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Erik, Yolanda y yo seguimos descendiendo hacia el valle de Motagua, que se extiende desde las tierras altas del sur del país, pasa por Ciudad de Guatemala, llega a las llanuras dominadas por la parte oriental de la sierra de las Minas y alcanza los márgenes del Petén y Belice.

A la mortecina luz de la mañana, vi que todavía no habíamos llegado a la parte más honda del valle. La lentitud de nuestra marcha nos decía que lo que debía haber sido un viaje de diez horas nos llevaría mucho más tiempo. La constante presencia de la oscura y pálida lluvia caía sobre una tierra que cambiaba con gran celeridad. El huracán había causado los mayores estragos en Honduras y Belice, se había dirigido hacia el noroeste a través de la selva y se había detenido finalmente en las regiones altas de Guatemala. Pero los efectos aún eran devastadores. La carretera se encontraba inundada de agua, bordeada por árboles con las ramas negras. La lluvia cesó durante unos minutos, y vimos la carretera llena de tablones de madera y de trozos informes de plástico y de metal, tal vez de casas o de otros edificios destrozados por la tormenta, que el viento había transportado hasta allí a través del desierto.

—Aquí había cafetales —dijo Yolanda de repente—. También se cultivaba tabaco y cardamomo. Y más abajo había ganado. Pero ahora todo eso ha desaparecido.

—Todo parece muerto… muerto —dijo Erik. Su perfil se veía claramente recortado sobre la ventanilla gris.

—Salvo allí —replicó ella—. En aquellos asentamientos.

A nuestra derecha se alzaba de nuevo el terreno, y en la altiplanicie había otro campo de aproximadamente un centenar de tiendas de lona impermeabilizada de color verde oscuro, temblando bajo el cielo gris y blanco. El agua que rodeaba la altiplanicie formaba un único arroyo que se precipitaba hacia la carretera. El campamento estaba inundado y lleno de barro; distinguí varias figuras encorvadas que corrían de una tienda a otra acarreando cestos o protegiéndose la cabeza del diluvio con las manos. Tras ellos corrían unos perros, saltando en los charcos y mordiéndose unos a otros. No vi niños. Algunas tiendas parecían a punto de desplomarse bajo el peso del agua.

—Oí en la televisión que había casi doscientos mil evacuados —explicó Yolanda.

—¿De Honduras? —preguntó Erik.

—No, de Guatemala. De las tierras bajas, sobre todo del este. Claro que es a las tierras bajas donde vamos todos.

—¿Dónde está el resto de los evacuados?

—En las ciudades no. Creo que se han montado campamentos como éste por todo el valle.

Permanecí inmóvil y en silencio durante una hora. Seguimos avanzando sin detenernos. Yolanda acabó quedándose dormida en el asiento de atrás, y Erik tenía que concentrarse tanto en la carretera que no se fijó en lo que yo hacía.

Se acercaba la tarde; el sol empezaba a bajar. Miré el tesoro recobrado que tenía sobre el regazo, sobre la bolsa arrugada, broté la rugosa tela rosa de la tapa del diario. Pasé el dedo por los bordes de las páginas cerradas, y di unos golpecitos en el minúsculo cierre con las uñas. Había una pequeña cerradura en el cierre. Recorrí el contorno con el pulgar.

—¿Qué haces? —me susurró Erik—. Es el diario de tu madre, ¿verdad?

—Solo jugueteo con él —le susurré.

—Bueno, si encuentras algo en él ya me lo contarás.

Pasé los dedos alrededor del pequeño cuadrado metálico del cierre. Metí una uña debajo y tiré hacia arriba. No ocurrió nada. Tiré un poco más fuerte. Oí el crujido del papel al rasgarse.

Entonces el cierre se soltó. Un tirón más y se desprendió.

El diario se abrió.

Erik no podía imaginar el pánico que yo sentía, mientras él conducía el jeep esquivando rocas, baches y remolinos de agua. Ante nosotros se extendía un río que iba creciendo, y montones de detritos negros y dorados que se acumulaban en las partes más altas de la carretera. Un letrero que aún seguía en pie nos indicó que nos encontrábamos a cuarenta kilómetros de un punto de referencia llamado Río Hondo. El corazón me latía deprisa, pero no por culpa del agua que se precipitaba hacia el jeep.

Levanté la tapa rosa del diario de mi madre y pasé la mano por la primera página, cubierta con letras góticas como delicadas ventanas emplomadas.

Empecé a leer.