51
—Norte, sur, éste u oeste —dije—. Eso es lo que tenemos que elegir cuando lleguemos a la desembocadura del Sacluc, donde se encontraron las estelas.
—Exacto —dijo Erik.
—¿Cómo sabremos qué dirección tomar?
—Tal vez sea mejor preguntarse en quién debemos confiar —replicó Manuel—. ¿En la hechicera o el enano? ¿En el rey o el sacerdote?
—Hacia el este —dijo Yolanda—. Hacia allí iremos. Eso es… ¿quién?
—El rey.
—Entonces yo elijo el rey.
—Yo me inclino por el sacerdote —dijo Manuel—. Pobre idiota.
—Yo no confío en ninguno de ellos —dije—. Pero la hechicera es mi favorita. Es la más fuerte. También habría sido la de mi madre. Apuesto a que ella eligió ese camino. Ninguno de los demás se muestra comprensivo.
—Ah, ¿no? —dijo Erik—. ¿Y por qué el enano no es comprensivo?
—Es demasiado taimado —respondí.
—Para empezar es el responsable de todo el lío —añadió Manuel.
—La hechicera no es lo bastante fuerte como para confiar en ella —me dijo Yolanda—. Se rindió al hermano mayor.
—No se rindió…
—¿No habíamos leído algo de esto en los diarios de Von Humboldt? —preguntó Erik.
—¿Qué?
—No lo recuerdo —dijo él, moviendo la cabeza.
—La hechicera dice que vayamos hacia el oeste —prosiguió Yolanda—, pero ya os he explicado que mi padre recorrió todo ese territorio y jamás encontró nada.
—Pero quizá tenía razón de todas formas.
—No la tenía —afirmó Yolanda—. Y jamás quiso escucharme cuando se lo dije.
—El único crimen que cometió el sacerdote fue enamorarse, mientras que todos los demás eran mentirosos, ladrones o asesinos —dijo Manuel, al que ya se le cerraban los ojos.
—Estoy demasiado cansada para pensar —dijo Yolanda—. La hamaca resulta muy tentadora.
—Solo un momento —dije—. ¿No vamos a decidirnos?
—Nos hemos decidido por el este —contestó—. El rey.
—No, la hechicera.
—El sacerdote.
—Y yo me inclino por el enano —dijo Erik—, aunque solo sea porque sé que el este ya lo han recorrido los arqueólogos, es donde está Tikal. —Cerró los ojos—. Aunque hay algo más que he olvidado. Tengo que volver a leerlo todo.
Manuel bostezó.
—Ya vale, no aguanto más despierto.
—Tienes razón —dijo Yolanda—. Tenemos que descansar para emprender el viaje hacia el este mañana.
—Hacia el oeste —insistí.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Bien. Buenas noches.
Cuando los demás dejaron de hacer ruido y se oyeron sus suaves ronquidos, me metí en la hamaca de Erik y apoyé la cabeza en su pecho. Su corazón sonaba más fuerte que las voces de las aves que dormían. Erik se enroscó como un terrier contra mí y se durmió también.
Nos rodeaba la selva por todas partes, negra como la tinta. Las ramas purpúreas de los árboles somnolientos y los lagartos amodorrados se susurraban unos a otros al moverse; la oscuridad era perfecta e infinita, pero bordeada por la luz rosácea del fuego y llena de ojos invisibles.
Meciéndome en la hamaca con Erik, mi optimismo me llevó a coger su mano y tratar de penetrar mentalmente en la selva, en el interior de la negrura, y viajar como los videntes y los médiums hasta donde se ocultaba mi madre, para hacerle saber que estaba en camino.
Traté de percibirla.
De repente, me pareció que la percibía en alguna parte, oculta a mis ojos por la gran selva.
El corazón me dio un vuelco. Estaba casi segura de que si la había percibido era por lo mucho que la quería. Oía claramente los latidos de mi corazón como campanadas.
La noche se hacía más densa y cambiaba; la selva extendió sus sombras hasta cubrir incluso el resplandor rosáceo del fuego.
Norte, sur, éste, oeste.
¿En qué dirección?
Esperé alguna señal. No podía dormir.
A la mañana siguiente, a las cinco, desayunamos gambas secas y agua embotellada y nos pusimos en marcha hacia la desembocadura del Sacluc. Dirigiéndonos hacia el norte a través de la selva, descendimos aún más hacia el Petén, que se encuentra situado en una península de piedra descendente, donde el agua de la tormenta se había acumulado. Durante horas nos abrimos paso a machetazos, primero Yolanda, luego Erik, y finalmente yo. A cada paso notábamos la succión del lodo, que llegaba cada vez a mayor altura y estaba más saturado de agua a medida que descendíamos. Llevábamos la cara y las manos cubiertas de DEET, así como de suciedad y de insectos imposibles de repeler; las lianas y las orquídeas colgaban ante nuestros ojos; los monos se quejaban. Los cactus nos arañaban al pasar, y pronto todos tuvimos desgarrones en la ropa y cortes en brazos, cara y manos.
Pronto me llegó el turno de probar con el machete. No era uno de esos cuchillos antiguos que había visto en museos y tiendas de antigüedades, sino un instrumento que seguramente se había fabricado aquel mismo año. Tenía una hoja de acero inoxidable de cincuenta centímetros de longitud y un mango de madera con una empuñadura sujeta al metal por tres grandes remaches. En el mango se podía leer la marca Ontario. Con aquel chisme aterrador, traté de imitar el estilo de Yolanda, que consistía en agarrar el machete sin mucha fuerza entre el pulgar y el dedo índice y trazar un arco con el brazo. Pero no pude hacerlo. Me limité a dar tajos a diestro y siniestro, dando golpes verticales, en diagonal o en círculo.
—No, no, no, levántalo —dijo Yolanda—. Oh, no quiero verlo.
—Quizá más hacia el lado; muévete menos —dijo Erik—. Parece que trates de matar a un canguro.
Yo los miré y seguí descargando el machete.
—Solo intento ayudar.
Debo decir que, aunque no poseía nada ni remotamente parecido a la destreza, tenía suficientes reservas indígenas de tozudez mexicana. Con mis torpes movimientos conseguí abrir un buen tramo del camino, antes de empezar a notar que el brazo me ardía.
Hacia la una de la tarde, el nivel de agua empezó a aumentar; insectos con antenas aterciopeladas y pinzas de langosta pasaban por nuestro lado flotando sobre grandes hojas; los trozos de plantas cortados por el machete de Yolanda flotaban en el agua, lo que nos hacía caminar entre flores de color escarlata y púrpura, en una visión alucinante de los Nenúfares de Monet. Sin embargo, después de un kilómetro, aproximadamente, Yolanda pudo atarse el machete a la mochila, ya que habíamos llegado a un claro rodeado por completo de caobas y con una gran brecha de agua que procedía de una laguna situada hacia el este. El agua exhalaba un aire frío que se convertía en finas neblinas; los vapores volaban hacia las altas caobas o se movían pegados a la superficie del arroyo, como un reflejo del intrincado curso del agua al pasar por encima de árboles caídos y precipitarse hacia la oscuridad de la selva.
Nos metimos en el agua, dispuestos a atravesarla. Yolanda iba delante, después Erik. Yo entré en tercer lugar, seguida de Manuel. Mi padre llevaba una gran mochila verde con un pañuelo rojo atado a ella; sus hombros se encorvaban un poco bajo el peso; la tela de algodón azul de su camisa empapada se le pegaba a la piel y se transparentaba sobre sus delgados brazos. En el agua se reflejaban su rostro, sus hombros. No parecía muy robusto. Su cabeza pequeña y elegante, con sus ralos cabellos entrecanos y sus orejas sonrosadas y con grandes lóbulos, apenas se alzaba por encima de la tela de vinilo de su mochila. Bajo las aguas azules, que le llegaban hasta la cadera, sus piernas se movían con inseguridad. Le di la espalda y seguí avanzando, pero cuando nosotros tres habíamos rebasado ya la mitad del brazo de río, donde el agua nos llegaba hasta el pecho, oí que Manuel resbalaba y caía al agua.
—¡Papá!
Me di la vuelta y vi que agitaba las piernas y los brazos en el agua a unos veinte metros de distancia, y que se agarraba a una gran roca cercana a la orilla.
—Estoy bien —dijo, pero vi que la manga de su camisa colgaba y que tenía una herida en el hombro. Se alejó lentamente, se aferró con ambas manos a la orilla y se dio impulso para subir y tumbarse en el lodo y la turba que desde la espesura descendían hacia el agua.
—¿Qué pasa? —preguntó Yolanda. Se volvió a medias en el agua que le llegaba a los hombros, cuando estaba a punto de cruzar a la otra orilla.
—¡Señor Álvarez! —gritó Erik. A él, el agua le llegaba hasta el pecho.
Manuel siguió trepando hasta la orilla, respirando pesadamente. Tenía un aspecto muy frágil y estaba blanco como el papel.
—No deberíamos separarnos —dijo Yolanda—. Cruza hasta esta orilla.
—Solo un momento —dijo Manuel. Había alcanzado una zona llana y cubierta de hierba que se extendía hacia la muralla de caobas, pero seguía a cuatro patas—. Me he quedado sin resuello.
Los tres nos quedamos inmóviles, en medio del agua, observándolo y oyendo el sonido etéreo del agua que murmuraba como el viento. Pero entonces oímos otro tipo de ruido desde los árboles; un crujido y el temblor de las hojas. A continuación se produjo una desbandada de aves.
—¿Qué es eso? —preguntó Erik.
—No lo sé —respondí.
Seguimos mirando sin saber qué estaba pasando. Mi padre continuaba agachado en la orilla, cubierto de lodo.
—Manuel —oí que decía Yolanda—. Manuel, ven aquí.
—Hay algo… —dijo mi padre, volviendo la cabeza.
Ante nuestros ojos, la vegetación se separó con un suave frufrú de hojas.
Un enorme felino esbelto y con el pelaje dorado con manchas negras y ojos verdes emergió de la espesura y avanzó hacia la orilla a menos de dos metros de Manuel.
El animal parecía pesar casi cien kilos. Sus largos dientes como dagas desgarrarían sin duda a mi padre. El vientre de la bestia era abultado y estaba cubierto de pelaje blanco; se movía con pasos ágiles y pausados, y metía la cabeza entre las paletillas para apuntar a su presa. De su garganta surgía un ronroneo ronco y amenazador. Luego echó hacia atrás el morro y dejó al descubierto los colmillos. Siseó, pero sonó como si estuviera gritando.
—Un jaguar —dijo Erik con voz tensa.
La sombra del felino cayó sobre el cuerpo de Manuel, que estaba sentado sobre las piernas y observaba su rostro reluciente.
Miré a mi padre fijamente, sentado frente a aquel monstruo, y experimenté un terror tan absoluto que cerré los ojos y me imaginé encogida de miedo entre los polvorientos y pacíficos estantes de El León Rojo, que estaba lleno de tigres de papel y hojas con palabras.
Era allí donde siempre me había ocultado de mis miedos.
Luego volví a abrir los ojos.
Corrí hacia mi padre, chapoteando en el agua ruidosamente, para que el felino se sobresaltara y diera un brinco. Pero no salió corriendo.
—¡Levántate y grítale, Manuel! —aulló Yolanda. Agitaba los brazos en el agua, tratando de alcanzar el machete que llevaba atado a la mochila—. ¡Cree que eres comida, por el amor de Dios!
—Me temo que no puedo moverme —dijo mi padre. Le temblaba la cara—. Ya os dije que a mí no se me daba bien esto.
Erik trataba de correr a mi lado con pasos desesperadamente lentos en el agua. Resbalamos y nos hundimos en el arroyo, pero conseguimos levantarnos con esfuerzo.
El felino estiró el cuello, adelantó la cabeza, abrió los ojos y rugió. Con su enorme pata de garras afiladas rasgó el aire frente al rostro de mi padre. Erik y yo chillamos para ahuyentarlo. Yolanda había conseguido alcanzar el machete y lo estaba desatando.
—Oh, está embarazada —oí que decía Manuel—. No le hagáis daño.
—¡No puedo dejar que te ataque, Manuel! —gritó ella.
—Va a ser madre —insistió Manuel.
—¡Vete! ¡Vete! —grite. Casi había llegado a la orilla. Veía las tetillas rosadas del jaguar sobresaliendo entre el pelaje blanco, y por un segundo pensé que iba a desmayarme de pánico.
Erik pasó por mi lado, agarró a Manuel y trató de arrastrarlo de vuelta al agua. Todos gritamos al animal, que se estremecía, gruñía y arañaba el barro.
Entonces oímos otro susurro entre la vegetación y un ruido de pasos.
Yolanda empuñaba por fin el machete y lo blandía por encima de su cabeza, como si quisiera arrojárselo al felino. Pero el jaguar había dejado de rugir; se estremeció y se volvió hacia el ruido.
—No, no lo hagas, no lo hagas, Yolanda —gritó Manuel.
—¡Muévase! —gritó Erik. Él y yo rodeábamos a mi padre por los hombros y lo alejábamos del felino, arrastrándolo hacia el agua. Yolanda seguía con el machete en el aire y una expresión desconcertada.
El felino se alejó lentamente hacia los árboles; entonces vimos que estaba terriblemente delgado. Un rayo de sol se reflejó en el pelaje dorado y luego el jaguar se deslizó sigilosamente entre las caobas y desapareció de nuestra vista.
Pasó un segundo; los cuatro estábamos en el agua. Nadie hablaba. Pasó otro segundo, y otro.
Entonces oímos el sonido inconfundible de un disparo en la selva. Le siguió otro. Los árboles se estremecieron y luego volvió a reinar el silencio.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté, dando un respingo.
—¿Un cazador? —dijo Erik. Sostenía a mi padre por debajo de las axilas y lo arrastraba por el agua de tal forma que su cuerpo avanzaba moviéndose de un lado a otro.
—¡Vámonos de aquí! —gritó Yolanda.
—Erik… aaaggg… —dijo Manuel.
—¿Qué?
—… me estás… estrujando.
—Lo siento. —Erik lo soltó, pero no dejó de vigilarlo mientras Manuel avanzaba por el agua resbalando.
—¿Qué ha sido eso? —volví a preguntar—. ¿Alguien ha disparado al jaguar?
—A mí me ha parecido oír que corría por la selva —gimió mi padre.
Atravesamos la laguna resbalando y nadando; nos empujamos por la espalda y nos estiramos unos a otros al llegar a la orilla opuesta. Erik fue el primero en alcanzarla y me sacó del agua sujetándome por el torso; también sacó a Yolanda, tirando de las correas de su mochila.
Me agaché, agarré a Manuel y le ayudé a trepar hasta tierra firme.
Los cuatro miramos por encima del agua hacia la selva, pero todo parecía de nuevo silencioso y pacífico No había signos del jaguar, salvo los surcos y las huellas que habían dejado sus patas en el barro. Tampoco había señales de ningún cazador entre la vegetación.
—Nos quedan seis kilómetros y medio por recorrer —dijo Yolanda, mirando a mi padre—. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Desde luego. —Manuel estaba de pie junto a ella, muy pálido y con expresión adusta.
—Muy bien —dijo ella. Parecía preocupada, pero no mencionó que Manuel se había quedado paralizado de miedo, poniendo en peligro su vida y tal vez también la nuestra.
Erik y yo nos pusimos en pie.
—Nos iremos en cuanto estés listo —dije a Manuel.
—Ya estoy listo.
Avanzamos trabajosamente por la selva. Manuel no parecía tan fuerte como aseguraba. Cuando reemprendimos la marcha, caminé detrás de él y vi cómo le temblaban las piernas y el modo en que se tambaleaba cuando atravesábamos las ciénagas. Había mantenido un buen ritmo hasta la caída, pero ahora parecía falto de vitalidad y de confianza. Sus pasos eran lentos e inseguros; los demás tuvimos que aflojar la marcha para no dejarlo atrás.
Estuve atenta a mi padre durante todo el recorrido, y cada vez que resbalaba, vacilaba o echaba las manos hacia delante para no perder el equilibrio, me ponía nerviosa.
Seguimos así durante tres horas, abriéndonos paso con el machete, preocupados, tambaleándonos cuando atravesábamos pantanos y prados. Finalmente llegamos al punto más cercano al lugar donde Óscar Ángel Tapia había encontrado las estelas de Flores, y donde Beatriz de la Cueva había hallado el Laberinto del Engaño con Balaj K’waill.
Era la horrible y magnífica desembocadura del río Sacluc.
—Esto no es como yo esperaba —dijo Erik.
—Maldita sea —dijo Yolanda.