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Tras sesenta páginas llenas de difíciles fórmulas matemáticas, anotaciones acerca de teóricos de la arqueología y de quejas sobre la política académica, había un largo intervalo, de aproximadamente un año, en el que no había escrito nada en absoluto. Después encontré esto:
13 de octubre de 1998
La noticia de su muerte ha interrumpido mi trabajo sobre las estelas. No he podido concentrarme en mis avances sobre el Laberinto del Engaño desde entonces.
Neumonía, dicen unos. Pero otros hablan de malaria.
Esperaba enviar mi trabajo para que lo publicaran esta semana, pero no consigo organizarme. Ahora solo puedo pensar en el pasado.
15 de octubre
He pasado días enteros incapaz de concentrarme en mi rompecabezas. Tal vez si escribo mis recuerdos, conseguiré librarme de ellos.
Conocimos a Tomás en el simposio de 1967 acerca de las estelas de Flores.
Pero llevábamos años oyendo contar historias acerca de él, de sus hallazgos de raras piezas de jade, su interés en la piedra de la hechicera, su trabajo en la resistencia y los sabotajes a los escuadrones de la muerte del ejército. Más tarde, añadimos a tales historias el rumor de que bombardeó la casa de un coronel del ejército y asesinó a un contable. También desfiguró a un guardia, a un teniente que era un crío, cuya negligencia se castigó con tanta efectividad que se convirtió en uno de los asesinos más despiadados de la guerra…
Todos estos acontecimientos contribuyeron a hacer famoso a Tomás de la Rosa. Pero fue su trabajo sobre la falta de significado de las estelas lo que le dio renombre. Y es innegable que nosotros estábamos celosos de él, porque pensábamos que la idea se nos había ocurrido antes.
En cuanto entramos en la sala de conferencias de El Salvador, vi a un hombre alto y feo, con rostro grave, y ojos y sombrero negros. Estaba tomando un whisky, rodeado de dos eruditos conservadores, los doctores Guillermo Sáenz y Gregorio Rodríguez. No era guapo, ni amable. Pero había algo en él. Algo que atraía.
De repente el hombre se giró y me miró.
Puedo jurarlo, me miró de un modo absolutamente indiscreto.
—Vosotros debéis de ser los chicos que estuvisteis a punto de adelantaros a mí con vuestro artículo acerca de las piedras —dijo, tras deshacerse de sus colegas y acercarse a nosotros. Su mirada no se apartó de mi rostro—. Demonios, preferiría hablar con vosotros de nuestros extraños jeroglíficos que dejar que sigan gritándome esos viejos estúpidos —señaló a Sáenz y a Rodríguez—, que son mis mejores amigos, aunque sean unos malditos capitalistas.
—Bien, sí, encantado de conocerte —dijo Manuel, tan educado como siempre.
Casi había olvidado que estaba a mi lado. Manuel me puso una mano sobre el hombro.
—Juana —me dijo—. ¿Cariño? ¿Qué te ocurre?
—No le ocurre nada —dijo Tomás con descarado atrevimiento.
Aparté la vista de él; ya nos lo habíamos dicho todo con la mirada. Y fue entonces cuando le dije a Manuel la primera mentira.
—Nada, cariño. —Le sonreí—. Estoy bien.
Manuel era tan confiado, que no sospechó nada. Incluso invitó a De la Rosa a acompañarnos en el viaje de vuelta a Ciudad de Guatemala.
Noté los ojos de aquel hombre fijos en mí durante todo el viaje en coche.
16 de octubre
¡Voy a dejar de escribir estas memorias para volver a mi trabajo! A este paso no lo terminaré nunca.
Yo rey jade feroz rey verdadero un jade
nacido noche y jade el de signo jade.
Tengo que concentrarme. Tengo que asegurarme de que traduzco bien el laberinto.
Apreté la mano derecha contra el diario mientras leía de nuevo esta última línea.
Respiré hondo; casi todo en aquellas páginas me había desconcertado, pero sabía que la frase era crucial.
Volví al principio:
«La noticia de su muerte ha interrumpido mi trabajo acerca de las estelas. No he podido concentrarme en mis avances sobre el Laberinto del Engaño desde entonces».
A Erik y a mí nos había parecido extraño que Beatriz de la Cueva y Alexander von Humboldt hubieran descrito un laberinto pero no mencionaran nunca las estelas encontradas por Óscar Ángel Tapia, aunque los tres aventureros habían recorrido la misma zona. También parecía muy extraño que mi madre hubiera anotado fragmentos que yo reconocía como pertenecientes a las estelas, y hubiera escrito también «traducir» el laberinto.
¿Sería acaso que el Laberinto del Engaño y las estelas de Flores eran la misma cosa?
—Eso es —susurré—. Es lo que pensaba.
Ni Erik ni Yolanda me oyeron. Tampoco tuve tiempo de seguir pensando en el resto de los pasajes del diario que acababa de leer.
Se produjo una sacudida. Mi cuerpo saltó hacia delante y arrugó las páginas del diario. Los costados del jeep crujieron.
Entonces hubo una sacudida aún más fuerte.