7
Erik estaba sentado en mi cocina. En cuanto empecé a buscar algo para picar, abrió su maletín y sacó un largo paquete en forma de cilindro que despedía un olor delicioso.
—No es necesario que prepares nada —dijo—. Me he traído la cena. Y tú también puedes probarla. Está de muerte.
Lo miré.
—¿Casualmente llevas un sándwich gigante en el maletín?
—Me gusta cocinar. Me gusta comer. Y me gusta estar siempre preparado para cualquier eventualidad. Así que limítate a hacer el café, coge un cuchillo y siéntate.
Empezó a desenvolver lo que afirmó que era una rebelde versión latina del auténtico sándwich de carne inglés. Consistía en una barra de pan rellena de carne, paté y tomates en adobo, salpicados de chiles encurtidos y mole. Lo olisqueó.
—¿Verdad que huele de maravilla? Soy un gran defensor de todo tipo de mestizajes, culinarios y no culinarios.
—¿Perdón?
—Déjalo.
Puse la cafetera al fuego y saqué del armario una pequeña botella de coñac. A mi madre le gustaba echar un trago los domingos. De postre, saqué media barra de chocolate negro que Erik introdujo entera en su café después de devorar el sándwich. Mientras comíamos —hay que reconocer que el sándwich estaba delicioso—, Erik se arrellanó en su silla, y describió en términos enciclopédicos, las expediciones de los «continentes negros» durante el siglo XIX. Habló del lírico darwinismo que sustituyó a la adusta y doblemente calamitosa evangelización realizada por los conquistadores del siglo XVI, que invadieron las Américas con la mirada puesta en los esclavos, el jade y el oro que llenarían las arcas europeas. Los científicos Victorianos también estaban interesados en descubrir metales preciosos, sin duda, pero su auténtica pasión eran los secretos de la selva, cuya extraña flora y sus vistosos animales podían examinar, etiquetar, analizar y diseccionar.
Además de Von Humboldt, también fue importante el anticuario y criptógrafo Óscar Ángel Tapia, que descubrió las estelas de Flores en 1924, y exploradores como Lewis y Clark, que trazaron el mapa del río Columbia. Igualmente interesante fue el intrépido alemán Johann David Schöpf, quien recorrió las Américas en busca de plantas medicinales para incluirlas en su Materia Medica Americana.
—Pero ninguno puede compararse con Von Humboldt —prosiguió Erik. Tenía la camisa llena de migas de pan y se había manchado de paté—. Era amigo de Goethe, defensor de Rousseau. Observaba las cosas de un modo distinto de como lo hacemos ahora. Entonces lo tenía todo ante sí; obviamente no podemos entender México o Guatemala sin él, sin su visión. ¡Él creía que todo podía explicarse! ¡Científicamente! Con los métodos de Linneo, las categorías de reino, familia, especie. Lo había leído todo: Plinio, Copérnico, Herodoto, De la Cueva. Y estudió las vías fluviales, los manantiales, las plantas.
Yo no pensaba en vías fluviales ni en plantas.
—¿No escribió sobre el viaje de Beatriz de la Cueva? —pregunté—. ¿Y no habló de un jade o… un laberinto?
—Sí, siguió la ruta de Beatriz de la Cueva después de leer su fábula… como se llame.
—La leyenda de la reina Jade.
—Eso es. Él creía que el jade era un imán. Von Humboldt era un experto en ese campo. El magnetismo, quiero decir. Tenía la idea de que la reina, ya sabes, el jade, podía ser una enorme piedra imán. Llegó a encontrar algunas reliquias de jade serpentina y jade azul, y trató de hallar la fuente del jade azul, la mina, pero no lo consiguió. Escribió también sobre una especie de laberinto, unas ruinas arquitectónicas. Es difícil de creer. La mayoría de la gente opina que mentía, o que quizá sufría alucinaciones. Afirmaba que simplemente había tropezado con él en la selva. En mi libro sostuve la teoría de que seguramente encontró algo importante. Fue una de las afirmaciones que levantó más polvareda, y provocó grandes críticas airadas y alharacas en conferencias y congresos. Sin embargo, otros descubrimientos suyos sí han sido comprobados; hallazgos de plantas raras y especímenes geológicos. Pero no sería la primera vez que se descubre un laberinto.
—Se mencionan en Herodoto —dije.
—Sí, cierto. Y también hay teorías sobre el risco de Glastonbury. En Inglaterra hay un viejo castillo en ruinas, relacionado con el mito artúrico, que tiene una especie de trazado circular en los cimientos. Y luego están los laberintos de turba que hay también en Inglaterra.
—Y el de Knossos —añadí, jugueteando con el encaje de mi camisa.
—Y el de Knossos, exacto. El laberinto griego, hogar del Minotauro, al menos según la leyenda. Pero ni se han encontrado restos en la América precolombina, ni se mencionan los laberintos en ninguna otra parte. Aunque tampoco es imposible.
Erik gesticulaba apasionadamente. Sabía tanto de todo aquello que sentí deseos de hablarle del mensaje de mi madre. Pero ella me habría matado.
—Así que escribiste un libro sobre Von Humboldt —dije.
—Un pequeño monográfico. Como te he dicho antes, no tuve mucha suerte en mis excavaciones. Podría haberme pasado años en la zona en la que encontré las hojas de hacha, pero simplemente no hallé indicios de que hubiera más reliquias. Supongo que me desanimé. Escribí un ensayo sobre Óscar Tapia y su hallazgo de las estelas. Era un excéntrico que escribía su diario cifrado, una especie de Leonardo da Vinci. Por eso me atrajo desde el principio. Tengo gran interés por los códigos y cosas parecidas…
—¿Y Von Humboldt? —insistí, reconduciendo el tema.
—Sí, bueno, Tapia fue quien me condujo hasta él. Así fue como empecé a interesarme por aquellos científicos coloniales. Escribí algunos capítulos en un libro que se publicó sobre él. Luego escribí otro libro por mi cuenta, en el que analizaba su viaje en busca del jade, que tu madre me ayudó a corregir, por cierto. Me devolvió el manuscrito lleno de grandes signos de exclamación en rojo y alguna que otra observación acerca de mi estilo, sobre todo cuando afirmaba que Von Humboldt podría haber descubierto realmente el Laberinto del Engaño… En cualquier caso, es una figura importante. Fue uno de los primeros europeos que condenó la esclavitud. Fue una especie de precursor de Thoreau. Y recorrió buena parte de Guatemala con su compañero Aimé Bonpland, del que seguramente estaba enamorado. Si tienes un mapa, puedo mostrarte los lugares que visitaron. Acabaré por saberme la ruta de memoria, de tanto que la he estudiado. Me interesa mucho.
—¿Por el jade?
—Al principio no. —Erik se removió, incómodo, en su asiento—. Pensaba que era una persona a la que me habría gustado conocer.
—¿Por qué?
—Simplemente me identifico un poco con él. O… no sé. Quizá me gustaría parecerme a él. Era un hombre serio. Un científico comprometido con su trabajo. Y un buen amigo.
—Y un buen amigo —repetí. Recordé a Yolanda de la Rosa—. A veces no es tan fácil serlo.
—Tienes razón.
Guardamos silencio.
—Eso es lo que yo quiero ser —dije al cabo de un rato.
Me sorprendieron mis propias palabras.
Él me miró y frunció el entrecejo. De repente cambió; ya no parecía tan bravucón ni burlón. Se notaba que empezaba a cambiar de opinión sobre aquella reunión, puede que incluso sobre mí.
—También yo —dijo—. Aunque me temo que costará bastante.
—¿Te refieres a Gloria, la bibliotecaria? —pregunté, sonriendo. Él se echó a reír.
—Algo parecido —respondió, aún con los ojos clavados en los míos—. Y admito que no suelo confesar este tipo de cosas a personas a las que acabo de conocer. —Calló durante unos instantes; me pareció que incluso se sentía avergonzado—. Bueno, antes de que empiece a hablarte de mi infancia, volvamos a Von Humboldt.
—Sí, volvamos a Von Humboldt.
—¿No ibas a darme un atlas para que te enseñara la ruta?
Me levanté.
—Ve a la sala de estar y espérame allí mientras voy a buscarlo. Hay un televisor. En blanco y negro, nada especial. Pero si te parece puedes oír qué dicen del tiempo. Mi madre me mandó un mensaje diciendo algo sobre unas tormentas en el sur. Quisiera asegurarme de que han amainado. Luego podemos repasar la ruta.
—De acuerdo.
Le mostré la sala de estar en el otro extremo del pasillo y fui a mi habitación para revolver en mis estantes. Bajo mis libros de Haggard, Conan Doyle, Verne, Melville y Burroughs, encontré un mapa decente de Guatemala, una ilustración de 1882 de la Enciclopedia Británica, reproducida en un pequeño libro de viajes del siglo XIX sobre la región, titulado The Intriguing People and Places of Central America, que compré hace ocho años en un mercadillo de iglesia a un grupo de encantadoras ancianas.
Oí el ruido del televisor que se encendía en la sala de estar, y luego las voces de los reporteros. Salí de mi habitación hojeando el libro. El mapa de Guatemala se encontraba entre las páginas doce y trece; era un grabado en sepia y malva. Mostraba el país en forma de corazón con sus ríos, montañas, selvas y ciudades; el cartógrafo los había señalado con una florida caligrafía negra. Nombres difíciles como Totonleapan y Tasisco estaban escritos en cursiva victoriana; el artista indicaba los montes escarpados con delicados trazos sinuosos. Con tinta malva, azul, rosa y amarilla trazaba las divisiones entre los distintos departamentos. La palabra Guatemala estaba escrita en mayúsculas en el centro del país.
Entré en la sala de estar, que está decorada con muebles edwardianos y alfombras turcas. Hay un acuario iluminado y un televisor pequeño. Erik estaba sentado junto al acuario. Miraba la televisión con las manos en la cara. En la pantalla vi una imagen de Guatemala que no guardaba ninguna semejanza con los pulcros trazos del mapa que llevaba en la mano. Un violento viento agitaba las palmeras, que se doblaban hasta quedar casi en posición horizontal. Vi cabañas sacudidas por las ráfagas, con los tejados rotos por la tormenta, y grandes trozos de madera y de juncos dando vueltas en el aire vertiginosamente. Las calles estaban inundadas de agua espumosa que azotaba los escaparates de las tiendas, rompía cristales, ahogaba a perros, y arrastraba tras de sí coches, troncos y ropas. También se mostraron breves imágenes de los muertos. Los cadáveres yacían apiñados contra terraplenes fangosos. Bajo aquellas imágenes se sucedían los letreros en impactante color amarillo: CIUDAD DE GUATEMALA, COPÁN, ANTIGUA. Y también se vio una toma aérea de las selvas, que parecían destrozadas por unas gigantescas garras.
—Lola —dijo Erik—. Es un huracán.
—Oh, Dios mío.
—No te asustes. Al parecer lo peor no ha sido en Guatemala, sino en Honduras. Casi todas las muertes han ocurrido en Honduras. Estoy seguro de que tu madre está bien.
—Mira esos cadáveres.
—Son los que no encontraron dónde refugiarse. Pero ¿ella no estaba en la ciudad?
Agarré el libro con fuerza y seguí observando el cielo ennegrecido, las palmeras bamboleantes y las casas destrozadas. Miré fijamente las imágenes de las selvas arrasadas. «Desde allí me dirigiré a Flores, y luego hasta el Petén, para adentrarme en una parte de la selva que atraviesa el río Sacluc. Después, me aventuraré aún más al norte y trataré de dar con alguna posible excavación», me había escrito mi madre hacía casi cuatro días.
—No creo que estuviera en la ciudad —respondí—. Me mandó un e-mail diciéndome que se iba hacia el norte…
—Seguro que está bien.
—Oh, mamá —dije, apartando la vista del televisor.