CAPÍTULO 3

 

 

 

 

A la mañana siguiente me despierto sobresaltada al oír un fuerte ruido. Desorientada y confusa, miro hacia ambos lados. La luz que se filtra a través de la ventana me deja ver con claridad dónde estoy. Me levanto con la sensación de que mi cuerpo pesa una tonelada y, perezosamente, me dirijo hacia el lugar de donde procede semejante escandalera.

—Buenos días —saludo a Lola.

—¿Te he despertado? Lo siento. Estaba preparando el desayuno. ¿Qué tal has dormido?

—No muy bien. Supongo que el alcohol no tuvo el efecto deseado —respondo mirando el caos que hay en la cocina—. ¿Qué estás haciendo?

—Quería hacer unas crepes, pero, como no me han salido —dice enseñándome la masa ennegrecida que hay en la sartén—, me he decantado por unas tostadas.

—Lola, eres un horror entre fogones. Anda, déjame a mí —le propongo, apartándola de la vitrocerámica y retirando de la sartén la masa calcinada.

—¿Supongo que esto no lo habrás preparado tú, verdad? —le pregunto desconfiada, señalando la mezcla de color amarillento que hay en una fuente.

—No, lo hizo Silvia. Ayer debí haberlo congelado para cuando Yago volviera, pero... A él le encantan y, como imaginas, es él quien las hace —me explica mientras comienza a remover la mezcla.

—Sí, sobre eso no tengo ninguna duda —contesto mientras echo un poco de la mezcla en la sartén y la voy extendiendo hacia el exterior. Una vez que los bordes han cambiado de color, le doy la vuelta con cuidado y, cuando ésta se empieza a dorar, la pongo en el plato.

Nos sentamos y veo cómo Lola baña su crepe con chocolate fundido y nata.

—Están riquísimas, Sara —exclama poniéndose otra en su plato—. ¿Tú no comes más? —pregunta al ver que ni siquiera me he comido la mía entera.

—La verdad es que no tengo mucha hambre. ¿Te acuerdas de dónde dejé ayer el móvil? —le pido cambiando de tema—. Me desperté a media noche a cogerlo, pero no lo encontré en mi bolso. Pensé que me lo había dejado aquí, pero tampoco lo veo por ningún sitio.

—Lo tengo yo. Pero no me lo pidas, porque no te lo voy a dar —asegura con firmeza.

—¿Por qué no? —planteo ofendida.

—Porque te ha estado llamando el Chucho y no quiero que hables con él.

—No voy a contestar ninguna de sus llamadas, Lola, pero no puedes dejarme sin teléfono. ¡Lo necesito! —intento convencerla.

—¿Para qué?

—¿Cómo que para qué? Para estar comunicada con el exterior.

—Ahora no me vengas con ésas. ¿Hace cuánto que no tienes mundo exterior? Él se encargó de alejarte de todo y de todos. Incluso de nosotras. ¿Cuándo fue la última vez que quedamos las tres solas?

No le respondo, no tengo excusa. Lola tiene razón. Mario fue cerrando mi círculo social hasta hacerme creer que sólo lo tenía a él. Me doy cuenta de cómo, poco a poco, ha conseguido que dudase de todo aquel que me rodeaba y cómo ha logrado hacerme creer que sólo podía confiar en él. La primera persona de la que me hizo desconfiar fue de Lola y ahora me siento avergonzada, porque es a ella a quien he acudido cuando el problema me ha explotado en la cara.

 

* * *

 

Recuerdo que estábamos en El Cultural y, poco antes de irnos, Lola me arrastró a los baños para contarme que Mario había intentado ligar con ella.

En un principio no daba crédito a lo que ella me estaba diciendo, pues no quería admitir que podía ser cierto. Nunca he tenido motivos para desconfiar de su palabra, pero necesitaba que fuese él quien me lo confirmara. Porque, por alguna extraña razón, mi cabeza se negaba a aceptar lo que ella afirmaba. Así que, al salir de El Cultural, le pregunté.

—¿Qué es lo que ha pasado con Lola?

—¿Qué te ha contado? —me respondió con otra pregunta, de manera impasible.

—Mario, te estoy preguntando qué ha pasado. Tengo su versión, ahora necesito saber cuál es la tuya. Debo decidir a cuál de los dos creer y sé que es algo que no me va a gustar porque, si te creo a ti, estaré admitiendo que ella miente, y si la creo a ella, serás tú el que miente. Y no es agradable encontrarme en esta situación —le expliqué, nerviosa.

—¿Y por qué das por hecho que alguno de los dos está mintiendo? ¿Puede que las dos versiones coincidan? —replicó con chulería, comenzando a molestarse por el tono de mi voz.

—¡¿Me estás diciendo que has intentado liarte con una de mis mejores amigas, a la que tan sólo hace unas horas que conoces y, encima, a escasos dos metros de donde yo estaba, porque no te ha importado?! —protesté perdiendo los nervios y sin dar crédito a lo que yo misma decía.

—No, te estoy diciendo que me gustas demasiado y que necesito comprobar si tú sientes lo mismo por mí —me espetó con firmeza, mirándome peligrosamente a los ojos.

—¿¡Qué!? No entiendo lo que pretendes decirme. ¿A qué viene eso ahora?

—Mira, Sara, yo lo he pasado muy mal con Daniela, y no estoy dispuesto a perder el tiempo con alguien que no busca lo mismo que yo en una relación, alguien que no se comprometa. Ahora necesito a una persona a mi lado que no dude de lo que siento por ella —dijo montándose en su moto. Ofendido, la arrancó y me dejó en mitad de la calle, sola.

Confundida y sin dar crédito a lo que acababa de pasar, comencé a caminar de regreso a mi casa. Se suponía que la que debía estar enfadada era yo, pero al parecer él era quien se había disgustado y realmente aún no entendía el porqué. Sin embargo, cuando llevaba un cuarto de hora caminando, oí detrás de mí el sonido de su moto.

—Sara, móntate —me ordenó con firmeza, tendiéndome el casco. Al ver que yo seguía andando, volvió a insistir—: Sara, monta en la puta moto. ¡Ya! —Esta vez obedecí. Estaba muy enfadada, pero, aun así, cogí el casco y me subí detrás de él. Al llegar al garaje seguía cabreado, al igual que yo, pero, en cuanto bajamos del vehículo, Mario se abalanzó sobre mí y me acorraló entre su cuerpo y una de las columnas. Me agarró la cara por la mandíbula con una sola mano y me advirtió antes de apoderarse de mi boca desenfrenadamente y con brusquedad—: No vuelvas a dudar de mí.

Aquella noche fue la primera vez que me hizo sentir diminuta, para posteriormente hacerme creer que, incluso así, siendo tan poca cosa, le importaba. Me quería a su lado y por eso volvió a por mí después. Al llegar a casa tuvimos un encuentro sexual apasionado y comprendí el significado de la palabra «lujuria». Y eso me hizo olvidarme de cuánto había disminuido.

 

* * *

 

—Un, dos, tres ¡despierta! —me dice Lola chasqueando los dedos delante de mi cara—. ¿En qué piensas?

—En nada —miento encogiéndome de hombros.

¿Cómo le voy a decir que en Mario? Y lo peor de todo, ¿cómo hacerle comprender que, aun sabiendo que no se ha portado bien conmigo, lo echo de menos? Ella no lo entendería.

—Sé que algo atormenta esa cabecita que tienes, pero también sé que llegarás a controlar eso que te tortura, porque, aunque no lo creas, todo pasa, Sara... Lo bueno, lo malo, el dolor, la felicidad... Todo, absolutamente todo, pasa. Nada es eterno en esta vida y mucho menos lo que te martiriza en estos momentos —me suelta, sabiendo perfectamente en quién pensaba—. ¿Quieres que vayamos a ver a África? —me propone cambiando de tema.

—Debería pasar antes por casa. Y también quiero mi teléfono, Lola. —Mi amiga me mira; está decidida a pasar por encima de quien haga falta para protegerme, pero no es ella quien debe hacerlo. He tomado una decisión y voy a mantenerla, por mucho esfuerzo que eso me suponga—. Lola, te agradezco todo lo que intentas hacer, pero debo ser yo quien se enfrente a él. Lo de ayer fue una excepción, no puedo correr a esconderme debajo de tus faldas. —Como sigo sin convencerla, añado—: ¿Y qué vas a hacer, te lo vas a quedar el resto de tu vida?

—No, sólo el fin de semana.

—Con eso lo único que vas a conseguir es posponer lo inevitable. Mario no se va a cansar de llamarme. Lo conozco y te aseguro que la persistencia es una de sus mejores armas.

—Está bien —claudica sacando el móvil de uno de los cajones de la cocina—, pero tienes que prometerme que no vas a volver a caer en sus redes. Es un manipulador, Sara; te dirá y hará lo que sea para conseguir que cambies de opinión.

—Lo sé. Pero esta vez es diferente —afirmo apagando el móvil delante de ella sin ni siquiera mirar ninguno de los mensajes que aparecen en pantalla.

—¿Estás segura?

—Lo estoy —contesto decidida.

Justo en ese instante, Lola recibe una llamada, atiende brevemente y cuelga.

—Era Silvia —me anuncia.

—¿Qué pasa? —pregunto preocupada.

—Cree que deberíamos ir a tu casa.

—Lola, ¿qué es lo que ha sucedido?

—No lo sé, no me lo ha dicho. Sólo me ha pedido que vayamos.

Nada más llegar a mi piso, un fuerte olor a perfume invade mis fosas nasales, pero eso es lo que menos llama nuestra atención cuando entramos por la puerta. Todo está revuelto, parece que hubiera entrado un tornado. La estantería del salón se encuentra completamente vacía y contemplo horrorizada cómo mis pequeños tesoros están malheridos en el suelo.

—¡¡Qué hijo de puta!! —oigo que suelta Lola detrás de mí.

Me agacho y recojo una a una las hojas arrancadas y, con lágrimas en los ojos, abrazo las cubiertas de mis novelas preferidas. Ha destrozado todos mis libros de literatura romántica; sabía que esto era lo que más daño me iba a hacer, tenía claro que de esta manera me dejaría en el más profundo de los vacíos, privándome de mi pequeño paraíso, ya que era el único sitio en el que yo era completamente feliz cuando en el mundo real nada funcionaba bien. Y por eso lo ha hecho. En la cocina, los armarios y los cajones están abiertos como si hubieran estado buscando algo. Y en mi dormitorio, lo primero que llama mi atención al entrar es el sonido que producen los cristales rotos al pisarlos. Es imposible no mirar hacia abajo y observo, horrorizada, la multitud de diminutos cristales que hay por el suelo. Después miro a Lola, que me pide disculpas con la mirada, pero la imagen que contemplo a continuación hace que mi estómago se contraiga y un repelús recorra toda mi espalda. El armario está vacío y toda la ropa se halla amontonada en un rincón; sin embargo, el resto de la habitación está perfecta, a excepción de que, sobre la cama, hecha, están mis zapatos rojos de tacón colocados meticulosamente alineados junto con una rosa roja y una nota:

 

Pensaba que sólo te comportabas como una puta cuando los llevabas puestos. Ahora me doy cuenta de que me equivocaba.

 

Al leerlo, toda la ira contenida en mí se desata y, con rabia, abro la puerta de la terraza y los lanzo lo más lejos que puedo.

—¿Por qué has hecho eso? —me pregunta Lola, perpleja por mi arranque, cogiendo el papel que he tirado al suelo.

—Me los regaló él —le explico sintiéndome orgullosa por mi acción.

—¿Y hay algo más que te haya regalado esa garrapata?

—Sí, esto —le indico abriendo uno de los cajones de la cómoda que está a mano izquierda, junto a la puerta, para mostrarle varios conjuntos de ropa interior, a cuál más bonito.

—Tiene gusto para la lencería, ese capullo, pero a la mierda que va todo esto también —espeta cogiendo con ambas manos todas las prendas y repitiendo lo mismo que he hecho yo.

Al contemplarla no puedo evitar reírme y una especie de libertad mezclada con indignación y desprecio hacia él aparece en mi cara, salpicada por unas cuantas lágrimas que salen de mis ojos sin consuelo. Una combinación de derrota, rabia y frustración se instala en mi cuerpo, dejándome el corazón vacío y con la sensación de haber vivido durante demasiado tiempo en una auténtica mentira. Ella, al verme, me pregunta con dulzura:

—¿Me dejas llamar ahora al cerrajero? —Respondo con la cabeza que sí—. Sara, creo que también deberíamos llamar a la policía.

—No, eso no. Con eso conseguiría enfadarlo más, y ahora lo único que quiero es recoger todo esto y recuperar mi vida.

—No creo que tu vida vaya a mejorar si no lo denuncias —me advierte con firmeza.

—Tampoco creo que lo haga si lo denuncio.

—Sara, por favor, escúchame. Esto se te ha ido de las manos, y hay que denunciarlo; quieras o no quieras, hay que hacerlo.

—No, Lola. Por una vez, escúchame tú a mí: no pienso denunciarlo y te prohíbo que lo hagas tú. ¡¿Me has entendido?! No quiero que nadie sepa lo miserable que era mi vida.

—Sara, no tienes por qué avergonzarte de nada. Es a él a quien debería darle vergüenza. Tú no tienes la culpa.

—¿Todavía no lo comprendes, verdad, Lola? ¡No ves que aquí la única responsable soy yo! He permitido que todo esto suceda y por eso la culpa es mía y de nadie más. Llevo demasiado tiempo consintiéndole que me humille, que me degrade hasta límites que ni siquiera sospechas y que me haga sentir tan insegura de mí misma... hasta el punto de que, aún ayer, dudaba de si sería capaz de rehacer mi vida sin él, pese a la mierda de relación que él me ha proporcionado. Porque lo nuestro sólo ha sido eso, un miserable y tortuoso cuento de hadas que yo me he empeñado en vivir, salpicado con alguna pizca de pasión y varios ingredientes principales: la ilusión de que él, mañana, sería mucho mejor si yo me esforzaba más; la esperanza de que todo cambiaría si yo no le llevaba la contraria, y el miedo a enfrentarme a él por perder algo que ni siquiera tenía... una relación de verdad.

—Ni se te ocurra volver a repetir eso. Ya es la segunda vez que te oigo decir que tú eres la culpable de lo que te ha sucedido y te juro que, si te vuelvo a oír culpabilizarte de todo lo que te ha ocurrido, me voy directa a comisaría y me da igual cuánto llegues a enfadarte o que me dejes de hablar el resto de tu vida; no quiero volver a oírte decir eso. Es a él a quien se le tendría que caer la cara de vergüenza por tratarte como lo ha hecho.

—Pero es cierto, yo he alargado todo esto hasta que no he tenido fuerzas para soportarlo más. Sólo quiero que entiendas por qué lo digo.

—Claro que lo entiendo. Le has permitido adueñarse de tu vida y ahora se cree con derecho a controlarla a su antojo. Pero, aun así, Mario es el único responsable de su comportamiento. Ya es suficientemente mayor como para diferenciar lo que está bien de lo que está mal, lo que es justo de lo injusto; tendría que saber distinguir entre respetar y denigrar y, sobre todo, entre amar o poseer. Vale, quizá tú hayas permitido que esto dure más tiempo del que le correspondía, pero tal vez sea porque hasta ahora no te has sentido capaz de enfrentarte a todo ello. Así que no lo excuses, a menos que quieras que vaya directa a la policía, aunque eso signifique romper nuestra amistad para siempre —me advierte amenazante, señalando la puerta.

—No, ahora lo que necesito es a una amiga que me escuche. —Y es en ese instante, al percibir el dolor en mi voz, cuando Lola se calma y me presta atención.

»Cada vez que él se enfadaba, por ridículo que fuera el motivo, mi mente lo registraba para evitar repetirlo, y de esa manera conseguí adaptarme a sus necesidades sin tener en cuenta que estaba perdiendo las mías. O, lo que es peor, le estaba permitiendo ser dueño y señor de mis necesidades. Llegué a un punto en el que no era capaz de pensar por mí misma, pues le cedí el poder sobre mis pensamientos. Cambié mi vida, mi forma de vestir, incluso mis amigas —le confieso con tristeza en los ojos—. Logró apartarme de vosotras y, en el trabajo, me llamaron varias veces la atención por su comportamiento... pero todo porque se lo permití, Lola. Pensaba que de ese modo recuperaría para siempre al hombre amable que en determinados momentos me mostraba y te juro que, cuando ese hombre se dejaba ver, era la persona más cariñosa que jamás he conocido y el hombre con el que siempre he soñado —explico mirando algunas de las novelas destrozadas que todavía sostengo entre las manos—. Pero nunca era suficiente y cada vez eran menos las veces que ese hombre aparecía, por mucho que yo me esforzase. Poco a poco dejé de hacer cosas tan sólo porque sabía que a él le molestaban. Incluso dejé de leer. Pero lo de ayer me sirvió para darme cuenta de que Mario jamás cambiará y que la persona de la que yo creí estar enamorada no existe, porque él sólo lo empleaba para hacerme creer que me quería... porque no se hace sufrir tanto a la persona que se supone que amas.

Lola, tras escucharme, respira hondo, me abraza muy fuerte y, con ojos vidriosos, me contesta.

—Está bien, lo haremos a tu manera, pero quiero que sepas que no estás sola.

—Lo sé —le digo de corazón.

—¿Me dejarás, al menos, hacer unas fotos? —Al ver que no respondo a su pregunta, insiste con dulzura—. Tan sólo por si acaso.

—Está bien —acepto derrotada, recogiendo del suelo pedazos de historias de amor que siempre he deseado vivir.

—Sólo las usaremos en caso de extrema necesidad —reitera Lola.

—¡Y siempre con mi consentimiento! —le aclaró.

—Lo juro —dice alzando la mano derecha.

—Está bien —cedo entonces.

Cuando entramos en el baño, la palabra «puta», escrita con carmín rojo, preside el espejo, y los cajones y los armarios están abiertos, igual que en la cocina. Nada está fuera de su sitio excepto en el salón, que Lola y Silvia ya han comenzado a recoger para intentar poner algo de orden en mi casa, pero sobre todo en mi vida. En el resto del piso es como si hubiera estado buscando algo. ¿El qué? No lo sé. Tal vez algo que le indicase dónde encontrarme o una excusa para odiarme.