CAPÍTULO 27
Llegamos a mi piso a eso de las diez de la noche. Sam no ha parado de flirtear con Julio, consiguiendo el efecto contrario, y eso me ha producido tal satisfacción que incluso ha habido momentos en los que reconozco que provocaba a Samira para que le dijese algo comprometedor a Julio.
—¡Te has divertido mucho a mi costa esta tarde!
—La verdad es que sí. Hacía tiempo que no me reía tanto.
—Me gusta verte reír, pero la próxima vez prefiero no ser yo el causante de tus risas.
—Julio, te tenías que haber visto. Si me llegan a decir, cuando te conocí, que iba a ser capaz de sacarte los colores yo a ti, no me lo hubiese creído. Tú que despliegas tanta seguridad con las mujeres... —digo pavoneándome ante él.
—Mira, bombón, si no llega a ser porque me importas más de lo que yo mismo hubiera imaginado cuando te conocí, te aseguro que ahora seríamos tres durmiendo en esa cama —replica agarrándome por la cintura para pegar mi cuerpo contra el suyo y hablarme acariciando mis labios con sus palabras. Pero esta vez sus palabras no me acarician, sino que me arañan la piel al hablar de tríos.
—Pero ¿qué tenéis los hombres con los tríos? —respondo molesta, apartándolo de mi lado mientras me encamino hacia la cocina.
—¡Nada! —contesta confuso—. Puede que sea una de las fantasías sexuales más extendidas entre los hombres, pero no es la mía.
—¿Ah, no? ¿Y cuál es la tuya? —planteo a modo de reproche, bebiendo un vaso de agua apoyada en la encimera de la cocina.
Entonces Julio se acerca a mí, me coge de la cintura y, sin hacer un gran esfuerzo, me sienta en la encimera. Abre mis piernas y ocupa con su cuerpo el espacio que hay entre ellas. Mientras, esta vez sí, sus palabras acarician mi piel y sus labios surcan mi cuello.
—Ver cómo una mujer se estremece bajo mis manos. Desnudar su piel y comprobar que su tacto, su olor e incluso su sabor es cien millones de veces mejor de lo que nunca hubiera imaginado. Sentir cómo desea que mis labios se pierdan entre sus pechos y ver cómo me ofrece sus caderas pidiéndome a gritos que mitigue su tortura. Comprobar con mis dedos que, con tan sólo una mirada, he conseguido que su entrepierna se humedezca. Y que, con la respiración agitada, me suplique que calme sus entrañas.
Estoy acalorada, agitada y con las bragas empapadas, y eso sólo con su forma de hablarme. Y justo cuando mis labios van a poseer su boca, él se aparta para mirarme a los ojos fijamente y añade:
—Ésa es mi fantasía y, para ello, necesito una mujer, no dos. Pienso que tres son multitud —termina diciendo, acortando luego la distancia y siendo él quien invade mi boca con fogosidad.
Y es entonces cuando vuelvo a comparar a Julio con Mario. Y me es inevitable no ver la diferencia. «Uno quería a toda costa cumplir su fantasía sin pensar en mí, y otro la cumple cada vez que está conmigo... o con la multitud de mujeres con las que ha estado, ¡claro esta!», me digo a mí misma.
—Sabías que Sam es bi —le comento separando nuestras bocas para poder contemplar su reacción.
—Me lo imaginaba.
—¡¿Cómo que te lo imaginabas!? ¿Por qué?
—No había más que fijarse en cómo te miraba.
—Pero si era a ti a quien se te estaba comiendo, por favor.
—Puede que a mí me quisiera como aperitivo, pero te aseguro que era contigo con quien deseaba un banquete.
—Mario siempre quiso hacer un trío con ella —le anuncio mirándolo a los ojos, intentando averiguar si me dicen algo más de lo que dicen sus palabras.
—Mario es gilipollas por querer compartirte —me susurra dirigiéndose a mi cuello y besando delicadamente cada centímetro de mi piel.
—Él decía que, si lo ayudaba a cumplir su única fantasía, que si accedía a hacerlo, él lo vería como la mayor demostración de amor que podía hacerle —le explico comenzando a sentir cómo mi respiración se acelera.
—Sólo los más estúpidos desean hacer realidad sus fantasías sexuales —sentencia sin dejar de recorrer mi cuello con sus labios.
—Pues tú acabas de darme una descripción detallada de cuál es la tuya —le contesto poniendo las manos en sus hombros para apartarlo un poco de mí y saber lo que piensa exactamente sobre este tema.
Entonces Julio expulsa todo el aire de sus pulmones a modo de rendición y se centra en nuestra conversación.
—Lo que yo acabo de detallarte es lo que sucede siempre que estoy con una mujer.
—Engreído —suelto con una media sonrisa, sin que Julio se inmute.
—Lo que quiero decir es que cualquier fantasía, por magnífica que sea, no es comparable con la posibilidad de ver y sentir en la realidad que tú eres el único responsable del disfrute de una mujer. No soy capaz de imaginar satisfacción mayor para un hombre que poder apreciar el placer que experimenta ese cuerpo tan perfecto bajo tus brazos... cómo se convulsiona sin control debido al choque de su cuerpo contra el tuyo... —responde prestándome atención, pero sin dejar de mirarme con sinceridad.
—Entonces, ¿tú no tienes ninguna fantasía?
—Claro que las tengo. Pero hay que saber diferenciar muy bien entre unas y otras.
—¿Unas y otras? —pregunto confundida.
—Están aquellas que sólo sirven para alimentar la imaginación y con las que sólo debes fantasear, y luego las que puedes hacer realidad. —Lo miro con cara de no entender muy bien a qué se refiere y entonces Julio me explica la diferencia entre ambas, mientras nos dirigimos hacia mi dormitorio—. Hay algunas que es mejor idealizarlas, guardarlas en tu cabeza para que crezcan y soñar con ellas siempre que quieras. Porque, cuando las materializas, se desvanece todo su encanto, nunca cumplen las altas expectativas que habías puesto en ellas y pierden la capacidad de volver a excitarte al pensar en ellas. Sin embargo, hay otras que superan lo imaginado cuando las haces realidad.
—¿Y cómo sabes diferenciar entre unas y otras para no equivocarte? —quiero saber, quitando los cojines que hay sobre mi cama y sacando mi pijama de debajo de la almohada.
—Nunca lo llegas a saber a ciencia cierta. Pero, si estás atento, consigues distinguir detalles que te garantizan cierta seguridad —responde Julio metiéndose bajo las sábanas tan sólo con sus bóxers.
—¿Como cuáles?—insisto después de ponerme el pijama y meterme dentro también. Julio y yo permanecemos uno frente al otro y, sin dejar de mirarnos, él me explica su punto de vista.
—Pues no lo sé... por ejemplo, el sado. Muchas mujeres fantasean con ser amordazadas, azotadas o incluso ser sometidas. Mientras recrean en su imaginación esas escenas, no hay sensación de dolor. Así que, en cuanto quieren hacer realidad su fantasía y notan la quemazón que se experimenta tras un par de azotes, pierden el entusiasmo por el sado y desperdician la capacidad de volver a fantasear con eso. Sin embargo, a otras les pasa todo lo contrario. Las excita comprobar cómo su umbral de dolor aumenta de forma considerable y, el quemazón que las anteriores perciben de forma desagradable, éstas lo reciben de la misma manera como tú puedes sentir una caricia, y eso es una señal.
—¿Y cómo sabes tú eso? ¿Has practicado sado?
—No, pero tengo amigos cuyas novias, tras el boom de Cincuenta sombras de Grey —dice señalando los lomos de los libros negros que hay en la estantería—, quisieron probar. Hubo algunas que tuvieron bastante con un par de azotes; sin embargo, a otras les gusta hacer pequeñas incursiones de vez en cuando en ese mundo. Dicen que provoca un sexo mucho más salvaje y orgasmos muy intensos. Con los tríos sucede lo mismo, y esto ya lo digo basándome en mi propia experiencia.
—¡¿Has hecho tríos?! —pregunto asombrada, mostrando más sorpresa de la que me hubiera gustado. Julio me mira y se sonríe.
—En dos ocasiones.
—¿Y? —planteo ansiosa por saber.
—Ya te he dicho antes que hay fantasías que se deben desarrollar tan sólo en tu mente. No digo que no me gustase, no fue el caso. Lo que quiero decir es que, cuando tu mente es la que crea una situación, la crea como a ti te gusta. En cambio, cuando llevas a cabo ese sueño que ha creado tu mente, no tiene nada que ver con lo que tú habías imaginado. Y es más fácil que la realidad se aproxime a la fantasía cuando intervienen dos personas que cuando intervienen tres.
—¿Por qué? ¿Cuál es la diferencia?
—Porque mantener el control y disfrutar de lo que eres capaz de hacer sentir a una mujer no es sencillo, así que... imagina lo complicado que es si al mismo tiempo tienes a otra consiguiendo que tú experimentes algo similar. Ya sabes lo que suelen decir sobre los hombres, que no sabemos hacer dos cosas a la vez... pues en este caso viene al pelo ese dicho —suelta entre risas.
—¿Y en la otra ocasión también te pasó lo mismo?
—La primera vez iba tan borracho que no me acuerdo de mucho, la verdad. Y la segunda, supongo que necesitaba confirmar que lo que había pasado era culpa del alcohol, pero no fue así. Me corrí antes de empezar.
—Entonces no te gustaría volver a hacer un trío.
—Yo no he dicho eso. Estábamos hablando de fantasías, Sara. Lo que quería explicarte es que antes solía fantasear con dos mujeres, pero, desde que comprobé que disfruto más con una sola que con dos, no he vuelto a imaginarme esa escena. Perdí el interés, y es una pena, porque me gustaba mucho imaginarme a dos mujeres a mi alrededor, pero en ninguna de las dos ocasiones la situación se aproximó a lo que yo había fabulado. Y ahora, dime... ¿cuál es tu fantasía sexual?
—Yo no tengo.
—No me lo creo.
—¡Es cierto! —replico ofendida.
—¡Me quieres decir que, cuando leías Grey, no deseabas ser tú la que estaba en la habitación roja!
—Bueno... sí... pero...
—¿O que no has deseado ser la protagonista de todas tus novelas?
—Sí, eso sí.
—Pues entonces ya has fantaseado.
—A lo que me refiero es a que he soñado demasiadas veces en ser la protagonista, pero nunca he llegado más allá.
—¿Qué quieres decirme, que después de ponerte más caliente que la moto de un hippy no te has tocado?
—No.
—¿Y tampoco has buscado a tu pareja?
—Puede que en un par de ocasiones. Pero no suelo ser yo la que toma la iniciativa.
—¡¡Uff!! Eso es insano, Sara. Voy a tener que añadir una tarea más a mi lista de quehaceres que he planificado para ti.
—¿Que has hecho qué?
—Lo que oyes. Tengo toda la semana programada. Y mañana no podemos retrasarnos, así que, a no ser que quieras algo sexual de mí, te aconsejo que durmamos —dice con picardía.
—Va a ser que hoy voy a rebuscar en mi mente una fantasía —le contesto con naturalidad. Algo impensable si fuese Mario al que tuviera frente a mí. Para empezar, porque él no me lo hubiera propuesto, sino que me lo hubiera impuesto.
—Me parece estupendo. Espero que sea de las que se pueden hacer realidad y que yo sea uno de los protagonistas.
—Si es así, te lo haré saber —respondo fascinada por su forma de tomarse mi negativa. Y eso me hace darme cuenta de que cada vez me va a ser más difícil resistirme a este hombre.
—Así lo espero —concluye a modo de despedida, apagando la luz.
Cierro los ojos y me esfuerzo en buscar una fantasía, pero, antes de que aparezca, me quedo dormida.
A la mañana siguiente, al despertarme, compruebo que Julio no está en la cama, así que me levanto pensando que puede que esté en la cocina o en el salón, pero no está en casa. Tampoco hay nada que me haga sospechar dónde ha podido ir. Antes de que mi cabeza comience a pensar de forma negativa, veo cómo la puerta de mi apartamento se abre y, tras ella, aparece Julio todo sudoroso.
—¡Ya despierta! Entonces la ducha será completa, ¿no? —me pregunta con segunda intención, mientras se acerca para darme un beso en los labios. Yo no le contesto. Necesito un café antes de ser una persona racional. Sin la dosis de cafeína adecuada, mi cuerpo no reacciona a estas horas de la mañana.
Julio entra en el baño y, sin cerrar la puerta, se quita la ropa para que yo observe su cuerpo. No tengo un ángulo perfecto, pero sabe lo que hace y no puedo conseguir apartar los ojos de ese cuerpo desnudo mientras doy vueltas con la cucharilla al café. Es algo extraño, pero soy incapaz de apartar la vista de sus anchos hombros, su espalda definida y la perfección de su culo antes de ocultarse tras la mampara de cristal traslucido, a través de la cual observo extasiada su atlética silueta; luego sale de la ducha y veo cómo, apenas sin secarse, se enrolla una toalla a la cintura y se dirige a mi habitación. Cuando al fin sale de ella, compruebo que lleva puesta una camiseta blanca de algodón y esos vaqueros que tanto me gustan y que le quedan de infarto. Al pensar eso no puedo evitar dirigir la vista hacia su bragueta a través del tabique de cristal que separa la cocina del salón.
Cuando Julio entra en la cocina, aún sigo embelesada, y él sonríe satisfecho sabiendo a qué se debe mi desorientación.
—Creo que tu café está perfectamente mezclado —me comenta al ver cómo sigo dando vueltas a la cucharilla sin haber bebido ni un sorbo. Sobresaltada, bebo de un trago el café, ya frío. Entonces Julio, sin poder contener la risa, coge una de las galletas que hay encima de la mesa y me dice con picardía, antes de morder un trozo:
—Hoy también te estabas fijando en la etiqueta, ¿no?
—Por supuesto —respondo intentando ocultar mi rubor, mientras dejo la taza en el lavavajillas—. Lo que me preguntaba realmente es cómo te puedes permitir llevar esos vaqueros. ¡¿Tú sabes lo que cuestan?!
—Sí. Me los regaló mi padre y, para él, su precio no es un inconveniente. Ya te dije que se volvió a casar y... digamos que a su mujer no le hace falta mirar las etiquetas de la ropa cuando entra a comprar en una tienda de Valentino —me contesta con toda naturalidad, dejándome estupefacta—. Pero estoy convencido de que no era eso lo que estabas pensando cuando me mirabas —añade divertido, con una sonrisa perversa.
—¿Qué tienes pensado hacer hoy? —planteo acalorada, cambiando de tema.
—Lo de todos los martes a esta hora, así que date prisa o llegaremos tarde.
—¿Y qué es, exactamente?
—Si te lo digo no tiene gracia, así que vístete y vámonos.
Entro en la habitación y, como no tengo ni la menor idea de lo que vamos a hacer ni a dónde vamos a ir, decido imitar su indumentaria. Me pongo unos vaqueros oscuros y una camisa de algodón con multitud de mariposas de todos los colores.
Bajamos al garaje y comienzo a buscar las llaves en mi bolso, pero no las encuentro. Entonces Julio levanta una mano y me dice, abriendo el coche con el mando a distancia:
—Las tengo yo, así que no las busques. Las cogí esta mañana cuando me fui a correr —explica al ver mi cara de sorpresa mientras entra en el vehículo.
El sonido de la radio nos acompaña mientras los dos permanecemos en silencio. Yo, intentando averiguar a dónde me lleva, y él, supongo que pensando en todo y nada en concreto, como hombre que es.
—Hoy no ha habido mensaje de buenos días —le digo pensativa, mirando a través de mi ventana.
—¿Prefieres el mensaje a mí? —me contesta con una pregunta, llamando mi atención para que lo mire.
—No.
—¡Ah! Porque ya empezaba a creer que la imagen que has contemplado mientras desayunabas te había parecido insuficiente —responde arrogante y con picardía, mostrándome esa sonrisa que me fascina.
«No le contesto, no le voy a dar esa satisfacción de responderle», pienso volviendo a mirar por la ventanilla para evitar que descubra cómo las comisuras de mis labios se elevan al recordar su cuerpo.
Después de más de un cuarto de hora, creo deducir a dónde nos dirigimos, pero me resulta tan extraño que decido no hacer ningún comentario. Cuando al final aparca, me es imposible callarme por más tiempo.
—Pero... ¿qué hacemos aquí?
—Ya lo verás —me contesta rodeando el vehículo y cogiendo mi mano. Pero mis pies no avanzan tan deprisa como él querría—. ¿Qué sucede? —me pregunta al ver mi reacción.
—No he vuelto a estar aquí desde que mi padre murió.
—Tranquila, te prometo que va a ser una experiencia muy gratificante. ¿Confías en mí? —Sí, le contesto moviendo la cabeza arriba y abajo, pero mi cuerpo indica lo contrario—. ¿Estás segura? —insiste preocupado.
—Sí —respondo, esta vez con decisión.
Entonces Julio tira de mi mano.
—Llegamos tarde, mi madre me va a matar.
—¿Tu madre?
—Sí, trabaja aquí. Es enfermera —me aclara acelerando el paso.
Entramos por las puertas del hospital y nos dirigimos hacia los ascensores. Julio pulsa varias veces el botón, quizá pensando que tal vez de esa manera el ascensor llegará más rápido. Las puertas se abren y pulsa el botón de la planta de pediatría. No logro entender qué es lo que hacemos aquí exactamente y, cuando voy a volver a formular la pregunta, el ascensor se detiene y entra gente, produciéndose una de esas situaciones incómodas, debido a los espacios reducidos. Esa situación hace que mi mente me transporte a aquellos días en los que venía a ver a mi padre... y a la conversación que mantuve con él justo antes de morir.
* * *
Mi padre ya estaba muy mal, los calmantes habían dejado de hacerle efecto y los dolores eran constantes. Mi madre no se separaba de su lado y, debido a las molestias que tenía él, llevaba varios días sin dormir decentemente. Ella debía descansar y fui yo la que me quedé por la noche. Sabíamos que era cuestión de días u horas y por eso ella no quería irse a casa, pero, aun así, insistí para que se fuera. Aquella noche mi padre estaba muy agitado y llamé a mi hermana, porque presentí que ésa era la última, como así fue.
—¿Hablabas con Nieves, verdad?
—Sí, papá. Tiene mucho trabajo y le es imposible venir, pero me ha pedido que te dé un abrazo de su parte. En un par de días cogerá vacaciones.
—A mí no hace falta que me engañes, Sara. Tu hermana no va a venir y no me sorprende. No me van a dar la medalla al mejor padre. Tal vez al más capullo, sí —terminó diciendo, sin parar de toser al intentar reírse.
—No digas eso, papá —le contesté tratando de quitar importancia a sus palabras.
—Es cierto, Sara. Yo nunca me he portado bien con vosotras. No te puedo dar una razón lógica a mi comportamiento, pero sé que no he sido un buen padre. Tu madre siempre me lo decía. «Algún día te arrepentirás y, cuando lo hagas, ya no tendrá remedio.» Y así es. No puedo borrar el daño que os he hecho, la distancia que he creado entre vosotras por mi culpa. Me he equivocado en tantas cosas... Pensaba que, si os exigía el máximo, alcanzaríais todo aquello que os propusierais, y no me di cuenta de que lo único que os interesaba conseguir en aquellos tiempos era mi cariño. Siempre he pensado que la muestra de ciertos sentimientos te hace más débil, pero tú y tu madre, en este último mes, me habéis demostrado que no te hace más débil, sino que te enriquece. Ella lo lleva haciendo toda la vida y todavía me pregunto por qué, después de todo, aún sigue a mi lado. Tengo la sensación de haber corrido una carrera de fondo toda mi vida, ya que lo único que he hecho ha sido competir con vosotras por el amor de la mejor mujer del mundo... y me negaba a no ser el ganador. Es absurdo, lo sé, ahora lo entiendo. Nunca ha habido tal competición, sólo estaba en mi cabeza. Por eso sigo sin saber por qué me sigue queriendo.
—Porque el amor no entiende de razones y, aunque tú le plantees todo tipo de argumentos en contra, seguirá amando a la persona incorrecta. No se elige a quien se ama. Así de simple —le contesté pensando en Mario.
—No sabes cuántas veces me ha dicho tu madre esas mismas palabras.
—Lo sé. Y ahora más que nunca les encuentro sentido.
—Te pareces tanto a ella... Y, sin embargo, desearía que no fuese así. Tu madre ha sacrificado demasiado por seguir a mi lado, y estoy seguro de que yo nunca he llegado a hacerla feliz. Así que prométeme una cosa, hija mía, aunque no tenga derecho a pedirte nada.
—Dime, papá.
—Prométeme que no canjearás minutos de un amor utópico por toda una vida de desengaño. Prométeme que escucharás a la razón cuando ésta tenga argumentos de peso contra el amor. Porque estoy seguro de que, aunque no lo parezca, más tarde o más temprano llegará un amor ante el cual la razón no tenga nada que objetar. No pierdas el tiempo esperando a que las cosas cambien. Cámbialas tú. Tú eres la única capaz de modificarlas. Para ello sólo debes cambiar tu forma de afrontar las circunstancias. Enfréntate a aquello que no quieras y lucha por aquello que consideres que te mereces. Tu madre nunca lo hizo, porque, si lo hubiera hecho, hace tiempo que me hubiese abandonado y tú y yo no estaríamos manteniendo esta conversación. Sin embargo, esperó pacientemente a que las cosas cambiasen y, al hacerlo, ha perdido demasiadas cosas por el camino.
—No digas eso, papá. Eso ya no tiene importancia. Ahora lo único que debes hacer es descansar.
—No, Sara, prométemelo. Yo nunca la he comprendido. Nunca he llegado a estar a su altura. Su grandeza me intimidaba. Ella ha demostrado ser mejor que yo en todo. Mejor madre y esposa, comprensiva, cariñosa, divertida, inteligente y, sobre todo, persona. Y ahora me doy cuenta de cuál era mi gran problema. El principal inconveniente de nuestra familia era ése: que yo nunca he sabido enorgullecerme de ello, sino que constantemente he intentado superar su grandeza... sin percatarme de que es imposible superar a las mujeres con un corazón tan puro como el de tu madre. Lo que hay que hacer es disfrutar a su lado de ese brillo que las caracteriza, cosa que no he podido hacer jamás. Idiota de mí, intentaba apagarlo. Así que asegúrame que no permitirás que nadie apague la intensidad de tu brillo, Sara. Prométemelo.
—Te lo prometo, papá —declaré con lágrimas en los ojos, porque fue la única vez en toda mi vida en la que mi padre me mostró al hombre del que estaba enamorada mi madre.
—Ambos sabemos que ya no me queda mucho tiempo. Y por eso quiero que sepas que lo siento mucho. Pensaba que vuestra madre llegaría a quereros más a vosotras que a mí. Temía que vosotras la hicierais más feliz que yo. Tenía celos. Es triste oír decir a un padre que tenía celos de sus propias hijas y envidia de su propia mujer, pero era así. Era algo inevitable, superior a mis fuerzas, algo que no podía controlar. Y por eso a veces me comportaba de ese modo. No intento justificar mis actos, ya que son injustificables. Lo único que deseo es pedirte perdón antes de que sea demasiado tarde.
—No digas eso, papá, lo has hecho lo mejor que has podido.
—No, Sara, no te engañes. Hay tantas cosas por las que debo pedir perdón... Me he creído con derecho a imponer mi opinión, sin escuchar antes la de ninguna de las tres. He sido demasiado exigente en muchos aspectos y eso llegó a asfixiar a Nieves, por eso ahora no la culpo al seguir queriendo respirar. En ocasiones mis propios problemas os han salpicado y me han cegado por completo, impidiendo ver todo lo que me ofrecíais. Pero, si algo tengo que agradecer a esta maldita enfermedad que me está matando, es que me ha permitido ver todo esto de lo que te he hablado. Estoy cansado, Sara, y ya no quiero luchar contra ella, porque es la única que ha sido capaz de mostrarme lo equivocado que estaba. El cáncer ha sido mi fiel confidente, ahora puedo irme tranquilo.
Eso dijo en su último aliento, antes de que en la pantalla del electrocardiograma apareciera una línea recta. Aquella noche fue la única vez en toda su vida que se comportó como un verdadero padre y fue la que me dejó marcada para siempre. Cuando se lo conté a Nieves, para ella fue más fácil creer que en sus últimos minutos de vida deliraba, que pensar que aquellas palabras salían desde el fondo de su corazón.
* * *
Justo en ese momento, las puertas del ascensor se abren y, frente a nosotros, una mujer de mediana edad le indica a Julio que llega tarde.
—Lo sé, lo sé... —contesta sin pararse, mientras tira de mí pasillo arriba. Unos metros más adelante nos detenemos en unas puertas en las que puedo leer «Sala de espera» y un folio en el que alguien ha escrito «Prohibido entrar sin una sonrisa».
—¿Preparada?
—Julio, creo que a mí se me ha olvidado sonreír —le comento nerviosa—. No me gustan los hospitales y no entiendo qué puede haber tras esa puerta que te haga sonreír.
—No te preocupes, Sara, yo te lo recuerdo —replica dándome un pequeño beso en los labios y retirándome el pelo de la cara—. ¿Confías en mí, verdad? —me pregunta transmitiéndome seguridad.
—Sí —contesto confiada, pero sin tener ni idea de lo que me voy a encontrar tras esa puerta.
—Perfecto —me responde con una sonrisa resplandeciente y un brillo en los ojos—. Por cierto... necesitarás esto —dice antes de entrar, sin soltarme la mano.