CAPÍTULO 33
A la mañana siguiente, el olor a tostadas y café recién hecho me despierta. Salgo de la cama y, antes de dirigirme a la cocina, estoy tentada de ponerme el pijama que abandoné ayer al pie de la cama, pero hago caso omiso de él y, decidida, camino en dirección hacia el lugar del que procede ese agradable aroma.
—Bonita imagen —le digo desde la puerta, disfrutando de la desnudez del cuerpo perfecto que se pasea grácilmente por mi cocina.
—Cierto. No se me ocurre mejor imagen al despertar que la que ahora mismo contemplo —responde al girarse y observarme, apoyando su cuerpo en la encimera.
—Touché. Me ducho en cinco minutos y desayunamos —le anuncio dirigiéndome al baño.
—Perfecto.
Salgo de la ducha y todavía tengo restos de las razones por las que le gusto a Julio. Es imposible borrar el rotulador. «Aunque tengo que reconocer que tampoco me he esmerado mucho en eliminarlo», pienso contemplando el mapa que hay sobre mi cuerpo. Me pongo lo primero que pillo en el armario: unos leggins negros y una camiseta blanca con unos labios rojos de lentejuelas mordiéndose el inferior. Cuando vuelvo, Julio ya está vestido con unos vaqueros y una camiseta negra ajustada con la que está guapísimo.
—Muy sugerente, tu camiseta —dice imitando el dibujo.
—La compré hace tiempo, pero todavía no la había estrenado. Mario debió de pensar lo mismo que tú —le digo sentándome en la mesa.
—Es que esos labios tienen un lugar privilegiado —añade fijándose en mi pecho.
—Quiero hacerme un tatuaje —digo cambiando de tema, sin dar importancia a lo que me dice.
—Pensé que lo había soñado, pero ya veo que no.
—Estoy decidida —contesto convencida, mientras unto mantequilla en mi tostada.
—¡¿En serio?! —responde sorprendido, mirándome a los ojos.
—En serio. Y quiero hacerlo antes de que me arrepienta. Siempre me han gustado, pero nunca me he atrevido a hacerme ninguno. Para empezar, porque mi padre me hubiera matado si llego a aparecer con uno. Ya montó en cólera cuando Nieves se puso un pendiente en el ombligo y estuvo a punto de arrancárselo cuando se lo vio. Así que no quiero ni imaginar lo que me hubiese hecho si llego a entrar en casa con un tatuaje. Seguramente hubiera sido capaz de borrármelo a base de estropajo y juego de muñeca. Y puede que ahora se remueva en su tumba, pero, aun así, quiero hacérmelo —anuncio ilusionada.
—A mí me los ha hecho un amigo y, si estás segura, lo llamo. Con un poco de suerte hoy mismo te tatúa. Pero ten en cuenta que un tatuaje es para toda la vida y debes hacerte algo que para ti tenga significado.
—Quiero tatuarme lo mismo que tú, si no te importa. Pero no sólo porque me gusta el significado de esas frases, sino porque, para mí, representan el principio del fin. A partir de hoy voy a serme fiel a mí misma, a lo que quiere y le gusta a Sara Jiménez. Y, si en algún momento se me olvida, quiero tener algo que me lo recuerde.
—Me parece una razón estupenda, Sara. Pero, aun así, debes meditar sobre lo que quieres tatuarte —dice levantándose a dejar la taza en el fregadero—. Voy a llamarlo.
—Perfecto —le respondo antes de terminar de desayunar tranquilamente, mientras lo oigo hablar por teléfono.
—Tiene un hueco a las doce, si estás convencida —me informa sin colgar.
—Dile que allí estaremos.
No está muy lejos, así que Julio me propone ir andando y, cuando pasamos junto al banco donde comenzó todo, mi mente hace una recapitulación de lo que ha pasado desde que Julio me habló por primera vez y descubrió en mí a esa chica que yo no era capaz de ver en aquellos momentos. Esa chica que, aunque se había propuesto ser la pareja perfecta, estaba pagando un alto precio por ello, porque estaba perdiendo parte de la esencia que le permitía ser ella misma. Esa esencia que había entregado a un hombre que no había sabido apreciar el valor que tenía aquella mujer con la que convivía. No sabía ver que esa mujer ya no se estremecía bajo sus manos. No sabía ver el esfuerzo que hacía para recuperar algo que creía que entre ellos dos había existido. Pero, al recordar eso, ahora me permito reconocer que la única persona que no veía todo aquello no era él, sino yo. Porque era yo la que vivía en una mentira; era yo la que cerraba los ojos y apretaba los dientes cuando él invadía mi cuerpo y yo deseaba que ese momento acabase lo más rápido posible para poder seguir soñando con un hombre de verdad. Un hombre que, aunque no me amase como yo deseaba, me hiciera sonreír cada día como lo hace Julio. Uno que volviera a conseguir que la ilusión se instalase en mi corazón de nuevo y me enseñase a disfrutar de los pequeños detalles de la vida. Esos detalles con los que tantas veces había soñado y tantas veces me habían arrebatado.
Media hora después llegamos a la calle. Una vez allí, nos dirigimos a la tienda, donde en el escaparate se puede leer «Tatoo».
—Miguel es un crack con las agujas, ya lo verás —me comenta emocionado mientras esperamos a que nos abra.
—¿Las has conseguido? —le pregunta Miguel a Julio a modo de saludo.
—¿Alguna vez te he fallado? —le responde entregándole unas entradas del Cirque du Soleil.
—No.
—Entonces... ¿por qué dudas de mi palabra?
—Porque eres un niñato malcriado —le responde agarrándole la cabeza con su brazo tatuado y frotándole el cuero cabelludo con los nudillos de la otra mano de forma amistosa—. Hola, soy Miguel —se presenta mirándome sin soltar a Julio—. Imagino que eres Sara.
—Sí, así es.
—¿Qué tal Clara?
—Mejor que nunca, Julio. No veas la ilusión que le va a hacer —dice alzando las entradas—. Pasad por aquí —nos pide cerrando la puerta con llave.
Lo primero que me llama la atención es que Miguel es mayor que yo y, aun así, se nota que entre ellos hay una amistad muy cercana. Tiene la cabeza rapada y lleva menos tatuajes de los que yo hubiera imaginado para alguien que se dedica a esto. En la muñeca derecha lleva tatuado una especie de dibujo azteca o maya, nada sobrecargado. Es un dibujo bonito, de líneas definidas. Cuando Julio mencionó que tenía un amigo tatuador, pensé que sería más o menos de su edad. Y tengo que reconocer que verlo más mayor me tranquiliza, pues, aunque estoy decidida, no deja de asustarme el no saber si me dolerá o no y si seré capaz de soportarlo.
Es una tienda pequeña. Hay un mostrador frente a nosotros; en un rincón veo un sillón orejero de múltiples colores que resalta con las imágenes que aparecen en la pared de los diferentes tatuajes. Junto al mostrador veo una puerta, hacia la que nos encaminamos.
Miguel va delante, y eso me permite ver el tatuaje que lleva justo en la parte alta de la nuca, unas letras en sánscrito.
Entramos en una sala más amplia que la anterior y en la que hay una camilla articulada con reposabrazos, una encimera con un lavabo, un espejo y un pequeño sofá. Julio lo señala y, desde el marco de la puerta, me pregunta:
—¿Quieres que me quede o estarás más cómoda si me voy?
—No, quédate. De todas maneras, esto surgió por ti.
—Julio me ha dicho que quieres que te haga los mismos tatuajes que le hice a él, aunque yo no te lo aconsejo —dice Miguel, sentándose en un taburete que hay junto a la camilla.
—¿Por qué lo dices? — pregunto confusa, sentándome en ella.
—Un tatuaje simboliza algo importante para la persona que se lo hace. Con eso no digo que lo que Julio lleva tatuado no te sirva, pero creo que debes encontrar algo con lo que te identifiques. Si no, con el tiempo puede que te canses y te arrepientas de él.
—Eso le he dicho yo también —interviene Julio, sentándose en un sillón que hay junto a la puerta.
—Os aseguro que peores decisiones he tomado. Pero de camino aquí he estado reflexionando sobre todo lo que he vivido hasta ahora y tengo claro que quiero una frase que signifique lo mismo o similar a lo que él lleva, aunque no hace falta que sea el mismo texto.
—¿Y qué has pensado?
—No lo tengo claro. Me gustaría algo que me recordase esta mala etapa que he pasado para que no me olvide de mí y de que debo aprender de ella. Hay una frase de Walt Disney que me ha gustado mucho desde niña. Es algo que nos dijo una vez mi madre, y mi hermana y yo lo repetíamos todas las noches que mis padres discutían. Era como un rezo para alejar esa pesadilla que estábamos viviendo en la vida real y que nos permitía pensar que, en el país de los sueños, éramos libres para ser y hacer lo que quisiéramos. «No duermas para descansar, duerme para soñar. Porque los sueños están para cumplirse.» Pero, aunque la frase me gusta para mí, no tiene relación con esta etapa de mi vida, así que no me sirve.
—¿Qué te parece... «Recréate en tus errores, pero no para autocompadecerte, sino para hacerte más fuerte»? —me propone Julio desde el sillón.
—«Asume, acepta y aprende de tus errores, porque, cuando lo hagas, resurgirás con más fuerza, y esa fuerza te permitirá ser libre para soñar» —recita Miguel.
—¡Ya la tengo! Se me acaba de ocurrir la frase perfecta para mí —anuncio ilusionada.
—¿Y cuál es? —plantea Julio, curioso.
—«Para vivir un sueño no basta con rozarlo o creer alcanzarlo. Para ello debes sentir la magia de cada pequeño detalle día tras día y aprender tanto de tus errores como de tus aciertos, porque ellos serán los que te llevarán a descubrir el auténtico nirvana.»
—Me gusta —afirma Miguel.
—Y a mí —respondo contenta.
—Es perfecta, Sara —me dice Julio con admiración, acercándose a mí.
—Muy bien. Entonces pongámonos a ello. ¿Dónde te gustaría hacértelo?
—En un costado, en el izquierdo.
—El texto es largo, por lo tanto debo comenzar bastante arriba. Por aquí exactamente —me explica indicando el lateral de mi pecho—, a no ser que quieras resumir la frase.
—No la quiero resumir —niego convencida—. Ahí me parece perfecto.
—¿Tipografía?
—Quiero el mismo tipo de letra que lleva Julio.
—Muy bien.
Veo cómo Miguel escribe el texto en una plantilla y, mientras lo hace, Julio se recuesta sobre mí y me susurra al oído:
—Es cosa mía o hablas de mí en el texto.
—Por supuesto que es cosa tuya —respondo firmemente, intentando ponerme seria.
—¡Ya! —contesta con una sonrisa de satisfacción, sabiendo perfectamente que forma parte de él.
—Listo —anuncia Miguel enseñando la plantilla.
Me quito la camiseta, me recuesto en la camilla y Julio desabrocha mi sujetador para que Miguel pueda trabajar mientras yo me sujeto el pecho con una mano.
—¡Quieres apartar tus manos de ella! Siéntate ahí y no la pongas nerviosa —le indica.
Miguel impregna una gasa con alcohol y la arrastra por toda la superficie de mi piel, para limpiarla.
—Esto está frío —anuncia aplicándome un líquido para transferir el texto de la plantilla a mi costado—. ¿Qué tal ahí? —me pregunta. Yo me pongo de pie y me contemplo frente al espejo, emocionada.
—¿Te gusta? —me dirijo a Julio, girándome hacia él para que pueda observarme.
—Me encanta; estoy deseando pasar la lengua por esas letras. —Oírle decir eso hace que en mi interior crezca más ilusión si cabe.
—Te recuerdo que vas a tardar días en poder hacer eso —lo advierte Miguel, levantando su dedo índice, pero él no le hace ni caso y sigue mirándome.
Me recuesto de medio lado en la camilla sin perder la conexión con Julio y él me regala una sonrisa de esas que iluminan mi día, mi alma, y que consiguen hacerme sentir esa magia de la que habla mi tatuaje.
—Vamos allá —anuncia Miguel con sus manos enfundadas en unos guantes negros y sujetando la máquina de tatuar en la derecha y una gasa en la izquierda—. ¿Preparada? —me pregunta para asegurarse de que no cambio de idea.
—Más que nunca.
—Muy bien —responde.
Oigo el sonido que emite la máquina y tengo que reconocer que el estómago se me contrae ante el eminente dolor, pero eso no me hace cambiar de idea. Ni eso, ni sentir cómo la aguja atraviesa mi fina piel una y otra vez, desgarrándola en cada trazo, para marcar ese texto que tanto deseo llevar en mi cuerpo y repetirme, cuando mis fuerzas flaqueen y mi ilusión desaparezca. «Quiero que me recuerde lo que soy, lo que he sido y lo que no quiero volver a ser.» Ese pensamiento me lleva a hacer un pequeño análisis de lo que me ha llevado a esta situación.
Yo siempre he soñado, o envidiado mejor dicho, lo que mis amigas poseían. Ahora me doy cuenta. De pequeña admiraba a sus familias. Lola tenía un padre y una madre maravillosos y África, una familia que la adoraba. Es cierto que, con el tiempo, Lola se quedó sola y los padres de África nunca la han comprendido como ella desearía, pero eso lo ves a largo plazo. Mi padre, como buen militar que era, siempre estaba dando órdenes y exigiendo que se cumplieran. Encontró a la mujer perfecta, esa que supo aguantar sus excentricidades con paciencia y comprenderlo, tanto a él como a sus hijas. Pero es ahora cuando me doy cuenta de que, a su manera, nos han querido más de lo que en aquellos tiempos pensaba. Luego, cuando crecimos, Lola era la que deslumbraba, África la divertida y yo... simplemente era yo. No llamaba la atención ni por lo uno ni por lo otro. Con el tiempo acepté mi papel y creo que me convertí en la dulce y comprensiva Sara. Un rol en el que me encuentro muy a gusto y considero que forma parte de mí, pero hay momentos en los que tengo tan asumido ese papel que me olvido de que existo, me olvido de mí misma, anteponiendo los deseos de los demás a los míos propios. Más adelante, África conoció a Juan, y yo anhelaba poder tener una relación como la que ellos poseían o a alguien en quien apoyarme, como tenía Lola con Marcos, aunque no entendía muy bien su relación. Y, al aparecer Yago, yo necesité o creí necesitar a alguien a mi lado a cualquier precio. Creo que pensaba que, de esa manera, alcanzaría la felicidad de la que ellas disfrutaban. Como amiga me alegraba de lo afortunadas que eran y por eso me empeñé en que debía conseguir lo mismo sin importarme el precio que debía pagar a cambio. Me esforcé tanto en desarrollar ese aspecto de mi personalidad que he permitido que personas como Mario se aprovechen de mí. Me olvidé de mis propios sueños y de ser feliz. A veces me engañaba; me convencía diciéndome que, disfrutando de los sueños de los demás, era como vivir los míos. Pero eso sólo me permitía rozar o incluso alcanzar la felicidad de forma efímera, porque esa felicidad se esfumaba rápidamente cuando la realidad me ponía en mi sitio... para darme cuenta de que eso que estaba viviendo no era un sueño, sino una pesadilla. Aun así, me obcecaba y me esforzaba más aún en tener algo que, a mi parecer, debía tener. Y es que muchas veces nos dejamos arrastrar por la sociedad y, si llegamos a una edad en la que todas nuestras amigas comienzan a tener una vida estable, nos sentimos como el bicho raro... y no nos percatamos de que ese bicho raro sólo está en nuestra cabeza, porque peor es vivir una vida que no te corresponde... adoptar un papel por el cual no te van a dar un Oscar, pero que consideras que es la mejor interpretación que has hecho nunca. Nos engañamos a nosotros mismos tan sólo por sentirnos un poco más integrados en esta sociedad de locos, donde el más cuerdo es aquel que va contracorriente, porque es el único que realmente está siendo dueño de su vida y, sin embargo, por extraño que parezca, es al único al que tratamos de demente.
Y ésta es a la conclusión que he llegado después de muchos años de fracasos y gracias a un hombre que me hace sentir esa magia que sienten aquellas personas que son amadas. Un hombre de veintitrés años que es más hombre que muchos de más edad que he conocido y que es tachado de loco simplemente porque hace lo que realmente le hace feliz, sin importarle lo que opinen los demás o lo que se espera de él, porque, como él dice: «Al único a quien tengo que dar explicaciones sobre mis acciones, es a mí mismo y hoy por hoy tengo la conciencia tranquila». Julio me ha obligado a mirar en mi interior y me ha ayudado a rescatar aquellas cualidades que se me había olvidado que poseía, porque con el paso del tiempo yo misma permití que alguien las enterrase muy profundo. «Tal vez no me ofrezca lo que yo siempre he soñado, pero ¿vivir un sueño no es aquello que te hace feliz? —me pregunto—. Entonces, qué más da si lo has soñado o no anteriormente. La cuestión es que te haga sonreír a la vida y que te enseñe a ver luz donde antes sólo veías oscuridad. Y en la actualidad eso es lo que me está ofreciendo Julio. Así que, ¿por qué no aceptarlo?», pienso mientras Miguel termina de dar los últimos retoques a mi cuerpo.
—Lista —anuncia acercándome un espejo para que contemple cómo ha quedado.
—Es perfecto, Miguel, muchas gracias —digo entusiasmada al leer cada una de las palabras.
Tengo la piel enrojecida e hinchada y la mandíbula me duele de tanto apretarla para soportar el dolor sin rechistar, pero este dolor me llena de gozo y estoy orgullosa de haber sido capaz de aguantarlo.
—Te lo voy a tapar con un plástico y debe estar así veinticuatro horas. Después debes aplicarte esta crema tres veces al día durante varios días.
—Trae, de eso me encargo yo, no te preocupes —interviene Julio cogiendo el tubo de crema que Miguel tiene entre las manos.
—Es muy importante hidratar y limpiar muy bien la piel, ya lo sabes —le recuerda Miguel a Julio.
—Sí, ya lo sé. No te preocupes —le responde en tono cansino.
—Te dejo en buenas manos, Sara. Ha sido un placer conocerte —me dice mientras se quita los guantes y se lava las manos.
Yo me levanto y observo orgullosa, frente al espejo, mi tatuaje. Con cuidado, me pongo la camiseta. Noto cómo mi piel se resiente con cada movimiento, pero estoy tan satisfecha de lo que acabo de hacer que mi mente acalla sus quejidos al instante.
Cuando salimos, Julio se acerca a mí con sumo cuidado y me susurra al oído:
—Sabía que eras una luchadora, pero no pensé que te ibas a convertir en mi heroína.
—¿Heroína? —pregunto sorprendida.
—Has aguantado estoicamente y sin rechistar ni un solo momento. ¿Tú sabes lo que me quejé yo? —dice tocándose el pecho—. Lo hemos estado comentando Miguel y yo, pero tú parecías estar en trance.
—Estoy acostumbrada a soportar el dolor. Tan sólo es eso —contesto restándole importancia.
—Pues eso debe cambiar. A partir de ahora vas a rebelarte contra el dolor, porque a partir de este preciso instante debes acostumbrarte a sonreír. Te lo acabas de tatuar, ¿recuerdas? —comenta con una sonrisa centelleante de oreja a oreja. Una de esas sonrisas contagiosas que dan alas a tu corazón y hacen que crezca la ilusión y las ganas de vivir intensamente.
—Esta tarde quiero quedar con África y Lola, me apetece enseñarles mi tatoo. ¿Te apetece venir?
—Claro. Aunque igual después quedo con Fer para ver lo que han hecho estos días en la academia.
—Si habías quedado con tus amigos, por mí no tienes que cambiar tus planes, ¡¿eh?! —le aclaro.
—Qué poco me conoces, Sara. Si no me apeteciera ir, no iría, eso te lo aseguro. No acostumbro a hacer ni decir lo que se espera de mí, sino todo lo contrario: suelo salirme con la mía muy a menudo, si me lo permiten —me responde colocándose frente a mí y uniendo su frente con la mía—. Además, debo asegurarme de que te curas bien el tatuaje —añade antes de darme un beso rápido en los labios.
—Creo que se te permite demasiado —respondo riéndome.
—Hay veces en las que, para conseguir ciertas cosas de ciertas mujeres, hay que cruzar una delgada y fina línea con pies de plomo. Sin embargo, si se logra realizar con éxito esa incursión, se deben olvidar las ñoñerías e ir directamente al grano, que es lo que más me gusta a mí —comenta apoderándose por completo de mi boca y rodeándome con sus brazos, mientras una de sus manos se comienza a perder dentro de la parte trasera de mi pantalón.
—Demasiada experiencia tienes tú en estas cosas, me parece a mí —le contesto retirando su mano de mi culo, pero deseando que llegue el momento de sentir toda su maestría de nuevo.