49

Nos adentramos en la selva. Espantábamos a los mosquitos y a las moscas enormes que zumbaban a nuestro alrededor; tropezábamos con la vegetación y las grandes raíces de las caobas, que ascendían hasta treinta metros en el aire y hundían sus grandes brotes en la tierra. Las raíces se ramificaban y formaban una maraña de zarcillos duros y retorcidos entre los helechos, las juncias y el lodo que cubría el suelo de la selva. El aire era muy húmedo y costaba respirar, porque se notaba denso en los pulmones y la boca. El calor que había notado antes en Flores rondaba ya los cuarenta grados y aumentaba con fuerza.

Se necesitaba tiempo para adaptarse. Cada vez que dábamos un paso, nuestros pies se hundían en el lodo blando y succionador que amenazaba con arrancarnos las botas y trepaba por nuestras piernas, empapaba los pantalones y casi inmediatamente lograba subir hasta el pecho, la cara y las manos. Los mosquitos mostraban una particular atracción por cualquier protuberancia del cuerpo que tuviera sensibilidad, de modo que durante la primera hora nuestra atención se centró sobre todo en la tarea, semejante a la de Sísifo, de librarnos de los insectos, dándoles inútilmente golpes con nuestras manos. Aunque ninguno de nosotros hablaba, no por ello reinaba el silencio en la selva; los movimientos de sus habitantes llenaban el aire, sobre todo los de los monos araña y los monos aulladores. Estas criaturas, que danzaban en las copas de los árboles y saltaban de liana en liana con sus pies de grandes dedos en una especie de juego insensato, chillaban con voces que parecían casi humanas. Luego sacudían los troncos y las ramas; llegaban a romperlas y a tirárnoslas a la cabeza. Debía de ser su forma de expresar que no éramos bienvenidos allí. Lo que resultaba más desconcertante e increíble de aquellos monos era el extraño aspecto de sus caras, muy humanas; sus mandíbulas se movían y los labios hacían mohínes, por lo que parecían a punto de gritarnos obscenidades. Cuando los vi hacer aquello, comprendí de repente, con turbadora lucidez, el estrecho vínculo que había entre los humanos y las bestias.

De repente, oí un goteo y noté algo húmedo en mi hombro.

—¿Está lloviendo? —preguntó Erik detrás de mí.

—¿Qué es esto? —quise saber.

Yolanda empezó a carcajearse.

—Haced como si no pasara nada —oí que decía Manuel.

Cuando tuve la brillante idea de alzar la vista, me di cuenta de que los monos estaban meándose encima de nosotros y se reían de mí de un modo muy antropomórfico.

No obstante, a pesar de los meados de mono y las risitas, la selva ofrecía placeres y motivos de fascinación menos comprometidos.

Las orquídeas eran tan ligeras y de colores tan frescos como una muchacha; los árboles eran mágicos, frondosos, adornados con flores de color fucsia y blanco. A veces, el canto atronador de los pájaros interrumpía la música eléctrica de los insectos. Eran criaturas rojas y verdes, con grandes picos ganchudos y amarillos, que agitaban las alas. También se oía el ruido impetuoso de ríos invisibles, el sonido de regurgitación de nuestras botas en el barro, y el eficaz trabajo del machete en manos de Yolanda, que nos abría paso en medio de la selva esmeralda, cortando arbustos y lianas con flores.

Yolanda parecía más alta y fuerte allí que en la ciudad. Movía el arma con tanta rapidez que parecía de mercurio en lugar de acero. Oía su respiración regular, como un latido; sus ágiles brazos se movían con celeridad y golpeaban con fiereza. Las cabezas cortadas de las flores escarlata eran su estela, y los reflejos de las paredes verdes que tallaba teñían su pelo negro con los tonos del mar y la savia, la manzana y el acebo.

Aquel tosco y reluciente pasillo que Yolanda abría con su machete nos llevaría finalmente hasta el famoso río Sacluc.

Al cabo de una hora de caminar por la selva, no tenía la menor idea de dónde estábamos ni de dónde veníamos.

—¿Falta mucho? —pregunté—. No me oriento. ¿Queda lejos la carretera? ¿Ya casi hemos llegado?

—Todavía no estamos cerca —oí que decía Yolanda—. Al menos faltan diez kilómetros más hasta el Sacluc.

—¿Quieres que siga yo? —preguntó Manuel.

—Yo lo haré —se ofreció Erik.

—Habrá tiempo de sobra para todos, pero aún no estoy cansada —replicó Yolanda.

—Diez kilómetros más —dije—. ¿Cuánto crees que tardaremos?

—Quizá un día más. Y bebed agua. Yo no podré llevaros a rastras.

Entre las copas de los árboles se divisaban trozos de cielo, así que vimos nubes amarillas y grises que se cernían sobre nuestras cabezas. La luz allá abajo era más tenue y verde, ya que reflejaba el color de la maleza y del musgo que cubría la corteza de las caobas. El agua de la lluvia hacía que todo brillara; la flora proliferaba a nuestro alrededor, pesada, vidriosa, y tan exuberante que parecía capaz de engullirnos de un solo trago. Las ramas y los troncos de los árboles eran muy gruesos, algunos medían seis veces el contorno de mi cuerpo, y se elevaban hacia lo alto en trazos curvilíneos; los helechos y el musgo se enroscaban en sus surcos; las orquídeas y las lianas caían desde sus copas como serpentinas. En el cálido lodo se producía algún tipo de proceso químico que creaba neblinas y otros vapores que ascendían en finas volutas de humo blanco.

Atravesamos una nube. Estaba atenta a las pisadas y a la respiración de Erik; también veía que Manuel tropezaba delante de mí de vez en cuando y se enderezaba apoyándose en los árboles. A veces Yolanda lo esperaba, pero estaba tan ocupada en abrirnos camino que ni siquiera parecía darse cuenta de nuestra presencia. Mantenía los ojos fijos en la vegetación que tenía delante y no daba muestras de indecisión en el camino que debía tomar, salvo un par de veces en que consultó la brújula que llevaba en el bolsillo. No sé cómo se las arreglaba. Yo ni siquiera habría sido capaz de seguir el camino de vuelta.

La tarde transcurrió lentamente. No hablábamos. Pronto empezaron a dolemos los músculos, la espalda o los pies. Pero en lugar de distraerme con un morboso arranque de introspección, mis pensamientos se dispararon en diversas y poco agradables direcciones.

Antes de que anocheciera, me vino a la cabeza, como un repentino ataque de ciática, la idea de que no entendía casi nada de lo que había ocurrido en los últimos días. No comprendía Ciudad de Guatemala, con sus guardias y sus soldados moviéndose por ahí con el rifle entremetido en los pantalones. No comprendía por qué a nadie le parecía que podía ser buena idea adorar a un caballo en Flores, ni qué clase de peyote tomaban los autores de Rough Guide o de Lonely Planet. Pero lo que más nerviosa me ponía era no saber qué había ocurrido con mi afición por los bomberos, ni por qué era más mexicana o latina en mi casa que en Guatemala, ni cómo me habían arrancado de mi cómoda butaca para ir a perder el tiempo entre monos incontinentes, ni qué le había ocurrido a mi parentesco con Manuel Álvarez. No comprendía, o no quería hacerlo, el significado de una sola maldita palabra del diario de mi madre. Y, por supuesto, no entendía por qué ella se había ido tan lejos sin decirme antes lo que había descubierto ni por qué.

Y para rematar aquel cúmulo de estimulantes pensamientos metafísicos, me di cuenta de que tampoco entendía el rostro de aquella mujer del depósito de Flores, que parecía tallado en marfil; estaba inmóvil porque ya no vivía, porque la había matado un árbol. Cuando recordé aquella imagen, empecé de pronto a dar traspiés, no solo con las raíces, las orquídeas y las aterradoras criaturas viscosas que se deslizaban por el barro ante mí, sino también con un hecho en extremo desconcertante que me inquietó profundamente. Pensé: «Aunque mi madre no muriera en Flores, aunque la encuentre viva en alguna parte, algún día morirá. Algún día no volveré a verla».

Esta idea nunca hasta entonces se me había ocurrido con tanta claridad.

De modo que allí estaba, en la selva, pensando en todo tipo de cosas horribles, incomprensibles, vacías y sin sentido, mientras avanzaba a través de helechos que se retorcían como acróbatas, y sorteaba árboles majestuosos envueltos en neblina. Miré hacia atrás, pero Erik estaba intentando comunicarse con un ciempiés moteado que había empezado a trepar por su pierna. Delante vi a Manuel, más pequeño y más ligero que yo, y la figura de Yolanda, alta y de elegante constitución. De todo aquello, de cada una de las personas con las que estaba, de cada hecho y dato con el que había topado, me pregunté si de lo único que estaba convencida era de poder resolver con ayuda de mis fallidas sinapsis y mis mareadas células grises la historia traducida por Beatriz de la Cueva hacía quinientos años, acerca de un rey, una hechicera y un jade.

Seguíamos la ruta de Beatriz de la Cueva, Balaj K’waill, Alexander von Humboldt, el infortunado Oscar Ángel Tapia, Tomás de la Rosa y Juana Sánchez; nos dirigíamos hacia el norte a través de unos veinte kilómetros de zona de contención en la Reserva Maya de la Biosfera. Después de cruzar el río Sacluc, hallaríamos el camino a través del Laberinto del Engaño, que aparentemente estaba formado por historias, en dirección a un reino ruinoso y a un árbol mágico, y luego resolveríamos el Laberinto de la Virtud, un simple acertijo. Solo entonces encontraríamos la piedra que para algunos era un imán, para otros un talismán, y para otros una reina. Y quizá también encontraríamos a mi madre.

Yolanda se detuvo en medio de la penumbra de la selva y alzó el rostro hacia su bóveda. Se dio la vuelta y me miró un instante, pero no sonrió. Yo también me detuve. Entonces echó mano a la mochila, sacó su linterna y la encendió.

La luz fría, blanca y brillante iluminó la selva como una llamarada. El haz de luz traspasó las sombras que colgaban de las ramas y ocultaban a monos y aves. Por todas partes había niebla, una negra oscuridad, sonidos nocturnos y árboles que parecían gigantes amenazadores.

—Acamparemos aquí —dijo.