella es la mejor», afirmó satisfecho y con un brillo en los ojos al recordar de quién hablaba. Y por la razón que fuese, le comencé a contar lo que me había pasado. Sé que suena absurdo, pero, cuando me arranqué, ya no pude parar, porque eso me estaba ayudando no sólo a sentirme mejor, sino a darme cuenta del pozo fangoso en el que me había metido. «¿Quieres que te dé mi opinión?», me preguntó cuando terminé de contarle toda la historia. «No, mejor no», le contesté.

»Es ridículo lo sé; él llevaba un rato escuchando mi miserable situación y yo no estaba dispuesta a escuchar lo que opinaba al respecto. ¡Pero lo que más me sorprendió fue que no me la dio! Y eso es lo que más me gustó. Jamás me había pasado eso, no sé si me explico. Mario nunca me ha preguntado, él me da su opinión me apetezca oírla o no. Lo suyo es una contaminación acústica en toda regla. Se jacta de decir las cosas claras y a la cara, pero eso no es respetar a los demás. Respetar a los demás es eso, lo que hizo Julio, escuchar cuando alguien necesita ser escuchado y opinar cuando ese alguien te pide su opinión. Así de sencillo. Con esto no quiero que me malinterpretéis, me encanta que me aconsejéis, pero hay veces en las que lo único que una persona necesita es que la escuchen. Cuando os cuento algo siempre tenéis una respuesta, la quiera o no. Mi hermana, mi madre y, por supuesto, mi padre me han dado su punto de vista a lo largo de toda mi vida, estuviera yo preparada para oírlo o no. Todos opinamos sobre la vida de los demás, aunque nos digan que no queremos saber lo que piensan, incluida yo. Por eso creo que me gustó tanto esa muestra de respeto que tuvo conmigo. Llamadlo casualidad o destino, pero a partir de esa noche nos encontrábamos a menudo; a veces nos sentábamos en el mismo banco en el que nos conocimos y otras, simplemente, nos saludábamos. Es como si alguien lo hubiera puesto en mi camino para abrirme los ojos. Incluso, días antes de nuestra conversación en el parque, yo ya me había fijado en él, una noche que salimos solas Lola y yo. Tú no hacías más que intentar liarme con cualquiera —le digo refiriéndome a Lola—. Aquella noche él estaba allí en la pista de baile, pero ni siquiera me di cuenta hasta que Julio me lo recordó días más tarde.

—Es que, si llego a tener conocimiento de todo esto, te aseguro que aquella noche es el principio y el fin de tu vida sentimental —responde la aludida.

—Bueno, eso ya no importa. La cuestión es que constantemente me lo encontraba por todos lados. Era como si hubiera un microcosmos en torno a nosotros. Lo más increíble es que un día vine a ver a África para contarle todo esto y... ¿a quién me encontré en su casa?

—¡No! —responde Lola, sorprendida y a punto de que sus ojos salgan disparados y choquen contra mí.

—Sí —le confirma África—. Me acuerdo de que abrí y entraste como una exhalación, no me diste tiempo ni a decirte que había gente en casa. «Tengo que contarte algo», soltaste tirando de mí hasta el sofá. Pero en ese momento salió Julio de la cocina y a Sara casi le da un infarto.

—¿Y qué es lo que pasó? —pregunta Lola, ansiosa por saber.

—Yo no podía ni hablar, me bloqueé por completo. Todo lo contrario que le pasó a él.

—Recuerdo que en el caso de Julio fue verla e iluminarse su cara como un árbol de Navidad y dijo: «¡Hombre! Mi extraña y enigmática amiga». «¿Perdona, os conocéis?», pregunté desconcertada. Me acuerdo de todo como si esto hubiera pasado ayer; sus respuestas no pudieron ser más contradictorias, pues tú dijiste que no, y él, que sí —cuenta África, riéndose—. Y yo en medio de todo aquello y sin entender nada. Lo único que tenía claro era que había surgido algo de lo que ni Lola ni yo éramos conscientes y que tal vez con el tiempo... No había más que ver la forma en que os mirabais.

—«¿No?», preguntó Julio sin dejar de mirarme y dando un paso al frente —continúo—. Casi me muero cuando oí su puntualización. «Bueno... sí, coincidimos el otro día en el parque, pero no sé ni cómo te llamas, por eso he dicho que no», aclaré. Entonces él se acercó y me dio dos besos para presentarse.

—No, perdona, eso no es lo que sucedió —interviene África, negando con el dedo en el aire—. Tú créeme a mí, Lola. Cuando dijo ese «no» interrogativamente, la manera en que te miró fue arrolladora. Hasta yo sentí cómo me subía la temperatura, y eso que esa mirada no era para mí. Y cuando ya se acercó a darte dos besos... ¡Madre mía, Lola! —dice abanicándose con la mano—. «Me llamo Julio», se presentó lentamente, como si con su nombre quisiera acariciar tu alma. ¡Uff! Si es que es recordarlo y mira cómo se me pone la piel. Carne de gallina, tengo; esto deben de ser las hormonas, porque me estoy excitando con sólo pensar en ese instante —comenta haciéndonos reír a todas—. Te juro, Lola, que fue digno de ver. La cosa es que siempre he pensado que Julio tiene mucho potencial —añade dándole doble sentido a la frase.

—Pues desaprovechaste tu oportunidad, guapa —interviene Lola.

—Esto que quede entre nosotras —añade mirando hacia la puerta y bajando la voz—. No sabéis cómo me arrepiento de que fuese Oliver en vez de Julio. —Es oírla decir eso y las tres reírnos a carcajada limpia—. Es en serio, chicas, nada que ver cómo besa uno y cómo lo hace el otro —añade sin parar de reír y secándose las lágrimas.

Cuando ya al final nos tranquilizamos un poco, es Lola la que retoma la conversación.

—¡Lo que no entiendo, Sara, es cómo seguiste con Mario después de hablar con Julio! Por lo que has contado, parecía que al escucharte a ti misma te habías dado cuenta de que debías sacar a pasear al Chucho o abandonarlo en una cuneta.

—Y así era, pero, cuando llegué a casa, Mario me estaba esperando en el sofá con la cabeza entre las manos, como si estuviera sufriendo la mayor de las torturas. Nada más verme, me preguntó: «¿Dónde estabas? ¿Llevo un siglo llamándote?». «El teléfono se me cayó en el coche y por eso no oí tus llamadas. ¿Para qué querías hablar conmigo?», le pregunté confusa. «¿Cómo que para qué? ¡Estaba preocupado!», me contestó, y realmente nada en su mirada me hacía sospechar lo contrario. El caso es que me daba igual si era cierto o no. Estaba muy segura de que no iba a consentir ni una sola mentira ni humillación más por su parte después de la conversación con Julio; estaba dispuesta a dejarlo, pero entonces me confesó algo que me hizo cambiar de idea y me apiadé de él.

—¿Y qué milonga te contó esta vez? —soltó Lola desilusionada.

—Para empezar, me pidió perdón. «Sara, perdóname, he sido un gilipollas. Esta mañana me enfadé tanto porque no querías que viviésemos juntos que deseé acabar con lo nuestro de una vez por todas sin darte ninguna explicación. Sé que no merezco tu perdón, porque soy un canalla y es despiadado lo que te voy a contar, pero es la verdad. Cuando te fuiste a trabajar, llamé a Daniela, mi ex. No sé exactamente por qué acudí a ella y no a Jaime, pero lo hice. Tal vez fue porque ella sabe golpear donde duele y necesitaba su impulso y su ayuda para llevarlo a cabo. Ya te he dicho que estaba muy cabreado y sabía que, si iba al bar a hablar con Jaime, él me haría razonar y en esos momentos yo no quería razonar. Tu rechazo, para mí, es como si lo nuestro fuese un pasatiempo para ti, al igual que lo ha sido siempre para Daniela. Ella nunca se tomó en serio nuestra relación y pensar que otra vez se repetía la historia me hizo creer que estabas jugando conmigo... y eso me dolió tanto que no pensé con claridad.» Apiadándome de él, le dije con ternura: «Mario, pero yo no soy ella, eso lo debes tener claro». «Es cierto y siento profundamente haber pensado eso. Pero déjame terminar, por favor, necesito que me conozcas de verdad. Que sepas lo ruin que puedo llegar a ser. Luego me iré, te dejaré tranquila. Eres demasiado buena para alguien como yo. La cosa es que, al negarte a vivir juntos, para mí fue una manera de decir que no quieres comprometerte con alguien como yo y créeme que lo entiendo. Porque soy una escoria y no me merezco estar a tu lado. La cosa es que tú me haces ser mejor persona y eso me gusta, sacas lo mejor de mí. Y por eso quiero explicarte lo que ha sucedido, para que no pienses que tú has tenido parte de culpa. Porque, en realidad, toda la culpa ha sido mía. Estoy acostumbrado a otro tipo de relaciones, relaciones en las que dos personas juegan a ver quién hace más daño a quién, y por eso no acabo de saber cuál es mi papel en esta que tenemos nosotros. A Daniela le gusta jugar duro, le apasiona crear situaciones extremas, y tengo que reconocer que en cierto modo a mí también. Pero al final esos juegos llegan a autodestruir a una pareja. Por eso acudí a ella; ahora sé que recurrí a la persona menos indicada, pero también sabía que era la única que estaría dispuesta a llevar a cabo una idea tan retorcida y descabellada. De hecho, fue ella quien me propuso lo que has visto en el garaje. Sé que estabas allí y que nos viste. Pero te prometo que no disfruté tanto como pensaba en un principio cuando Daniela me explicó su idea. Es más, cuando me vi reflejado en tus ojos, me di cuenta del dolor que te estaba causando. Y te prometo que no pasó nada más de lo que viste. Tan pronto como te fuiste, me percaté del error tan grande que había cometido y por eso salí en tu busca. Pensé que habías subido a casa, pero, cuando llegué, no estabas y eso me hizo volverme loco. Y mucho más cuando no respondías a mis llamadas. Así que me derrumbé y entendí que te había perdido para siempre; sólo quería aclararte el porqué de mi comportamiento. Ahora ya puedes seguir odiándome.» Ésa fue su explicación, Lola. Y te juro que, por muy claro que en un principio tuve que lo nuestro se había acabado, me apiadé de él... y entendí su forma de comportarse. Yo lo ayudaba a ser mejor persona y ella conseguía el efecto contrario. Por eso me eligió a mí y por eso decidí vivir con él. Para demostrarle que yo era mejor que ella en todos los aspectos. Me hice una promesa a mí misma: que conseguiría que olvidase a Daniela. Aunque está visto que nunca lo logré, siempre he tenido su sombra a mi alrededor. Lo que nunca imaginé fue que, al intentar que él se olvidase de ella, en el olvido me perdería yo antes que ella.

Por muy raro que parezca, ninguna de las dos dice nada, incluso Lola permanece callada. Al parecer, por primera vez han entendido por qué seguí con él.

Justo en ese momento entra Juan, cargado de bolsas del supermercado, rompiendo nuestro silencio. Lola y yo nos levantamos para ayudarlo con la compra y, cuando terminamos de guardarlo todo en los armarios, Lola anuncia que se va al gimnasio, pero, antes de irse, se acerca a mí y, mirándome a los ojos, me declara:

—Entiendo lo que nos has contado, pero quiero que te queden claras dos cosas. Por mucho que él te dijera que no pasó nada, no creo que fuese así.

—Yo tampoco, ahora lo sé. Creo que Daniela no sabía nada de todo esto y tan sólo fue un reencuentro para ella. Aunque no para Mario, él pensó que tal vez podían volver a estar juntos y, cuando ella le aclaró las cosas, volvió a buscarme.

—Perfecto. Me alegro de que lo tengas claro. Porque lo que quiero que te entre en la cabeza es que es normal que volviese a buscarte, Sara. Mario es un cabrón, pero de tonto no tiene ni un pelo, y sabe que no puede encontrar a nadie mejor que tú, porque no es que a él le hagas ser mejor, sino que sacas lo mejor de todo el que te rodea. Lo que pasa es que la versión buena de Mario dura lo que dura un tráiler que te deja buen sabor de boca y te hace imaginar que la película original merece la pena. No sé si me entiendes.

—Perfectamente.

—Así me gusta. Y dicho esto, me voy. ¿Tú qué haces, te quedas o te llevo?

Estoy tentada de quedarme y África insiste en que lo haga, pero al final decido irme. Hace tiempo que no visito a mi madre y sé que se quedará más tranquila si me ve después de lo sucedido.

—Mejor me marcho —digo despidiéndome de África.

De camino a casa de mi madre, no dejo de pensar en lo que sucedió después de que perdonase a Mario y accediera a que viviésemos juntos para demostrarle que yo apostaba por lo nuestro y que estaba dispuesta a luchar por ello.

 

* * *

 

Al día siguiente, Daniela vino a verme. Mario trabajaba y, cuando abrí la puerta, creí que el mundo se balanceaba bajo mis pies.

—¿Puedo pasar?, tan sólo quiero hablar contigo —me pidió en tono conciliador y tranquilo.

Sin decir nada, abrí más la puerta y la dejé entrar.

—Mario no está aquí, si lo estás buscando —la informé, indicándole el sofá para que se sentase.

—Sé que no está. De hecho, si supiera que estoy aquí contigo, me arrancaría la piel a tiras, pero creo que te debo una disculpa y una explicación sobre lo que viste ayer. No sé qué es lo que él te habrá contado, aunque en realidad me lo imagino. Tiene la capacidad de convencerte de cualquier cosa que él se proponga, por muy evidente que sea la contraria. —Yo no respondí y ella bajó la mirada antes de continuar—. Supongo que sabrás quién soy. —Afirmé con la cabeza y ella, encogiéndose de hombros, me ofreció su mano al presentarse—: Soy Daniela.

—Lo sé. Pero no entiendo muy bien a qué has venido —manifesté con un tono cortante, sin aceptarle la mano y sentándome e invitándola a que hiciera lo mismo.

—Ya te lo he dicho, creo que te debo una explicación. Vi que nos vistes y se me revolvió el estómago. Tu cara de decepción, de dolor... en fin... desde ayer no consigo quitarme de la cabeza la forma en que nos miraste y creí que, si hablaba contigo, este sentimiento de culpa desaparecería, pero es más complicado de lo que pensaba —explicó como si estuviera hablando consigo misma.

—Es Mario quien me debe una disculpa, quien debe sentirse culpable. No tú —le respondí para quitarle ese peso de encima.

—Ya, pero sé que él no te habrá contado la verdad y yo necesito que la sepas.

—Como desees. ¿Quieres tomar algo? ¿Un café?

—Un vaso de agua, por favor. —Me levanté y, mientras me dirigía a la cocina percibí cómo ella ponía en orden sus pensamientos, buscando la forma más adecuada para contarme aquello que la atormentaba. Le dejé el vaso de agua fría sobre la mesa. Daniela dio un sorbo y, tras una breve pausa, empezó a hablar—. Comenzaré por el principio. Mario y yo nos conocimos en una despedida de soltero, en el bar de su amigo. Soy stripper y bailarina de barra. Normalmente no me suelo liar con nadie mientras trabajo, y mucho menos intercambiar los teléfonos, pero Mario puede llegar a ser muy convincente y conseguir lo que pretende. El caso es que volvimos a quedar y tengo que reconocer que, si se lo propone, Mario sabe cómo engatusar a una mujer, tanto fuera como dentro de la cama... pero tan sólo cuando tiene un verdadero interés por ella. Siempre he pensado que lo que le gusta es la seducción, pero, una vez que consigue a esa mujer, pierde el interés y se convierte en un verdadero cretino. El caso es que yo soy un hueso duro de roer y conmigo nunca obtuvo lo que puede que obtenga de ti.

—No sé a qué te refieres —respondí distante.

—Sara... ¿te llamas así, verdad? —dudó, pasando una mano sobre la mía con gesto cariñoso; yo asentí con la cabeza mirando su mano y ella la apartó—. Mario necesita controlar todo aquello que posee, y tú, como en su día lo fui yo, eres una posesión más. Poco a poco y sin darte cuenta irá cerrando tu círculo de amistades, hasta que sólo te quede él, para que nadie excepto él pueda dirigir tu vida. Conseguirá dominar tu cabeza de una manera tan sutil que llegarás a pensar de la manera que él pretende y adaptarás tu forma de actuar a su forma de pensar, con la esperanza de recuperar al hombre que es cuando se lo propone, aquel que te conquistó. Mario puede ser mezquino y creo que debo advertirte.

—Él me contó que lo echaste de tu casa, que lo utilizaste.

—Es cierto que lo eché de casa, pero fue la única manera de acabar con nuestra relación. Debía cortar por lo sano antes de que se apoderase de mi vida por completo. Ya es dueño de mi corazón y no puedo permitir que lo sea también de mi vida. Mario quería que yo dejase mi trabajo, pero nunca lo consiguió. Mi trabajo me apasiona y, mientras pueda hacerlo, no lo voy a dejar ni por él ni por nadie. Quien quiera estar a mi lado debe aceptarme tal como soy y confiar en mí. Sé que no es fácil lo que pido, debido a lo que me dedico, pero es algo inamovible. Al ver que no conseguía lo que él pretendía, comenzó a obsesionarse. Llegó a dejar su trabajo para acompañarme a las actuaciones. En un principio me gustaba la idea de tenerlo cerca, me aportaba seguridad, pero los celos se apoderaban de él y llegó a ponerse violento en varias ocasiones.

—Y si es así, tal y como me cuentas, ¿por qué volviste a liarte con él?

—Ya te lo he dicho. Es muy hábil y sabe que sigo sintiendo algo por él, aunque sé que lo nuestro nunca podrá llegar a ser. A decir verdad, no creo que haya una mujer que pueda llegar a ser verdaderamente feliz a su lado. Pero tengo que reconocer que, de vez en cuando, nos seguimos viendo. Nos liamos cada cierto tiempo y, mientras entre nosotros haya cierta distancia, la cosa va bien. Porque yo dispongo de mi libertad, aunque eso a él lo corroe por dentro, pero más tarde o más temprano siempre vuelve a mí. Lo nuestro es pura atracción sexual y, cuando nos reencontramos, es tal la obsesión que sentimos el uno por el otro que somos dos cuerpos en combustión.

—Vale, pero no entiendo por qué me cuentas eso ahora. ¿Por qué debo creerte a ti y no a él?

—Porque yo no consigo nada al contarte esto, al contrario. Ya te he dicho que no creo que Mario logre jamás hacer feliz a una mujer, porque sólo desea a una y ésa soy yo. Pero yo no estoy dispuesta a que me controlen y eso a él lo mata. Piensa en lo que te he contado, Sara, y no creas que he venido aquí a recuperarlo. He venido aquí porque vi el dolor en tu mirada y es algo en lo que no estoy dispuesta a colaborar. Si eres un poco lista, y considero que lo eres, comprobarás lo que te he dicho. Búscame en Facebook, mira todas las fotos en las que aparezco con él y sabrás de qué te hablo —concluyó a modo de despedida antes de irse.

Nada más cerrar la puerta, me lancé a por el teléfono, pues necesitaba contárselo a alguien. Pero ¿a quién? Si se lo contaba a Lola, me decapitaría por no hacerle caso, y África se lo contaría a Lola si viese que seguía con él. Otra opción era Sam, pero... ¿podía confiar hasta ese punto en ella? Así que la única posibilidad que me quedaba era ese chico del parque. «Ese que sabe más de mí que mis propias amigas y que, al parecer, la diosa fortuna ha puesto en mi camino por alguna razón», agradecí acordándome de Julio.