59
Al norte del río Sacluc y al este del drago de triste fama, nos adentramos unos cuantos kilómetros en el corazón de la Reserva Maya de la Biosfera; allí encontramos una pequeña cueva al abrigo de una colina.
No era fácil verla, sobre todo en medio de la noche, a menos que se viajara con expertos en arquitectura maya y topografía. Es decir, a menos que se supiera qué aspecto tiene una cueva antigua.
Al pie de la colina se alzaba un túmulo, un montículo primigenio que en otro tiempo excavaron unas manos humanas. Para los antiguos mayas, cuevas, pozos y manantiales eran lugares sagrados, zonas intermedias en las que los vivos entraban en comunión con el mundo de ultratumba.
El montículo estaba cubierto por un manto de hierba, así como por afloramientos rocosos y saxífragas de diminutos pétalos blancos y amarillos que reflejaron la luz de nuestras linternas. Sobre la lúgubre entrada de la cueva había pájaros que picoteaban las flores.
—Hemos llegado —musitó Yolanda—. Lo hemos encontrado.
No grité el nombre de mi madre; tenía demasiado miedo. No dije una sola palabra, solo aferré con fuerza mi linterna.
Fui la primera en entrar.
La luz iluminó con una intensidad nacarada un espacio cuyas dimensiones no pude determinar; la cueva era mucho más profunda de lo que parecía desde la entrada, pero las paredes eran angostas. El fondo de la cueva estaba lleno de agua, que me llegaba hasta los tobillos; cuando moví la linterna vi que descendía hacia un lugar hondo y oscuro por el que tendríamos que bajar.
Avanzamos, mientras las tres linternas brillaban como balizas entre las estalactitas y las cavernas de piedra calcárea. En las paredes se podían ver rojos jeroglíficos con imágenes de dragones y jorobados, que no me molesté en interpretar en aquel momento. En las grietas de la cueva brillaba la pirita de hierro, así como los ojos rojos y centelleantes de lagartos y murciélagos. Oí un aleteo, una agitación, agua que fluía. Me agaché y entré en un entramado de estrechos y calurosos túneles por los que era preciso avanzar a tientas, dado que no había suficiente espacio para mover la linterna. Mi cadera estaba prácticamente insensible, y estuve a punto de caer al agua antes de que Erik me cogiera por detrás.
Pero conseguí avanzar sin ayuda la mayor parte del camino. Me costaba respirar en aquella atmósfera tan cerrada; también oía el resuello de mis amigos y el chapoteo de sus pies en el agua, a Manuel, que resbaló, y a Yolanda, que cayó. Llegamos a otra abertura muy baja y oscura, por la que pasé a duras penas encogiéndome.
Descubrí que al otro lado podía erguirme. Estaba en una especie de sala.
Moví la linterna en todas direcciones y vi que me encontraba en una especie de cámara con marcas talladas en las paredes; estaban medio borradas. En el centro, más elevado y seco, había un objeto de jade azul tallado en forma rectangular, y tan puro que, al iluminarlo con la linterna, la piedra desprendió un intenso resplandor de color cobalto. Los grabados del objeto de jade arrojaban sombras de color zafiro y azul sobre las paredes; estrellas, espirales y medias lunas danzaban vacilantes sobre la piedra caliza como rayos de una linterna mágica. La superficie de la piedra, con grabados de dioses y guerreros de la misma complejidad que las estelas de Flores y realizados con la delicadeza de la caligrafía árabe, reflejaban tonalidades turquesa y ópalo, azul eléctrico y oscuras vetas de puro añil. Bajo la cambiante superficie de la piedra ardía un color fijo, profundo, etéreo: intenso, con un toque de negro, un leve lustre. Un azul perfecto.
Pero había algo más. Aquel largo y anguloso jade no parecía la piedra de la leyenda de Beatriz de la Cueva. No era un megalito sólido, sino que estaba hueco. Era una caja oblonga. Y había algo en el interior.
Cuando avancé hacia el objeto sin saber exactamente qué estaba mirando, vi la figura de una mujer tendida en el suelo, junto a la caja. Trataba de incorporarse y parpadeaba, cegada por la luz.
La mujer se apoyó en los codos y los húmedos cabellos plateados cayeron sobre su mejilla izquierda. Los negros ojos de mi madre brillaron como los de un búho a la luz de la linterna. La curva de sus pómulos era más pronunciada y resaltaba en la negrura. Vi las frágiles líneas que tenía alrededor de los ojos y la boca, surcada de arrugas que se extendieron alrededor de su nariz afilada cuando volvió la cabeza hacia mí. Tenía un gran cardenal rojo alrededor del ojo y de la sien izquierda, y rastros de lodo en el cuello. Movió la boca, pero no emitió ningún sonido. La camisa blanca y los vaqueros que llevaba estaban mojados y se habían convertido en jirones de algodón; se había quitado los zapatos y tenía la pierna derecha colocada en un extraño ángulo, como si se la hubiera roto o se hubiera hecho un esguince.
Corrí hacia ella. El corazón repicaba en mi pecho como una campana de iglesia.
—¡Mamá! ¡Mamá!
La abracé y ella apoyó la cara en mi hombro.
Seguí llamándola mientras Manuel se acercaba, llorando; también Erik y Yolanda nos rodearon.
—Sí, estoy aquí —dijo mi madre—. Estamos otra vez juntas, criatura.
—Mamá. Oh, mamá. —Con el rostro en su cuello, la abracé con todas mis fuerzas. Le pasé las manos por los hombros y los brazos, le palpé las piernas, busqué heridas. La rodeé de nuevo con mis brazos y no dejé de abrazarla.
Me resultaba difícil soltarla para que los demás pudieran acercarse y ella pudiera hablar.
—Lo he encontrado, criatura —dijo con voz cansada—. ¿Manuel?
Él se inclinó en la oscuridad y apareció bajo los pálidos haces de luz de las linternas.
—Sí, Juana.
—Lo he encontrado —dijo ella con un suspiro.
—Sí.
—He encontrado lo que él estaba buscando —dijo, volviéndose de nuevo hacia mí.
—Lo que buscaba Tomás de la Rosa —asentí.
—Sí, cariño.
Oí que Yolanda emitía un ruido a mi espalda.
—¿Dónde estabas? ¿Cómo te perdiste? —pregunté.
—No podía salir de aquí —explicó—. Tuve problemas con el tiempo. Y estaba herida. Llovió durante cinco días seguidos… no se veía nada, me caí en una riada y me hice daño. En esta pierna, como podéis ver. También perdí la mochila en una ciénaga. Luego llegué aquí, pero para entonces únicamente me quedaba la linterna y no tenía nada más que agua de lluvia para beber. Así que estaba muy cansada, me senté aquí y me puse a esperar. —Tragó saliva—. Pero estáis aquí.
—Mamá, siéntate. Quiero verte bien.
—Lo he encontrado, ¿ves? —Cuando se incorporó para sentarse, vi que no tenía buena cara. Y la pierna estaba torcida; había sufrido la caída unos días atrás y seguramente la herida se había agravado durante el trayecto hasta la cueva—. He encontrado lo que él quería… y la excavación ya estaba hecha.
—Creo que ya está bien de charla —dije—. Tenemos que sacarte de aquí…
Pero ella no quería escucharme.
—Ya estaba… despejado. Abierto. Alguien estuvo aquí antes que yo. No hace mucho. Y no saquearon el lugar.
—¿Quién podría haber estado aquí? —preguntó Manuel.
—Podría haber sido… no, es imposible. No tengo la menor idea, y no importa. Porque yo lo he encontrado de todas formas. En realidad es muy gracioso, porque no es ni mucho menos lo que pensábamos.
—¿Qué es? —quiso saber Yolanda.
—¿Eres… eres tú, Yolanda? ¿Has venido tú también?
Yolanda se acercó a la luz de las linternas y su sombrero arrojó una larga sombra en forma de ave sobre la pared.
—Sí, soy yo, Juana.
—Bueno, esto te interesará a ti también, ¿verdad?
—Eso creo.
—Y éste no será… No me digas que es Gomara ése que está detrás de ti, Lola.
—Es él —dije, riendo.
—Oh, bueno, ya nada me sorprende.
—Hola, doctora Sánchez —saludó Erik.
—Sí, hola, Gomara. No se preocupe, le daré las gracias con toda la efusividad de que sea capaz… más tarde.
—Estoy impaciente, profesora.
Manuel se acuclilló junto a mi madre y le examinó la pierna.
—Pensaba que la selva te daba demasiado miedo para volver a ella —dijo mi madre.
—Había otras cosas que me asustaban más.
—Sí, bueno… no fue muy buena idea venir aquí yo sola. Pero la verdad es que fue esa horrible tormenta la que lo estropeó todo. Y no quería dar media vuelta, ¿comprendes? Sobre todo cuando estaba tan cerca. Resbalé y me hice daño; esta pierna no ha hecho más que molestarme desde entonces. Finalmente llegué aquí hace unos tres días. —Hizo una pausa—. No te habrás vuelto loco…
—No estoy loco.
—¿Cómo has conseguido llegar tú hasta aquí?
Manuel le explicó que yo había encontrado su diario en Antigua y la transcripción de las estelas.
—Ah —dijo mi madre—. Mi diario… eso… no estaba previsto. —Me miró—. ¿Lo has leído entero?
—El diario está completamente empapado —dijo Manuel, mintiendo a medias—. La verdad es que no se puede leer casi nada.
—Pero tú ya sabías por qué quería venir aquí —dijo ella con brusquedad.
—Sí. —Manuel vaciló—. Porque él había muerto.
Ella le tocó la cara con la yema de los dedos.
—No sabía qué otra cosa hacer.
—No importa.
—Pero sabes que te quiero, ¿verdad?
—Sí.
—Así que ahora ella lo sabe, ¿no? Se nota.
Manuel me echó una mirada de reojo y luego miró a mi madre.
—Creo que sí.
—¿Sabe qué? —preguntó Yolanda.
Yolanda nos sonreía a la luz de las linternas; sus negros ojos brillaban bajo el ala del sombrero.
—¿Sabe qué? —volvió a preguntar.
Miré a mi madre, que hizo una mueca de determinación y asintió.
—Que Tomás también era mi padre, Yolanda —dije.
—¿Qué quieres decir?
—Tomás era mi padre —repetí.
Yolanda no lo entendió al principio. Miró el suelo fijamente y luego a mi madre, que se lo confirmó con la mirada. Luego mi hermana respiró hondo, entrecortadamente.
—Solo en un sentido era tu padre, Lola —dijo entonces Manuel. Su voz sonaba rara, descarnada y llena de amor.
Me pregunté qué debía de pensar cuando me miraba y veía en mi rostro las facciones que —ahora lo entiendo— se parecían a las del hombre de cara ancha al que él había odiado durante tanto tiempo.
—Tú eres mi padre —me limité a decir.
—Por supuesto que lo es —gruñó mi madre—. De eso no ha habido nunca la menor duda.
Yolanda alzó la vista hacia las sombras azules de la pared de la cueva y apretó los dientes.
—¿Yolanda?
—Mi padre engañó a mi madre —dijo, al cabo de unos segundos.
—Sí, es cierto —afirmó mi madre—. Y yo participé.
—Y por eso no querías que Lola volviera a escribirme, ¿verdad? —dijo Yolanda—, ni a verme. Porque no querías que te recordaran tu error.
Mi madre asintió.
Manuel, Erik y yo guardábamos silencio. Yolanda trató de aclararse la garganta, pero dejó escapar un débil sonido. Las lágrimas empezaron a caer por su mejilla.
No dijo más durante casi un minuto. Todos la mirábamos expectantes. Luego dijo:
—La verdad es que somos todos un desastre, ¿no os parece?
Mi madre cerró los ojos.
—Supongo que tienes razón.
Yolanda siguió con la vista fija en la pared y con su característica expresión de ira. Pero parecía sopesar una decisión.
—No quiero seguir enfadada —dijo—. No sirve de nada.
—Pues no sigas enfadada —dijo mi madre.
Yolanda se volvió hacia mí.
—Realmente quería hacértelo pagar antes de ayudarte.
—Yolanda…
Se tocó la frente, ocultando los ojos bajo los dedos.
—Pero… debería haber recordado solo los buenos tiempos.
Me eché a llorar.
—El resto no me importa —añadió.
—Yolanda, Yolanda —dije, tratando de expresar lo que sentía—. Somos familia, tanto si te gusta como si no.
Ella vaciló. En la cueva se hizo el silencio, salvo por el sonido del agua; la luz azul del jade titilaba en nuestras caras.
—No me importa —dijo, cuando pudo. Hacía denodados esfuerzos por dominarse.
Me acerqué más a ella y deslicé mis dedos en el interior de su mano. Entonces ella me cogió la otra mano y el brazo con fuerza. Temblaba y trataba de sonreír, pero yo era la menos serena de las dos.
Mientras nos sujetábamos de esta manera, Erik no sabía qué hacer. Mantuvo la distancia, carraspeó y apartó la linterna que nos iluminaba. La luz se reflejó entonces en el objeto. Erik paseó el haz de luz por el objeto de jade azul, por la piedra tallada, la forma de la caja y su extraño contenido.
—Dios mío —dijo—. Fijaos en eso.
—Se lo dije, Gomara —dijo mi madre, apartando la mirada de nosotras. Su voz sonaba ronca—. No es lo que creíamos. No es lo que se creyó a lo largo de los siglos. Pero si se piensa bien, es lo más lógico.
—¿Qué es lo más lógico?
—La respuesta a nuestras preguntas acerca de la piedra.
—¿Qué es? —exclamamos todos.
—Si me dais un segundo, os lo contaré.
Yolanda, Manuel y yo nos volvimos hacia mi madre. Por fin, con cierto alivio a pesar de la pierna herida, empezó a explicarnos el misterio de la reina Jade.