CAPÍTULO 25
La conversación con mi madre, las incesantes incitaciones de mis amigas y las constantes provocaciones de Julio consiguen que, sin pensármelo muy bien, pues ya no tengo ganas de pensar, le envíe un mensaje a Julio:
Sara: ¿Podemos quedar? Mi almohada me envía mensajes por Bluetooth.
No dejo de mirar el teléfono, ansiosa, esperando una respuesta que, cincuenta y cinco minutos de reloj después de haber enviado el mensaje, por fin llega.
Julio: Estoy cerca de tu casa; en nuestro banco en una hora.
Su escueta contestación no deja de sorprenderme. Aun así, no le quiero dar mayor importancia. Pero, cuando aún no han pasado cinco minutos, recibo otro mensaje suyo.
Julio: Tu almohada sabe elegir a quién debe contar sus decisiones, y yo estoy deseoso de poder escucharla.
Abro mi armario y saco una falda gris ajustada con una abertura en pico, unas medias transparentes hasta medio muslo y una camisa negra de manga larga en la que se ve parte de mi espalda a través del encaje que une los botones. Me pongo mis botas de tacón negras y cojo mi cazadora de piel, del mismo tono que las botas. Rescato de mi neceser de maquillaje el pintalabios rojo, ese que hace demasiado tiempo que no uso. Una hora más tarde, me encuentro sentada en el banco en el que todo comenzó.
—¿En qué piensas? —me saluda Julio, sentándose a mi lado.
—En ti —respondo contenta.
—¿En mí? —pregunta orgulloso, levantando las cejas.
—Sí.
—¿Y a qué se debe el honor?
—Primero de todo debo darte la enhorabuena, ya que, gracias a tu astuta jugada, he pensado que voy a hablar con Mateo y le voy a pedir esos días. Y, en segundo lugar, y esto va a sonar muy al estilo África, pienso que el destino te puso en mi camino cuando estaba atascada en un punto de mi vida, y eso tiene que significar algo. Tal vez algo que no soy capaz de ver aún, porque siempre he tenido una idea completamente diferente a la que tú tienes sobre una relación entre un hombre y una mujer. Pero estoy dispuesta a descubrirlo. Voy a pagar esa deuda con esos días que deseas pasar conmigo.
—Con sus correspondientes noches —añade cerca de mi boca, con voz tremendamente sensual, acariciando cada una de las letras con la lengua.
—Con sus correspondientes noches —repito mirándolo a los ojos con intensidad.
—¿A dónde vas tan guapa?
—He quedado con todos en casa de África y Juan. ¿Quieres venir? —le propongo poniéndome de pie.
—Encantado —acepta poniéndose de pie a mi lado.
—Sara —me llama.
—¿Sí? —contesto girándome hacia él.
—No pienses que ahora te vas a librar de mí tan fácilmente —suelta posando sus manos en mis caderas para atraerme hacia él. Después, suavemente, junta su frente con la mía, incrementando la atracción que existe entre ambos y esperando pacientemente a que sea yo quien reclame sus labios.
—No pretendo librarme de ti —afirmo antes de adueñarme de su boca por completo.
Julio no puede contener la risa y, mirando al frente, me responde.
—Creo que me vas a gustar más de lo que pensaba.
—Eso no lo dudes —le confirmo—. ¿Cómo has venido?
—Me ha traído una amiga —me responde examinando mis gestos para calcular mi reacción. Yo guardo silencio, no tengo nada que decir al respecto y agradezco su sinceridad—. Estaba con Hugo, entrenando. Me ha acercado su novia —añade divertido.
—¡Capullo! —le contesto con una sonrisa torcida entrando en mi coche.
—Te habías mosqueado, ¿eh?
—Para nada —digo indiferente—. Eso es lo que tú pretendías, pero te has quedado con las ganas —termino diciendo, orgullosa de mi reacción.
Cuando Juan abre la puerta y nos ve juntos, su cara es puro desconcierto. Al entrar, veo que Lola y Yago ya están aquí y todos nos miran de arriba abajo. Es Lola la que rompe el hielo.
—Qué alegría que vengas al fin acompañada de alguien que merezca la pena, Sara, porque, ¿te quedas a cenar, verdad?
—Si me invitan.
—Tú lo que quieres es la revancha —le contesta Juan, dándole un golpe amistoso en el hombro.
—¿La revancha de qué? —pregunta Yago.
—De un juego de la consola. El muy listo cree que porque me haya ganado alguna vez, ha dejado de ser un manco —contesta Julio.
—¡A que os gano yo a los dos! —los reta Yago.
—Cuidado con lo que dices, que para ganar a Julio tela lo que sudé.
—Venga, dale —acepta el desafío Yago, cogiendo el mando.
Los tres comienzan a picarse entre ellos y África y Lola aprovechan que ellos están entretenidos para llevarme hacia la cocina e interrogarme.
—¡Primero duermes con él y ahora te lo traes a cenar! Estás consiguiendo emocionarme, Sara, esto es todo un logro por tu parte.
—Le he dicho que sí voy a cogerme esos días de vacaciones. No sé qué es lo que tiene pensado, pero estoy ilusionada. Julio no se parece en nada a los hombres que he conocido antes.
—Mejor. No nos hace falta nada que se parezca a lo anterior —sentencia Lola.
—Pero quiero conocerlo. Me siento bien a su lado. No pretendo nada, no espero nada. Sólo disfrutar del momento. Seamos realistas, él veintitrés, yo treinta y dos... Sé que esto tiene un final.
—Tu forma de pensar me parece de lo más razonable, Sara. No merece la pena centrarnos en el futuro cuando lo que vivimos es el presente. Eso nos desgasta y no nos lleva a ninguna parte. Además, es divertido, atrevido y directo, muy directo. Respeta tus decisiones, pero te hace escuchar las suyas —comenta África.
—Y no nos olvidemos de cómo está, porque la verdad es que está tremendo, Sara. ¡Menudo Apolo!
Justo en ese momento, Julio asoma la cabeza por la puerta con su sonrisa arrogante.
—Ya que estáis hablando de mí, ¿os importaría bajar el tono de voz? —dice abriendo la nevera y sacando tres botellines de cerveza—. Uno sabe quién es y el efecto que puede llegar a tener, pero no está acostumbrado a que lo comparen con un dios —comenta sin dejar de mirarme intensamente. Entonces se acerca a mi oído y, todo petulante, me susurra—: Aunque lo sea.
—Pero qué creído te lo tienes —respondo acalorada, notando cómo el rubor se instala en mis mejillas mientras me muestra una sonrisa que me atraviesa y me deja sin aliento.
—Y lo que te gusta, ¿qué? —replica dándome un pequeño beso antes de irse.
Entonces Lola se levanta de su silla, cierra la puerta y, sin apartar la espalda de ella para impedir que nadie entre, comenta bajando la voz.
—¡Joder, Sara, casi sufro una combustión espontánea ahora mismo! Este chico tiene más ganas de ti que yo de Yago, y eso es mucho decir. No seas tonta y llévatelo a tu casa en cuanto terminemos de cenar.
—La verdad es que con su atrevimiento consigue que saboree la vida, que disfrute de los pequeños detalles y que me olvide de lo correcto y lo incorrecto. Logra que me centre en lo que realmente me apetece hacer a mí —explico recalcando la última palabra y señalándome con los dedos—. ¡Y eso es increíble! —exclamo soñadora—. Hoy he estado comiendo con mi madre y me ha hecho darme cuenta de que llevo demasiado tiempo imitando un tipo de relación que nunca he comprendido y deseando tener una tan fantástica como las vuestras, y ahora me he percatado de que eso no me hacía ningún bien.
—Entonces, disfrútalo, porque eso es muy especial —dice África.
Las horas pasan volando y se respira un ambiente relajado y divertido, completamente diferente al pesado y rancio que se masticaba cuando Mario me acompañaba.
Antes de irnos, Julio pasa a su casa y me pide que lo acompañe. Su madre no está y por eso accedo a hacerlo. Entramos en su habitación y veo cómo cada cosa ocupa su lugar.
—Cómo se nota que vives con tu madre —comento al contemplar lo ordenada que está la habitación, mientras él coge algo de ropa y la mete en una mochila.
—¿Por? —pregunta sacando la cabeza del armario para mirarme.
—Porque todo está impoluto —confirmo pasando el dedo por su mesa y comprobando que no hay ni rastro de polvo.
—Mi madre no entra en mi cuarto apenas. Tan sólo deja la ropa sobre la cama y se va.
—¿Quieres decirme que eres tú el que la limpia?
—Sí —afirma con naturalidad, como si eso fuese lo más lógico y normal del mundo—. Mi madre y yo tenemos una relación muy buena, ya te lo he dicho. Ella respeta mi espacio, y yo, el suyo. Tenemos vidas muy independientes. No siempre ha sido así, pero, hace un par de años, llegamos a un acuerdo: yo adquiría ciertas responsabilidades y ella me otorgaba ciertas libertades.
—¿Y qué responsabilidades concretamente te pueden otorgar ciertos privilegios?
—Eso no importa. La cuestión es que, por extraño que te parezca, con el tiempo esa especie de acuerdo nos ha unido mucho más. Cada uno sabe lo que debe hacer y cuándo. Sabemos nuestros límites y los respetamos.
—¿Y quién marca esos límites? —indago acariciando una extraña silla con un respaldo en forma de cuernos. Veo cómo Julio sonríe al ver que me he fijado en ella y, acercándose a mí, me responde con la voz ronca y sin dejar de mirarme ardientemente.
—Uno de mis límites, por ejemplo, es este mismo —dice sentándose en la silla y agarrándome de las caderas para guiar mi cuerpo frente al suyo. Una vez que me tiene donde quiere, junta sus piernas y separa las mías para que me siente a horcajadas sobre él. Noto cómo la falda se desliza hacia arriba y Julio recorre mis muslos con sus manos con naturalidad. Coge mis pies y los pone en una espacie de estribos que tiene la silla en sus patas traseras, y luego dirige mis manos por encima de sus hombros para terminar colocándolas en los cuernos del respaldo de la silla. Entonces, con un ligero movimiento, consigue que sus caderas encajen perfectamente con las mías—. Ella nunca entra en mi habitación si estoy con una chica, pero yo nunca práctico sexo si mi madre está en casa. —Aclara volviendo a mover su pelvis debajo de mí—. Eso no quiere decir que no lo haga mientras ella no esté —añade besando mi cuello, mientras noto cómo su sexo choca contra el mío a través de mi ropa interior, provocando que mi cuerpo comience a acalorarse. Yo me dejo llevar al sentir cómo sus labios se apoderan de mi cuello y sus palabras conquistan mis oídos, consiguiendo que su cuerpo someta el mío. Me agarro fuerte de los cuernos, afianzo los pies en los estribos y mis piernas ejercen mayor control sobre mis caderas, obteniendo una rotación perfecta sobre un solo eje, el de su erección a través del pantalón. Es entonces cuando noto que una de sus manos se introduce por debajo de mi camisa y, diestramente, desabrocha mi sujetador con una sola mano, mientras la otra se posa en uno de mis pechos y comienza a juguetear con mi pezón entre sus dedos, provocando que todo dentro de mí se estremezca. Y al ser consciente de lo que estoy sintiendo, doy un brusco respingo, me pongo de pie al instante y, abrochando mi sujetador de nuevo, digo:
—Lo siento, me he dejado llevar. No pretendía...
Julio sonríe comprensivo, se levanta, acerca mi cuerpo al suyo y, antes de darme un exquisito beso en los labios, añade:
—Tarde o temprano la probaré contigo, y considero que será más temprano que tarde. ¿Quieres quedarte a dormir aquí o vamos en tu casa? Mi madre no entrará aquí y puede que por la mañana te apetezca cabalgar —dice con una sonrisa pícara, señalando con la mirada la silla mientras me pone un sombrero de cowboy en la cabeza.
—No, me voy a casa. Y creo que tú deberías quedarte aquí —le digo poniendo mi mano sobre su pecho para evitar que Julio se acerque a mí y consiga hacerme cambiar de idea. Él ve la duda en mis ojos y respeta la distancia. Percibe que necesito tiempo y, tras un hondo suspiro, me quita el sombrero de la cabeza y lo coloca en lo alto de la estantería, donde estaba antes. Mientras tanto, mi mente comienza a funcionar tan rápido que me cuesta seguirla y mi cuerpo se paraliza para centrar toda mi energía en mis pensamientos.
Me apetece mucho estar con él, pero no quiero hacer las cosas mal. No deseo acelerar algo que sé que va a pasar. Le prometí una semana y sé que no voy a poder contenerme por mucho más tiempo. «Pero ¿por qué debes contenerte?», me riño a mí misma. Porque quiero tener las cosas claras antes de volverme loca por él. Debo asegurarme de que mi corazón va a ser capaz de aguantar lo que Julio quiere de mí y que yo lo voy a dejar ir en cuanto él quiera marcharse. Es demasiado bueno lo que él me ofrece como para que sea real y demasiado intenso como para que no me quede enganchada en un bucle del que no sepa salir jamás. David no me ofreció ni una cuarta parte de lo que me está proporcionando Julio, y aún sigo poniéndome nerviosa cuando me mira. Así que debo tener claro que esto es lo que es, una historia mágica a corto plazo, que no debo desaprovechar, pero que también debo saber que tiene tiempo limitado. Nunca he comenzado algo sabiendo que no era un comienzo, sino parte de un final. Y, aunque todo lo que he iniciado anteriormente ha acabado fatal, nunca empezó pensando que al poco tiempo eso terminaría. Sin embargo, Julio me lo ha dejado claro desde un principio: él sólo pretende que pasemos un buen rato, que disfrutemos los dos. ¿El tiempo? Es lo de menos, nunca se ha planteado nada a largo plazo. Es más, nunca ha habido un largo plazo para él. Sin embargo, ese enfoque para mí es completamente nuevo y algo a lo que debo acostumbrarme todavía. Asimilar esta nueva forma de ver una relación es algo nuevo para mí. No lo veía mal cuando se trataba de Lola, pero jamás hubiera imaginado esa posibilidad para mí. Pero ahora... lo veo tan cercano, tan palpable... que me da miedo no ser capaz de afrontarlo.
—¿En qué piensas? —me pregunta Julio, sacándome de mi debate interno.
—En que tal vez deberíamos dejar esto aquí. Antes de que alguien... mejor dicho, yo, salga malherida —respondo taciturna.
—¿Y por qué piensas eso? ¿Acaso te hago llorar? —demanda desde el otro extremo de la habitación, donde se encuentra sentado sobre la cama.
—No, todo lo contrario.
—¿Te trato mal? —añade levantándose.
—¡No!
—¿Te he engañado? ¿Te he prometido algo que no he cumplido? —dice acercándose lentamente.
—No, nunca has hecho eso. Siempre has sido sincero conmigo.
—¿He herido tus sentimientos? —me susurra posando su mano en mi nuca, mientras su otra mano me rodea la cintura.
—No. Creo que has sido el único que los ha tenido en cuenta desde hace demasiado tiempo.
—Entonces, ¿cuál es el problema, Sara? —inquiere, posando sus labios sobre mi cuello mientras mi cabeza se inclina hacia atrás para ofrecérselo plenamente, pasando por alto mis razonamientos.
—El problema es que me gustas mucho —confieso con voz entrecortada—, demasiado. Estás consiguiendo despertar en mí sensaciones que creí desterradas.
—¿Y eso es malo? —me plantea introduciendo su mano por debajo de mi falda sin que yo se lo impida ni me sobresalte esta vez.
—No —consigo responder a duras penas, mientras noto cómo sus dedos acarician mi pubis totalmente depilado.
—¿Entonces...? —insiste en averiguar cuál es el problema.
Pero yo ya no le puedo responder. Hace rato que mi mente no rige correctamente y es mi cuerpo el que se ha apoderado de ella, silenciando todas y cada una de las dudas que antes veía razonables. Noto cómo su boca invade la mía, con tanta habilidad que mis rodillas flaquean. Entonces Julio se detiene un segundo, veo cómo se agacha para quitarme el tanga y, acto seguido, tira de la parte baja de mi falda. A continuación me desprende de la camisa y el sujetador con un solo movimiento, antes de que yo cambie de idea.
—Te dije que sería más pronto que tarde —afirma con picardía, quitándose la camiseta sin perder el contacto visual. Saca un condón del cajón de su escritorio y, con los pantalones puestos, se sienta en la silla.
Observo de nuevo ese torso del que sé que me va a ser imposible olvidarme.
—Eres preciosa, Sara —me halaga sin dejar de mirarme, atrayendo mi cuerpo y colocándolo frente a él. Mis pechos quedan a la altura de su boca y él comienza a juguetear con sus labios con uno de ellos mientras se pone un condón a la velocidad del rayo. Noto cómo su lengua traza pequeños círculos a su alrededor y eso consigue que pierda la cabeza y mi espalda se arquee hacia atrás. Siento cómo Julio abre sus piernas, obligándome a abrir las mías, dejando el espacio suficiente como para que sus dedos estimulen ese punto que hace tiempo parecía estar aletargado y que ahora es todo un volcán. Entonces guía mis caderas hacia las suyas, penetrándome despacio, y consigue que éstas encajen a la perfección. Vuelve a colocar mis manos y mis pies en el lugar correspondiente y noto cómo sus manos se posan en mi culo, provocando que lo sienta más adentro, más profundo, llenándome por completo y logrando fusionar nuestros cuerpos en uno solo. Vuelve a centrar toda su atención en mis pechos y, mientras noto cómo sus dientes aprisionan uno de mis pezones, sus dedos juguetean con el otro, llevándome a un placer exorbitado—. Vas a ser tú quien marque el ritmo, Sara —me dice mientras calma con su lengua esa sensación que sus incisivos me han provocado un segundo antes, consiguiendo que mi espalda se curve y mi garganta le confirme a través de mis gemidos cuánto me gusta sentir esa caricia húmeda que su boca me regala si cesar. Pero justo antes de suplicarle entre jadeos que siga, vuelve a atrapar de nuevo uno de mis pezones entre sus dientes. No es dolor lo que siento, aunque soy consciente de la presión que ejercen sobre mi piel. Y apreciar esa fuerza que noto me gusta, me excita y hace que la respiración se me acelere, llegando a sentir cómo el aire se agolpa en mis pulmones. Julio percibe cómo mi cuerpo vibra entre sus brazos y al instante sus dedos hacen lo mismo con mi otro pecho, intensificando un sufrimiento sumamente placentero. Mis manos se agarran fuerte a los cuernos de la silla y mis pies me impulsan en un movimiento constante, aumentando la profundidad de cada embestida cada vez que dejo caer mi cuerpo contra el suyo, y siento cómo Julio llena cada uno de los recovecos de mi cuerpo. Por primera vez soy yo la que toma el control en esta situación y por primera vez soy yo la que exige la intensidad de cada una de las sacudidas que siente mi cuerpo. Y es tal la magnitud del momento, que me hace llegar al más allá. Un lugar donde nunca pensé que llegaría, un lugar diferente al que había visto hasta ahora. Un lugar que estoy deseando descubrir.
—Tengo que reconocer que me encanta romper teorías estúpidas —me susurra apoyando la frente en mi hombro.
—¿A qué te refieres? —le pregunto desconcertada.
—Te dije que no hay mujeres frígidas, sino hombres que no las saben calentar —me repite con una sonrisa que confirma el magnífico e inolvidable orgasmo que acabo de tener.
Yo no le contesto. No voy a admitir algo que es tan evidente. Sólo deseo que yo le haya hecho disfrutar tanto como él a mí.
—Ha sido increíble, Sara —dice mirándome intensamente a los ojos, como si pudiera leer mis pensamientos—. ¿Aún quieres irte? —me pregunta al levantarme de su regazo.
—Sí, pero el lunes te quiero en mi casa para esa terapia de choque made in Julio —le digo ilusionada y con una sonrisa en la boca antes de comenzar a vestirme.
Julio no me responde, pero en su mirada hay un brillo espectacular, resultado de la sorpresa recibida por mi cambio de actitud. Por un instante nuestras miradas se fusionan y son capaces de conectar de forma sorprendente. Jamás había experimentado lo que se siente cuando se habla el idioma de las miradas. Cuando se dice cuánto deseas a esa persona que tienes frente a ti sin emitir ni un solo sonido. Un idioma completamente diferente al que me habían hablado antes. Y es que puede que, con tan sólo una mirada, yo hubiera entendido lo que ésta expresaba, pero su significado era completamente diferente, porque me hablaba con desdén en vez de con admiración; con repugnancia en vez de con cariño. Y al final decides ignorar ese idioma; cierras los ojos para evitar ver y le tapas los oídos para no escuchar. Pero a veces ese bombardeo mordaz de palabras no sólo las percibes a través de la vista o el oído, porque hay ocasiones en las que son recibidas a través del tacto y, entonces, van directas al corazón, aniquilándolo por completo desde dentro y haciéndote creer que jamás podrás recuperarlo. Pero al parecer sí que se puede, y eso es lo que Julio está haciendo con mi pobre y mutilado corazón. «Así que... ¿por qué no seguir dejando que mitigue ese dolor? ¿Qué digo dolor? ¿Por qué no dejar que este corazón vuelva a sentir? Ya sea dolor o alivio, pero experimentar cualquier sensación es mejor que estar muerta», pienso al salir de su casa.
Oigo ruidos al otro lado de la puerta de África y suavemente noto cómo se abre. Estaba esperando a ver si salía sola o acompañada. Me hace una señal para que entre y le cuente lo sucedido, pero yo le agarro la mano y, dándole un beso en la mejilla, le susurro:
—Julio es fantástico, pero mejor hablamos mañana.
—Pero todo bien, ¿verdad?
—Mejor que nunca, África, quédate tranquila —le digo a modo de despedida, soltando su mano.
—De acuerdo. Mañana hablamos —se despide en voz baja, cerrando la puerta sigilosamente.
Al llegar a casa, dejo todo según me viene en gana y eso cada vez me gusta más. «No hay necesidad de recoger nada», afirmo mentalmente, satisfecha de reconocerme a mí misma de nuevo. Me desplomo sobre mi cama y rememoro cada una de las caricias de Julio. Allí donde estuvieron sus manos están ahora las mías y simplemente con el recuerdo de su tacto en mi piel logro que mi cuerpo convulsione de nuevo. Y eso es algo increíble en mí y algo que me hace reafirmarme en mi nuevo objetivo. Es lo único que debo tener claro el resto de mi vida. Ser feliz.
He decidido que ya estoy harta de acatar lo que mi destino tiene preparado para mí, porque me he dado cuenta de que no es éste el que manda sobre mi vida, sino que soy la única responsable de mi propio destino. Soy yo quien elige cómo vivir cada instante. Fui yo la que elegí a Mario, la que dejé escapar a David y la que ahora escojo a Julio. Soy yo la que decide por qué camino avanzar, aunque puede que todos me lleven al mismo lugar, pero en cada uno de ellos viviré experiencias completamente diferentes. Experiencias que cambiarán mi percepción, dependiendo de la rapidez y la intensidad con las que viva cada tramo. Porque no es lo mismo cruzar un pantano en canoa o nadando, ni caminar descalzo sobre unas brasas encendidas o apagadas. Cada instante vivido cuenta y marca tu forma de ser para siempre. Así que, a partir de ahora, intentaré que mi vida esté llena de momentos que me hagan sonreír y, si debo llorar, que sea de felicidad en vez de tristeza.