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Nos dirigimos a la biblioteca Huntington de Pasadena en el ruidoso y viejo Jaguar de Erik Gomara, con sus asientos envolventes.

—Perdón por este cacharro —dijo él cuando nos acercábamos al final del viaje. Se metió en la boca una pastilla de menta con chocolate que se había sacado del bolsillo de la chaqueta—. Es un capricho del que al parecer que no puedo prescindir. ¿Quiere una?

—Hay un coche justo delante —respondí. No parecía suscribir la teoría sobre el espacio vital de los vehículos, y en diversas ocasiones había estado a punto de chocar con el coche que teníamos delante.

—¿Qué hace su madre en Guatemala? ¿No estaban teniendo mal tiempo por allí?

—¿Cómo?

—Mal tiempo.

—Oh. Sí, tormentas. Pero solo está de vacaciones.

—¿Qué?

—Vacaciones.

—Eso suena raro. No creía que Sánchez cogiera vacaciones.

—Bueno, también ha ido a ver a mi padre. Manuel Álvarez.

—¿Álvarez? ¿El conservador del Museo de Arqueología y Etnología?

—Sí.

—¿Es su padre? —preguntó, adelantando el mentón.

—Sí.

—Eso quiere decir que su madre y él… Pero es tan tímido y menudo… ¿cómo ha sobrevivido?

—¿Qué?

—¿Cómo… ha conseguido… seguir… vivo?

—Mi madre no suele arrancar la cabeza a sus parejas. Solo a usted.

Touché. Supongo que me lo merezco. Pero no viven juntos, ¿verdad? ¿Están divorciados?

—No se casaron. Mi madre no cree en el matrimonio; opina que es solo posesión y que es más inteligente amar a alguien sin un contrato. En realidad, me parece bastante romántico.

—¿Y a su pobre padre también le parece romántico?

—Hum… no. A él le gustaría verla con traje de novia, pero ya se ha acostumbrado a la idea. Sabe que está loca por él. Y nos visita muy a menudo.

—Parece un buen hombre.

—Lo es. Mi padre es… —Desvié la mirada hacia él—. No estoy segura de que a mi madre le guste mucho que yo le cuente la historia de mi familia.

—Oh, vamos. No sea tonta. Decía que su padre…

—De acuerdo, de acuerdo. Pues mi padre… es una persona mágica. Es como un caballero antiguo, siempre muy cortés. Tiene miedo de todo excepto de mi madre, y ella es…

—Aterradora.

—De cualquier modo, es un hombre fantástico.

Él volvió la cabeza para mirarme.

—¿Fue él quien la ayudó con su tesis, el trabajo acerca de las estelas de Flores y los jeroglíficos mayas?

—Sí, sí, fue él. Se conocieron en México de niños y estudiaron juntos en Princeton. Él la ayudó a escribir el artículo…

—Pero De la Rosa se les adelantó, ¿no es eso?

—¿Lo sabía? Yo preferiría centrarme en que está usted conduciendo con las rodillas.

Él guardó silencio unos instantes, concentrándose en la conducción.

—Lo siento —dijo—. De acuerdo, no insistiré. Pero volviendo a lo que hablábamos antes…

—¿Sobre mi padre?

—No… sobre las vacaciones de su madre. No me lo creo. Apuesto a que está buscando algo. Ella no es de las que se toman vacaciones. —Me guiñó un ojo—. ¿No será que no me está contando toda la verdad para mantenerme al margen?

—Hablo en serio. Se ha tomado unos días libres.

—Solo quería asegurarme de que no intenta adelantárseme en algo.

—¿Como esa vez en que usted se adelantó al conseguir las hojas de hacha en la selva?

—Ah, aquellos trozos de jade, sí. Eran fantásticos. El mejor hallazgo de mi vida. No ha habido nada que se le pudiera comparar desde entonces. Le dije que compartiría el mérito con ella, ¡aunque fui yo quien hizo todo el trabajo! Pero no, ella no quiso tener nada que ver conmigo. Luego, volví a su despacho para intentar arreglar las cosas. Me mostré muy simpático y abierto y le dije que ella no era tan solo una auténtica inspiración, sino que había empezado a considerarla un modelo para mí, no del todo maternal, sino más bien paternal, porque, ya sabe, no es muy femenina…

—¿Eso le dijo?

—Pensé que iba a clavarme una de esas hojas de hacha.

—Seguro que tuvo que contenerse.

—Sí, bueno. Sé lo que ella piensa; opina que soy un machista demasiado grande e inteligente que se harta a comer en las reuniones de la facultad y se queda con casi todos los fondos del departamento. Admito que eso es exactamente lo que soy. Pero es mucho mejor ser como yo que como esos tímidos conejitos que se mean encima cada vez que ella pasa por delante. Además, me parece que a ella le divierte mucho gritarme. «¡Profesor Gomara, no es usted más que un enorme y pesado idiota!», «Profesor Gomara, tiene usted la ética de una lombriz», y cosas por el estilo. Y yo le digo: «Sí, profesora Sánchez, soy un enorme y pesado idiota con la ética de una lombriz, pero ¿no es fantástico que haya ganado la medalla de la Sociedad Arqueológica?». Y ella echa fuego por la boca. Pero veo en sus ojos que le gusta. —Erik resopló—. Es decir, eso es lo que yo creo.

Transcurrieron unos segundos en silencio.

—¿Y si voy para allá? —dijo a continuación—. Para ver qué anda buscando y si yo puedo encontrar alguna cosa. Para ver cómo se le ponen los pelos de punta cuando me vea.

—Me parece que la echa de menos.

—Pues sí. Más o menos. Y me gustaría descubrir en qué anda metida.

—No se lo aconsejo.

—Supongo que tiene razón. Seguramente no valdrá la pena. —Golpeó el volante con las manos—. Espero que se divierta, de todas formas. Pero, sí, es demasiado esfuerzo para encontrar solo un montón de huesos astillados y de cacharros rotos. Y si me presentara allí, la reina madre me lo haría pagar caro.

—¿La reina madre?

La velocidad del coche empezó por fin a disminuir. Nos encontrábamos ya en el verde y majestuoso paraíso de Pasadena, a unas cuantas manzanas de la biblioteca.

—Oh, no se preocupe. Solo es un apodo.

—No pasa nada. —Sonreí—. Ella también usa algunos con usted.

Al oír esto, Erik soltó una carcajada profunda y envolvente.

—Seguro que sí.

Aparcó el ruidoso y antiguo coche en el aparcamiento de la biblioteca, que recibía una financiación fuera de lo común. Más allá del aparcamiento, con su colección de coches de último modelo o casi, se alzaba la biblioteca Huntington como un glorioso anacronismo. Su blanca fachada georgiana brillaba al sol, igual que los frondosos árboles recortados y los relucientes estandartes que anunciaban las exposiciones: WILLIAM MORRIS Y EL ARTE DEL LIBRO e IMÁGENES DEL OESTE MODERNO. En el interior de aquel edificio del siglo XIX modernizado se encuentra una de las colecciones de octavos e infolios más impresionante del mundo, además de un salón de té, una librería como las de Charing Cross Road, y varios jardines: uno japonés, uno de Shakespeare, uno de hierbas y otro de rosales. Bajé del coche y me encontré a Erik sujetándome la puerta. Tras abandonar el reducido espacio del viejo Jaguar y dejar que el profesor se hiciera cargo de mi ordenador portátil, lo seguí por el aparcamiento y entré con él en el elegante recinto lleno de libros.