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Dos de la madrugada.
Mientras caminaba por el pasillo, que estaba sumido en la negrura y lleno de obstáculos, oí el golpeteo de una fina llovizna en el tejado.
Bajé la escalera, notando la basta tela de la alfombra bajo mis pies.
Fui tanteando el camino hasta la puerta de la habitación de Yolanda y llamé.
—¿Yolanda?
No debía de estar durmiendo. Me sobresalté y retrocedí cuando abrió la puerta. La luz estaba encendida en su habitación y su figura era oscura a contraluz.
Esperé, pero ella no dijo nada.
—¿Vendrás con nosotros mañana? —pregunté.
—Querrás decir hoy.
—¿Vendrás con nosotros hoy?
Ella me miró fijamente, con ira concentrada.
—Sé… sé cómo te sientes por lo de tu padre. O al menos empiezo a comprenderlo. Estoy a un paso de hallarme en tu misma situación. No me des la espalda —supliqué.
—Te dije que no quería que hablaras de mi padre.
—Vale —dije, tras una breve pausa—. ¿Vendrás con nosotros?
—¿Tú qué crees?
—Yolanda, lo siento mucho.
—Vuélvete con tu novio —dijo ella, y cerró la puerta.
Pero a la mañana siguiente, antes que nosotros, estaba preparada para salir. Se puso el sombrero y se colgó una pesada mochila a la espalda, así como otros artículos que necesitábamos para el viaje. No se había pasado el día anterior rumiando su ira, como creíamos, sino comprando con la tarjeta de crédito que había cogido de la bolsa de mi madre lonas impermeabilizadas, palas, linternas, dos machetes, víveres, calmantes, un spray contra insectos llamado DEET y hamacas de fibra sintética. Todo ello estaba apilado en un rincón del vestíbulo. Yolanda estaba en la cocina, pisando fuerte con sus grandes botas de ante y molestando a Erik, que estaba sentado a la mesa y garabateaba rápidamente unas notas en una hoja de papel, mientras desayunaba. Yolanda intimidaba a las hijas del patrón, que la observaban mientras bebía café a grandes tragos y comía una manzana ruidosamente. Debo decir que también a mí me lanzaban miradas de curiosidad, algo escandalizadas, por los involuntarios sonidos de placer que había dejado escapar durante la noche; yo me esforcé por hacer caso omiso de la expresión de asombro y complicidad de sus redondas caras.
—Si hay algo que encontrar con ese nuevo mapa tuyo —dijo Yolanda a Erik—, yo lo encontraré.
—Primero tengo que descifrarlo —replicó él, sin tan siquiera levantar la vista—. Pero creo que podría estar a punto de conseguirlo… aunque no acabe de… no acabe de…
—¿De qué? —pregunté.
—Todavía no lo sé. Dadme un poco más de tiempo —respondió.
—Si realmente estáis interesados en encontrar a Juana, será mejor que os deis prisa —gruñó Yolanda.
—Está trabajando mucho, querida —dijo Manuel—. Se nota.
Yolanda frunció el entrecejo, pero al menos hablaba con ellos; a mí, ni me miraba. Cuando intenté tocarle el brazo, se apartó y se fue.
Al cabo de una hora, íbamos de camino hacia la selva del Petén.