29
—Estoy destrozada —dijo Yolanda una hora más tarde. Seguíamos en la iglesia—. ¿Ha dejado de llover?
Al entrar en ella, se había rodeado el cuerpo fuertemente con los brazos y no había vuelto a abrir la boca. Después se quitó por fin el sombrero. Yo estaba sentada en el banco más seco. Yolanda se acercó y se sentó junto a mí, pero no apoyó la cabeza en mi regazo hasta que se quedó dormida, y entonces lo hizo sin darse cuenta. Le acaricié los cabellos, pero solo mientras estuve segura de que dormía.
Cuando se despertó, se apartó, y yo me levanté para ir a mirar por una ventana.
Erik estaba sentado a tres bancos de nosotras. Al pobre parecía que lo hubiera aplastado una mano gigantesca.
—¿Qué ves?
—Nada —respondí—. Es decir, no llueve. —El cielo empezaba a aclarar un poco y por encima de las nubes aparecían tímidamente los rayos del sol. Seguía sintiendo terror en todo el cuerpo, y me dolía el golpe que me había dado en la cabeza en el accidente—. Está aclarando.
—Prueba a llamar a Manuel otra vez —propuso Yolanda. Abrí el móvil mojado que Erik se había sacado del bolsillo—. Llama a emergencias. Tiene que haber alguien por aquí que pueda ayudarnos. ¿Antes no habéis visto coches que circulaban por la carretera?
—Camiones del ejército —dijo Erik—. Hemos visto un par por lo menos. Seguramente se dirigían hacia el nordeste para llevar suministros a la gente.
Yolanda cerró los ojos.
—No pienso meterme en un camión militar —dijo—. No quiero saber nada de esos asesinos.
—Puede que no te quede más remedio —dijo él.
—Mira, solo por decir eso estás demostrando que en realidad no eres de aquí.
Erik frunció el entrecejo y se apartó el flequillo de la frente.
—Este teléfono no funciona —dije.
El rostro de Erik empezó a adquirir un intenso tono púrpura. Sin decir nada, se levantó y salió de la iglesia. Yolanda y yo nos quedamos solas.
—Déjalo en paz —le dije.
—Es casi adorable la facilidad con que se deja chinchar —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Pero supongo que puedo hacerte el favor de dejarlo tranquilo, ya que es tu novio.
—No es mi novio.
Yolanda se irguió en el banco. La luz que entraba por la ventana le daba en la cara. Parecía haber abandonado la idea de insistir en pedirme la bolsa de mi madre, lo que me alegraba. Aún no estaba lista para pensar en su contenido.
—Relájate —dijo—. Es obvio, aunque resulte repugnante.
—No estamos juntos. A mí me gustan… los bomberos. Y los policías.
—¿Qué?
—Es una larga historia. En resumen, no es mi tipo.
—Bien. Como quieras.
Su boca esbozó una sonrisa. Pensé que se parecía mucho a mi madre. Superada la conmoción inicial y la hipotermia, hallarse en medio de una extraña aventura la ponía de buen humor.
—Bueno… —empecé diciendo.
Ella me miró enarcando una ceja.
—¿Qué tal te han ido las cosas? —pregunté.
—¿Las cosas?
—Tu vida, ¿qué tal en los últimos años?
—Dura como el pedernal, Lola —respondió, agitando la mano—. Como puedes comprobarlo tú misma.
—Pero debes de haber tenido… amigos. Habrás tenido buenos momentos. —Hice una pausa—. Es decir, eso espero.
—Buenos momentos… ah, quieres decir, ¿con hombres?
—Entre otras cosas.
Su sonrisa se concentró en la comisura derecha de la boca y asintió levemente.
—He pasado buenos ratos. He conocido a algunos hombres buenos y decentes. Pero… no me he casado. Como seguramente habrás adivinado. Desde luego no hay ninguna ley que te obligue a ello. Habría estado bien, pero simplemente no ha ocurrido. Siempre estaba trabajando con mi padre… pero no sé si debería hablar contigo de todo esto. —Soltó una ronca carcajada.
—¿Por qué no?
—Ahora soy una persona reservada. Podríamos decirlo así. Eso es lo que pienso. Tengo más cuidado cuando se trata de las personas con las que… —Dejó la última frase sin acabar.
Yo permanecía a la escucha.
—¿Tú pensabas que éramos amigas? —preguntó de pronto—. Cuando vivía contigo, quiero decir.
—Eso fue hace mucho tiempo —dije—. Yo tenía nueve años cuando apareciste en mi vida. Y tú eras una niña asustada de once años.
—Sí, bueno, ¿lo creías?
—¿Que eras amiga mía? Al principio no —admití.
—No, al principio no —dijo ella. Sus ojos brillaban como esmeraldas bajo aquella luz.
—Pero más tarde sí.
Ella asintió sin mirarme.
—Más tarde —proseguí—, comprendí que seguramente habías sido una de las mejores amigas de mi vida. —Cuando dije esto, sentí que mis brazos se separaban de mi cuerpo momentáneamente, impulsados por el deseo de abrazarla—. Nunca he tenido otra amiga como tú. Nunca he tenido la misma relación con ninguna otra persona.
Yolanda se pasó la mano por el pelo. Parecía desnuda sin su sombrero.
—En cuanto a los hombres… bueno —dijo ella, cambiando otra vez de tema—, no me hables ni de Edipo ni de Electra, pero en realidad nunca los he necesitado demasiado. Nunca he necesitado uno de esos arreglos domésticos. Mi padre y yo estábamos tan unidos que supongo que ni siquiera pensaba en ello. Me gustaba su compañía. ¿Tiene sentido para ti? —Se encogió de hombros—. ¡Y luego murió! Así que… al parecer, ahora no me queda gran cosa. Empecé a pensar que había cometido un error; o puede que no, porque mi relación con él fue muy provechosa. —Meneó la cabeza—. Aún no he hallado la respuesta.
Su tranquila expresión no cambió mientras me contaba todo aquello, salvo por un ligerísimo fruncimiento de las cejas.
—Pero entonces apareciste tú hablando de tu madre. Y de ese mapa. Lo único que se me ocurrió fue seguir tus pasos para encontrar esa piedra de la que siempre hablaba papá. Siento como si éste fuera el último viaje que haré con él. Todo este ajetreo me ha sentado bien. No siento la necesidad de beber hasta caer inconsciente. —Tosió—. Y fíjate en mí. Estoy siendo cordial con una Sánchez. Una vieja enemiga de la familia. Que además piensa que fuimos amigas en otro tiempo. No sé… o bien las cosas empiezan a mejorar, o he tragado demasiada lluvia ácida. ¿Tú qué crees?
—Demasiada lluvia ácida —dije.
Yolanda soltó una risita y me miró de un modo extraño, con la cabeza ladeada.
—Aun así, será mejor que no me hayas mentido sobre ese mapa —dijo.
Uno de los pájaros, posado en una ventana, empezó a agitar las alas e hizo que cayera una lluvia de gotas y polvo dorado, visible a la luz. Oí un chapoteo en el exterior y un curioso chirrido. Pero la lluvia y el viento habían cesado.
—Espero que no me mintieras para traerme hasta aquí —repitió ella despacio, con un tono que se hacía más duro—. Porque entonces no seré… cordial.
Sostuve su mirada.
Aún no tenía un mapa propiamente dicho, solo una idea, algunas pistas. Pero las inundaciones dificultaban el avance por el país, y habíamos tenido dos accidentes en un día. Empezaba a ver con mayor claridad que si decía la verdad, y Yolanda nos abandonaba, mi madre moriría.
—Sé cómo llegar a los laberintos —dije.
—Me alegra oírlo —replicó ella, al tiempo que se oía un gran estrépito en el exterior.
El pájaro de la ventana voló hacia las vigas del techo.
—¿Qué es eso? —preguntó Yolanda.
Los chapoteos y chirridos se oían cada vez más cerca, así como un repiqueteo metálico. Imaginé una gran bestia mecánica que se abría paso entre el barro con pies de hierro. Entonces se oyeron voces y gritos de algunos hombres.
Erik asomó la cabeza rizada por la puerta de la iglesia, y luego apareció el resto de su cuerpo, empapado; nos miró durante unos segundos.
—Hora de marcharse —dijo.
—¿Qué? —preguntó Yolanda, levantando las manos.
—Hora de marcharse.
—No entiendo…
—Que nos vamos —repitió él—. Por favor, levanta el culo y mueve los pies hasta que milagrosamente te lleven al exterior de esta iglesia, tras lo cual podrás dejar caer tu trasero en uno de los cómodos camiones que están esperando ahí fuera para llevarte a Flores.
Las dos nos quedamos mirándolo como tontas.
—Y no creas que a mí me gusta más que a ti —dijo Erik a Yolanda—. Pero son del ejército.
Yolanda giró la cara y sus labios se movieron para pronunciar silenciosas imprecaciones hasta que vio los lagartos que nadaban alrededor de nuestros pies. Entonces se puso el sombrero vaquero y me siguió al exterior de la iglesia para enfrentarse con los soldados que nos esperaban.