CAPÍTULO 8

 

 

 

 

Después de hablar con mi madre, mi mente vuela al pasado, cosa que no puedo evitar por mucho que lo intente. Constantemente, en cualquier conversación o estando sola, me acuerdo de todo lo vivido con Mario, de todas las señales que estaban ahí desde el principio, indicándome que no era la persona adecuada para mí... pero yo me negaba a verlo. ¡Qué idiota! Ahora mi cerebro recrea la escena de aquella primera vez en que me acosté con Mario. Fue justo un día después de mi visita sorpresa.

 

* * *

 

Tuve un día horrible en la oficina; el gran jefe indio decidió que necesitaba colgarse la cabellera de alguien sobre los hombros y la elegida fue la mía. Así que salí del trabajo con ganas de quemar la tarjeta de crédito, pero me reprimí. Por eso me dirigí directa a casa. Una vez allí, me puse ropa cómoda y me enfrasqué en la última novela que estaba leyendo, Cincuenta sombras de Grey. «¡¿De verdad hay hombres así...?! Que te buscan y se preocupan por ti en todo momento, pretendiendo ser ellos y sólo ellos el centro de todo tu universo. No me importaría nada vivir algo por el estilo; de hecho, creo que hasta me gustaría que me mostrara su mundo y me enseñara a disfrutarlo con él», suspiré soñadora y, mientras fabulaba con eso, el timbre de mi puerta me sobresaltó. Me acerqué sigilosamente a la mirilla y vi a Mario al otro lado, pero, como no le abría, mi teléfono comenzó a sonar escandalosamente desde el sofá. Mario lo oyó. Lo supe porque pegó su oreja a la puerta. El teléfono no paraba de sonar una y otra vez. Me planteé la posibilidad de lanzarme en plan plancha sobre él, pero pensé que seguramente, por el camino, tiraría la tele o cualquier otra cosa, así que decidí quedarme quietecita donde estaba y controlar lo que Mario hacía.

—Venga, Sara, abre la puerta, sé que estás ahí. Estoy oyendo el teléfono —me recriminó a través de la puerta, pero, como no le contesté, siguió insistiendo—. Sara, por favor, abre de una vez; vengo en son de paz. Además, debería ser yo quien estuviera enfadado, y no lo estoy, así que ábreme ya.

«Tiene razón», reconocí abriendo la puerta, avergonzada y roja como un tomate maduro.

—Hola —me saludó nada más entrar, besándome justo al lado de la comisura de los labios y manteniendo el contacto más tiempo de lo habitual. Después se dirigió tan tranquilo hacia la cocina—. Traigo pizza y cervezas. ¿Tienes hambre?

Yo me quedé petrificada. ¡Entró con toda la naturalidad del mundo después de lo que le había hecho la noche anterior! «Este hombre no es normal», me dije.

—Piensas quedarte ahí todo el día o vienes a cenar —añadió sacándome de mi perplejidad.

Avancé hasta la cocina, le arrebaté una cerveza de las manos y, sin decir nada, me bebí media de un trago mientras Mario me miraba divertido al ver que estaba tan nerviosa o más que el día que lo conocí.

—Siento lo de ayer, Mario. No sé qué me pasó, pero...

—No tienes por qué darme explicaciones, Sara. Lo que pasó, pasó, y no hay que darle más vuelta. Además, yo tampoco me comporté como es debido; perdí los nervios y eso no estuvo bien. Así que tema zanjado. Ahora vamos a cenar.

La noche transcurrió normal, como si el ayer no existiera, y no dejé de sorprenderme. Las cervezas se acumulaban sobre el baúl del salón y yo empezaba a notar los efectos del alcohol.

«Tal vez debería dejar de beber, o haré alguna tontería de la que luego me avergonzaré el resto de mi vida», me aconsejé.

—Me gusta lo que haces cuando bebes —me comentó acercándose a mi boca para besarme—. Además, pretendo acabar lo que anoche comenzaste.

—O sea, que ése es tú propósito... emborracharme para poder aprovecharte de mi cuerpo.

—No, satisfacer tu cuerpo para que te enamores de mí.

En ese momento no lo rechacé, sus palabras me conquistaron. Pero, cuando se intentó recostar sobre mí, en un acto reflejo, me retiré un poco, sin dejar de mirarlo.

—¡Venga, Sara! ¿Hoy también pretendes dejarme a medias? —me preguntó con voz lastimera.

—No... sí-sí... Ma-Mario, yo... —empecé a tartamudear.

—Chist —me mandó callar antes de que sus labios se unieran a los míos. Nuestras lenguas se acariciaron, degustando cada uno el sabor del otro y, sin saber cómo ni por qué, le permití seguir.

Mario metió su mano por debajo de mi camiseta y atrapó uno de mis pechos, e inconscientemente di un respingo; entonces él me susurró, sin separar mis labios de los suyos:

—Tranquila, Sara, sólo vamos a divertirnos.

Yo respondí con un movimiento de cabeza afirmativo; no pude hablar, ya tenía bastante con intentar detener las dudas que se agolpaban en mi cabeza. Entonces noté cómo atrapaba unos de mis pezones entre sus dedos y comenzaba a jugar con él, provocando que mi interior empezase a calentarse. «Esto te gusta, Sara, así que relájate», me repetía mentalmente una y otra vez, concentrándome con todas mis fuerzas en lo que estaba a punto de pasar.

—Quítate la ropa —me ordenó de forma delicada mientras él comenzaba a desnudarse.

—Mario, no estoy segura de esto; creo que he bebido más de la cuenta y tal vez deberíamos dejarlo —le propuse reuniendo el valor suficiente como para plantearle mis dudas—. ¿Tú crees que esto es buena idea? Somos vecinos y si no sale bien... —añadí tímidamente.

Pero él, sin contestar a lo que yo le exponía y con una mirada entre el peligro y la lujuria, se puso frente a mí y, diestramente, metió las manos debajo de mi camiseta y desabrochó mi sujetador mientras me decía con voz ronca y seductora—: Te quiero desnuda, Sara.

Sin plantearme otra opción y con timidez, me quité la camiseta y los pantalones cortos de algodón que llevaba. Dejé caer por mis brazos el sujetador y me quité el tanga. Él, sin embargo, no tuvo ningún problema en exhibir su cuerpo, sino todo lo contrario. Se mostró orgulloso cuando mis ojos se pasearon de arriba abajo recorriendo su piel y, al detenerse en su erección, sonrió. Yo, avergonzada, desvíe la mirada, encontrándome de lleno con sus intimidantes ojos y la forma en que me observaba, replanteándome de nuevo lo que estaba haciendo. Mario, al verme, pareció leer mi pensamiento y, acercándose a mí, me susurró, seguro de sí mismo y acariciándome con suavidad el rostro:

—Tranquila, pequeña; sólo relájate y disfruta.

Mis nervios resultaban evidentes y a él parecía gustarle que yo me sintiera así. De hecho, creo que le hacía sentirse poderoso y eso le producía satisfacción. Pero no iba a ser yo quien lo rechazase de nuevo. Estaba dispuesta a dejarme llevar esta vez. Y se me había presentado la ocasión perfecta. No fue algo impulsivo, como lo de la noche anterior, sino que esta vez Mario se había propuesto seducirme y yo quería que lo hiciera. Me agarró de las muñecas, levantando mis brazos por encima de mi cabeza, y yo, en un acto reflejo, cerré las piernas al notar su cuerpo sobre el mío; él se rio al apreciar mi vulnerabilidad y, regodeándose por mi estado, comenzó a besar mi boca.

—¿Estás seguro de esto, no? Porque, si sale mal, todo se va a complicar —conseguí decir, con la respiración agitada, cuando sus labios se dirigieron a mi pecho y sus caderas se hicieron hueco entre mis piernas. Entonces me miró intensamente a los ojos y, mostrándome esa mirada peligrosa, me contestó.

—Me gustan las complicaciones y no pienses ni por un segundo que lo vamos a dejar esta vez. Que ahora no estés segura no quiere decir que no lo desees —soltó, convencido de cada una de sus palabras—, ¿o acaso no es esto lo que querías, Sara? ¿No es esto lo que viniste buscando anoche? —me preguntó con un certero movimiento de caderas, abriéndose camino en mi interior, con un tono de voz autoritario que no daba opción a las dudas. No sé si fue el tono de voz que empleó o su forma de hablarme, pero logró que algo comenzase a surgir de mis entrañas. Entonces se retiró, se puso un preservativo y, antes de entrar en mí de nuevo, me exigió—: Contéstame, Sara.

Mis palabras se agolpaban en mi garganta sin poder salir, pero Mario no estaba dispuesto a pasar por alto mi respuesta, así que volvió a repetir su movimiento de caderas, pero esta vez mucho más potente, reclamándome una respuesta.

—Dime, ¿es esto lo que buscabas, sí o no? —me volvió a plantear, con las pupilas dilatadas.

—Sí —contesté al final, haciendo un gran esfuerzo y con la respiración entrecortada. Cuando lo hice, me besó de forma posesiva, provocando en mí una explosión de deseo inimaginable. Fue entonces cuando entró de nuevo en mi interior con una fuerza desmesurada, arrancándome un grito de placer desconcertante que hizo que todo mi cuerpo se retorciera. Enrosqué las piernas a su cintura, exigiéndole que repitiera sus movimientos.

—Eso es, pequeña, así me gusta, déjate llevar —me invitó entre sus brazos mientras entraba y salía con potencia, aumentando el ritmo de las sacudidas.

Creí que iba a explotar, que estaba a punto de tener el orgasmo de mi vida. Sus sacudidas eran agresivas y enérgicas y, para mi sorpresa, eso me encantaba. Nunca había tenido un sexo tan salvaje, tan primario, y eso estaba consiguiendo que todas mis entrañas abrazasen a Mario con más fuerza cada vez que él entraba dentro de mí. Una y otra vez, mi cuerpo quería más, y cada vez lo necesitaba más profundo. Y fue entonces, en las dos últimas envestidas, cuando contemplé una estrella fugaz en mitad de la noche y eso me creó esperanza. No habían sido fuegos artificiales, pero sí habían disipado la oscuridad. Mario había terminado y yo tan sólo degusté lo más parecido a aquello que tanto me cuesta alcanzar. Salió de mí, se echó a un lado y, tras suspirar profundamente y darme un rápido beso en la frente, me dijo, satisfecho:

—¡Ves como lo estabas deseando! A veces os gusta haceros de rogar y un «no» se convierte en un «sí». Simplemente hay que saber leer entre líneas y coger las riendas del juego con decisión para saber lo que realmente queréis cuando ni vosotras mismas lo sabéis —añadió como si estuviera hablando consigo mismo—.¿Todo bien? —me preguntó cuando terminó su monólogo.

—Sí —le contesté moviendo la cabeza sin salir de mi asombro.

No sabía que otra cosa decir, seguía perpleja. ¡¿Realmente me había excitado tanto que Mario decidiera por mí?! Me gustaba que poseyera todo el control de mi cuerpo, nublando por completo mi mente, evitando de esa manera que yo pensase. Mi respuesta en aquel momento fue afirmativa. El problema llegó cuando ese control que ejerció aquel día sobre mi cuerpo lo trasladó a mi vida.

 

* * *

 

Cabizbaja y pensativa, arrastro los pies hasta mi dormitorio, corro las cortinas y me derrumbo en la cama para contemplar la luna. Ella me aporta paz y desde aquí mi mente vuelve a abstraerse del presente para llevarme de nuevo al pasado.

 

* * *

 

Pocos días después de que Mario y yo nos acostáramos, volvía del trabajo cuando, al salir del ascensor, oí un fuerte ruido contra la puerta de Mario. Instintivamente me paré, agudicé el oído y escuché...

—¡Quieres darme de una vez la ropa, Mario! ¡Tengo que irme ya! —gritó una voz femenina.

—Vete así —le contestó él seriamente.

—¡Buena idea! Creo que lo haré —oí que le respondió, mientras el pomo giraba y luego se abría un poco la puerta. Entonces, antes de que yo pudiera reaccionar, oí otro gran golpe contra la puerta, como si Mario embistiera a la chica otra vez, y, a consecuencia de ello, se cerró de nuevo. Me sobresalté y di un par de pasos hacia mi piso, intentando disimular, pero me detuve de nuevo cuando Mario le respondió con voz ronca.

—Eso ni lo sueñes, preciosa, eso sería atentar contra la vía pública, porque seguro que provocarías más de un accidente y no estaría bien, ¿no te parece? —le preguntó. Y fue en ese momento, al escuchar sus palabras, cuando decidí que ya no quería enterarme de nada más, así que, con paso firme y resoplando como una mula, entré en casa dando un portazo.

—¡Dios! Qué idiota eres, Sara. Si ya te lo decía Lola: «Buscas ser la princesa de tu propio cuento de hadas, pero hace tiempo que los cuentos pasaron a ser simples fantasías que nunca se hacen realidad, y el “fueron felices para siempre y comieron perdices” dejó de existir hace siglos, porque la princesa se atraganta en medio del banquete con el hueso de una perdiz al enterarse de que su príncipe es un estúpido sapo que se lía con la rana de al lado y que lleva una corona roñosa, así que, antes del gran baile, la princesa le presenta la demanda de divorcio y al final se queda sola, sin castillo y con los sueños hechos añicos» —dije en voz alta, imitando el soniquete que a veces me soltaba Lola, desplomándome sobre el sofá y tirando el bolso a un lado con desgana. Estaba cabreada, irritada y enojada. Estaba harta de guardar las apariencias, de ser siempre tan mojigata, tan ingenua, tan estúpida. Y, decidida a dar un cambio de ciento ochenta grados a mi vida, salí de casa sin pensármelo dos veces para liberarme de esa sensación.

Nada más entrar en el centro comercial, la rabia que antes se apoderaba de mi cuerpo fue disminuyendo y la adrenalina que fluía por mis venas desapareció, dejando paso a otras sustancias mucho más placenteras, como la dopamina, la serotonina o las endorfinas, y es que fue tal la felicidad que sentí que mi tarjeta de crédito empezó a dar saltos de alegría dentro de mi cartera. Después de probarme varias cosas, me decanté por una falda de tubo gris que se ceñía a mis caderas y una camisa vaporosa blanca y negra muy sugerente, pues me aportaban la seguridad que en esos momentos necesitaba; en otra ocasión ni me hubiera fijado en esas dos prendas, pues su precio era desorbitado, pero entonces me urgía tenerlas en mi poder. «Es lo típico que llevaría Lola un día de trabajo y esa imagen es exactamente la que yo estoy decidida a mostrar a partir de ahora», pensé al comprarlas; nunca imaginé que no tendría oportunidad de lucirlas.

 

* * *

 

«Idiota de mí, no engañé a nadie; yo no tenía ni el valor, ni la determinación, ni mucho menos la personalidad de Lola. Seguía siendo yo, intentando aparentar ser otra persona completamente diferente a mí, y llegando tan sólo a confundirme a mí misma porque no quería ser quien era pero tampoco tenía el arrojo para ser otra persona y, entre lo que quería ser y lo que era. Mario aprovechó la oportunidad para moldear a la Sara que él deseaba, consiguiendo confundirme por completo», reflexiono mientras me imagino a mí misma reflejada en multitud de espejos. Me veo perdida y desconcertada en un laberinto. Es como si estuviera soñando, aunque estoy despierta. Mil y una imágenes de mí se proyectan en ellos, mil y una imágenes con diferentes estados de ánimo. Sara triste, Sara diminuta, Sara fuerte, Sara melancólica, Sara decidida, Sara cobarde, Sara sensual, Sara atrevida, Sara vengativa, Sara defraudada, Sara humilde, Sara soberbia... Pero ¿cuál de todas esas proyecciones son las que conforman la verdadera Sara? Lo difícil ahora es averiguarlo. Porque estoy tan desorientada que en ninguna de ellas me reconozco. Mario se ha encargado muy bien de anular por completo mi personalidad, porque me identifico con todas y con ninguna en concreto, pienso mientras imagino cómo todos los espejos estallan, haciéndose añicos. Lloro desconsoladamente sobre la almohada, lamentándome por haberle permitido apoderarse de todo mi ser. Y cada lágrima que derramo duele tanto como si la solución salina que humedece mis ojos lacerase mi piel y mutilase mi alma. «¿Por qué has hecho esto conmigo? ¿Por qué has entrado en mi corazón para corromperlo, para destruirlo?», grito desconsoladamente a la nada. Porque eso es lo que hay en mi corazón ahora mismo, nada. Un vacío demasiado grande. Mario ha sido como una epidemia; se instaló en mi vida para ir corrompiéndome poco a poco. Ha sido como la gangrena que se apodera de los tejidos sanos y que, por mucho que amputes la parte infectada, puede que vuelva a reproducirse, contaminando nuevas capas. Había días en que era un hombre tan encantador y detallista que me hacía pensar que todo había sido una mala racha. Era como convivir con el doctor Jekyll y míster Hyde. Me gustaba creer que, cuando era Jekyll quien me abrazaba, era en mí en quien pensaba. Esas veces en las que me mostraba al hombre del que me enamoré un día y me permitía reencontrarme con él eran fantásticas. Me llenaban de esperanza después de haber visto el semblante más sombrío de Hyde. Al pensar eso, me viene a la cabeza uno de esos momentos.

 

* * *

 

Acababa de llegar a casa. África, Lola y yo habíamos salido y se suponía que Mario debía de estar trabajando en el bar de Jaime, pero fue introducir la llave en la cerradura y, como un ser omnipresente, aparecer él.

—Dijiste que no ibas a salir.

—Hola, cariño —le contesté agarrándome a su cuello un poco más efusiva de lo normal.

—¿Has bebido?

—Sólo un poquito —reconocí, separando un pelín mi dedo índice del pulgar.

—Sabes que no me gusta que bebas si no estoy yo. No controlas lo que haces cuando bebes, Sara, y no me gusta —respondió cortante, apartándome de delante de la puerta para acabar de abrir él.

—Pensé que eso era lo que más te gustaba —repliqué sin poder contener el hipo.

—Pues te equivocas —soltó seco, incitándome a entrar.

—No es cierto, lo recuerdo perfectamente. Dijiste que el alcohol me desinhibía, que me estimulaba a hacer cosas que en estado normal nunca haría y que eso te encantaba —insisto gruñendo como un felino y haciendo un gesto con una mano como si fuese una tigresa.

—¡Joder, Sara, estás borracha! —protestó cabreado, apresando mi brazo con sus manos, marcando cada uno de sus dedos en mi piel, para luego llevarme hasta el baño—. Para empezar, te dije que no salieras y vas tú, te plantas esa falda con la que se te ve hasta el carné de identidad y te vas de juerga. Vuelves más tarde que yo y, encima, borracha. ¡¿A saber qué habrás estado haciendo y con quién?! Parece que te gusta hacerme enfadar —me espetó, abriendo el grifo de la ducha y empujándome dentro de ella.

—¡Pero ¿qué dices?, estás loco! ¡Con quién voy a estar sino con mis amigas! —le dije intentando escaparme del chorro de agua fría y forcejeando con él en vano.

—¡¡Estate quieta, Sara!! ¡¡Joder, estate quieta de una puta vez!! —me gritó, aplacando mis inútiles intentos de liberación mientras me agarraba las muñecas con una mano y me empotraba contra los azulejos de la pared, poniendo todo su cuerpo sobre mi pecho mientras me sujetaba la cara entre sus fuertes dedos, obligándome a mirarlo a los ojos—. No vuelvas a salir sin que yo lo sepa, ¡me has entendido! —Asentí meneando la cabeza, sin poderme creer lo que estaba sucediendo—. Y mucho menos bebas alcohol cuando yo no esté para controlarte —añadió aflojando su presa cuando vio en mis ojos el miedo.

Cuando por fin me liberó por completo, salí de la ducha empapada y con la cabeza gacha, tratando de ocultar mis lágrimas de amargura. No tenía intención de mostrarle esta vez lo vulnerable que me había hecho sentir con su desmesurada reacción.

Fue la primera vez que vi el lado más oscuro de Mario, la primera vez que él me mostró a míster Hyde.

—Perdóname, no he debido comportarme de esa manera... He perdido los nervios —se disculpó suavemente, acercándose a mí.

—¡Déjame! —respondí sacudiendo los hombros para deshacerme de sus manos, mientras luchaba por contener mis lágrimas para no enseñárselas. Entonces Mario me envolvió con la toalla y, cariñosamente, me abrazó.

—Estás empapada, Sara, ¿no ves que lo único que pretendo es cuidar de ti? No te enfades, Sara, lo siento de verdad. ¿Te crees que a mí me gusta comportarme así? Pues no, pero hoy he discutido con Jaime. Es mi mejor amigo, me sentía mal y necesitaba tu consuelo, tu comprensión. Sin embargo, tú no estabas en casa y tampoco respondías a mis llamadas y eso me ha enfurecido mucho más. Entiéndelo —me pidió con ternura, haciendo su aparición el lado más dulce, el doctor Jekyll.

Dos opciones pasaron por mi mente en décimas de segundo: una, gritarle lo más alto que pudiera que era un malnacido y desaparecer de allí como alma que llevara el diablo... o, dos, aclararle que eso no era excusa para comportarse de esa manera y menos con la persona que quieres. Pero ninguna de las dos respuestas fue la que él escuchó, principalmente porque me sentí tan culpable de su reacción que creí razonable que se hubiera enfadado. Tal vez había exagerado, sí, pero era porque me necesitaba y, pensar que acudió a mí ante un problema, me gustó. Me hizo sentir importante. Y por ello, con mucha paciencia, le contesté.

—Yo también siento no haberte avisado, pero, aun así, no debías preocuparte. Si no te cogí el teléfono fue porque no lo oí. ¿No confías en mí? —le pregunté mirando a la nada, de espaldas a él.

—Claro que confío en ti, cariño. De quien no me fio es de los que te rodean, de cómo te miran y de lo que buscan cuando se te acercan. Quieren lo que es mío y eso me mata —me susurró al oído sin soltarme.

—Soy toda tuya, Mario, soy tuya y de nadie más —afirmé girándome para mirarlo a los ojos.

—Me hace tan feliz oír esas palabras. Pero la próxima vez avísame de que tienes intención de salir —me pidió acercando sus labios a los míos, mientras deslizaba sus manos hacia mi trasero por mi ropa completamente pegada a mi cuerpo—. Estás preciosa —añadió al ver cómo se transparentaba mi sujetador a través de la fina tela—. Y me parece algo increíble que una mujer tan hermosa como tú quiera estar con alguien tan loco como yo —agregó, para luego besarme de nuevo, mezclando su sabor con el mío y logrando con sus palabras que, poco a poco, me olvidara de lo que había sucedido apenas unos instantes antes.

Mario se arrodilló, introdujo los dedos por la cinturilla de mi falda y tiró de ella, pero ésta se negaba a bajar, y a cada centímetro que avanzaba sobre mi piel húmeda, se enrollaba más sobre sí misma. Me hizo gracia verlo tan concentrado luchando contra un trozo de tela y una risita tonta surgió de mi garganta.

—No te rías. Estoy a punto de ir en busca de unas tijeras y deshacerme de ella por completo. Tiene parte de culpa de nuestra discusión y merece que la aniquile —soltó con semblante serio, pero sin rastro de oscuridad en su mirada.

—No seas así, la falda no tiene la culpa de que tú seas un gruñón —contesté sentándome sobre sus piernas y abrazándolo, echando el peso de mi cuerpo sobre el suyo, hasta que conseguí tumbarlo por completo en el suelo del baño.

 

* * *

 

Aquella noche, como muchas otras, me hizo sentir la mujer más desgraciada del mundo para después provocar que me sintiera la más afortunada por tenerlo a mi lado. Enturbiaba mi mente y sabía cómo quitarle importancia a lo que había sucedido, incluso lograba hacerme sentir responsable de su enfado, llegando a pensar que me había ganado a pulso su cabreo por haberlo desobedecido. Todavía no me explico cómo lo conseguía, no alcanzo a entender cómo ejercía tal poder sobre mí. No sé si era la forma en que me tocaba o el hecho de sentirme rescatada desde el más profundo de los infiernos al que él mismo me había arrojado segundos antes, pienso desde mi cama, sin hallar respuesta, mientras el peso de mis párpados me obliga a cerrar los ojos.