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Los cuatro pasamos el resto del día y la noche en el hotel Petén Itzá; Erik analizaba la correspondencia de Beatriz de la Cueva, mientras mi padre y yo esperábamos a que Yolanda saliera de su habitación y nos dijera si vendría a la selva con nosotros. Llegó la tarde y el cielo se tiñó de color del plomo y del estaño que se reflejaban en las aguas del lago Izabal. Las barcas con sus adornos toscamente pintados en verde y amarillo se deslizaban por las aguas crecidas; muchachos y pescadores recorrían el lago; llevaban gorras de béisbol, camisas blancas o camisetas con todo tipo de imágenes, desde Los ángeles de Charlie a retratos de Rigoberta Menchú. En la orilla, las mujeres se inclinaban sobre el agua para lavar camisas y pantalones frotándolos contra las piedras; la espuma formaba delicados dibujos blancos en la superficie del lago.
La tarde pasó y llegó la noche. Manuel se tomó unas copas de ron con los demás huéspedes y luego se retiró a su habitación. Yolanda seguía sin aparecer ni dar señales de vida. Erik y yo nos despedimos en la cocina; recordamos de nuevo nuestro beso y nos dimos las buenas noches torpemente bajo la sonriente mirada de la mujer del patrón y de sus hijas. Luego me fui a mi cuarto y me acosté. Sin embargo, la oscuridad de la noche sin luna que llenaba mi habitación como una bandada de pájaros negros y el ruido de las conversaciones de los hombres que llegaba a través de las tablas del suelo me impedían dormir.
Una hora más tarde, a las once, no podía soportarlo más.
Me incorporé y aparté las sábanas con los pies.
Abrí la puerta en camisón y miré si había alguien por allí. No se oía ruido alguno, ni una pisada; todos se habían ido a dormir. Salí sigilosamente al pasillo. Lo recorrí con pasos silenciosos en medio de la oscuridad hasta llegar a la habitación que ocupaba él.
—¿Erik?
Giré el picaporte. Encontré a Erik trabajando en la mesa bajo la luz mortecina de una lámpara. Tenía abierta la traducción de mis padres por el análisis del primer panel de las estelas, y junto al libro un diccionario que le habían prestado los dueños del hotel. Por todas partes había hojas de papel esparcidas, en las que había escrito una lista de palabras y diversas soluciones matemáticas.
Alzó la vista y sonrió. La mitad de su cara estaba iluminada y la otra permanecía en la sombra.
—Parece que has tenido suerte —dije, apoyando una mano en su hombro.
Él me miró con las cejas levantadas.
—¿Trabajando? —pregunté, y señalé los libros.
—Ah, bueno, sí. Esto empieza a tener sentido. —Volvió a mirar lo que había escrito y el flequillo cayó sobre sus ojos.
—Enséñamelo.
Empezó a revolver entre los papeles hasta encontrar el fragmento de las cartas de Beatriz en el que se había centrado mi madre.
—He encontrado la carta de la que hablaba tu madre —dijo—. La del quince de diciembre, en la que describe la lección de danza.
Tomándolo de la mano, lo conduje a través de la selva hacia el río que la atraviesa, y en sus orillas nos solazamos. Froté su cuerpo con ungüentos y le canté al oído; y luego, para levantarle el ánimo, di en enseñarle una danza de nuestro país, la zarabanda.
—Un, dos, tres cuatro —le susurré—. Éstos son los movimientos de este juego, querido mío. Es menester ir siempre hacia delante y moverse pausadamente, como un europeo.
—La, la, la —dijo él, riendo y cantando canciones incomprensibles a mis oídos. Enloqueció, y de su boca salieron palabras, números y rimas sin sentido—. Para bailar en Goathemala, mi amor —dijo—, es preciso moverse con brusquedad, saltándose un trac sí y otro no.
—¿Un qué?
—Quiere decir «paso» en francés, mi amada tontita. Como ya habréis visto, aquí estamos muy atrasados, y deberéis imitar los pasos nativos, que son al revés, cuatro, tres, dos, uno, cero.
Erik interrumpió la lectura.
—¡Eso es! —dije—. Ésta tiene que ser la clave numérica.
—Sí, pero tal como yo lo veo, las instrucciones van en dos direcciones distintas. No creo que los números por sí solos sirvan para descifrar las estelas. Balaj K’waill nos dice que «nos saltemos un trac sí y otro no»; al principio no estaba seguro de qué quería decir hasta que he analizado la palabra…
—Trac.
—Exacto. Se refiere a las huellas que dejan los pies en un camino o a los surcos de una rueda. Está diciendo que tenemos que saltarnos sus pasos de baile, al parecer. Pero la palabra también está vagamente relacionada con la escritura.
—Trac —dije—. ¿Trace?
—Sí, trac era una forma apocopada de trace en francés antiguo. En ambos casos significa «vestigio», «huella». Resulta que trace también era una palabra antigua que significaba «danzar», y en la ficción detectivesca se utiliza refiriéndose a las pistas…
—En frases como «desaparecer sin dejar huella»…
—… pero también procede del latín trahere, que significa «arrastrar» —pasó una hoja del diario—, y se puede arrastrar un carro, por ejemplo. Lo que deja una huella. Una marca muy concreta, como la que queda en el papel cuando se dibuja.
—Una línea recta.
—Exacto.
—Pero si lo entiendo bien, hemos de suponer que Balaj K’waill estaba haciendo juegos de palabras intencionadamente. Que conocía las palabras francesas trac y trace.
—O quizá en el siglo dieciséis era algo sabido. En cualquier caso, era un lingüista. Creo que estoy en el buen camino. Escucha. Tal como he interpretado la primera parte de la clave, cuando dice que debemos saltarnos un trac sí y otro no…
—Significa que debemos saltarnos una línea de texto sí y otra no.
—Y eso es lo que estaba haciendo. —Buscó entre los papeles que tenía delante y me mostró una hoja—. Éstas son algunas líneas de la traducción de tus padres de la primera piedra de las estelas:
Gran del historia la Jade fui vez una rey Jade
Ti sin perdido estoy perdido estoy también yo perdido estoy
Noble rey verdadero un Jade nacido bajo imponente y Jade
También yo perdí te perdí te calor hallarás
La de signo el Jade poder tenía Emplumada Serpiente Jade
Donde besarte pueda yo donde brazos mis entre
Y tierra la sobre Jade los y mar el Jade
Quédate perdonas me hechizo mi tesoro mi
Mi a gracias hombres Jade mi era tesoro gran Jade
Amor mi perdí te perdí te vacío y
Tierra esta gobernar destino Jade en años mil durante Jade
Y frío tan mundo éste en abandonado
Cualquier armonía y paz Jade que la a doncella Jade
Has me por qué hecho he qué hermosa mi
—Vale. Incomprensible —dije.
—Pero esto es lo que se obtiene si se salta una línea sí y otra no. El resto lo he quitado. ¿Recuerdas lo que acabas de leer? Creo que se supone que el texto debe leerse así:
Gran del historia la Jade fui vez una rey Jade
Noble rey verdadero un Jade nacido bajo imponente y Jade
La de signo el Jade poder tenía Emplumada Serpiente Jade
Y tierra la sobre Jade los y mar el Jade
Mi a gracias hombres Jade mi era tesoro gran Jade
Tierra esta gobernar destino Jade en años mil durante Jade
Cualquier armonía y paz Jade que la a doncella Jade
—¿Te parece que ahora tiene más sentido? —me preguntó.
—Creo que podría tenerlo —respondí, repasando el texto con los ojos entrecerrados.
—Yo también. Y suponiendo que sea así, solo tendré que aplicar la clave numérica de cuatro, tres, dos, uno, cero.
Seguimos examinando las diferentes páginas con la negra escritura que brillaba como el bronce a la luz de la lámpara. Motas de polvo plateado daban vueltas en el aire; giré el rostro y vi que Erik tenía aún un moretón bajo el ojo y que hacía días que no se afeitaba.
Pero a mí me parecía maravilloso.
Puse una mano sobre la suya y le froté la palma con el pulgar. Noté el pulso en su muñeca y oí su respiración. La conversación sobre signos y criptogramas se desvaneció.
Apagué la lámpara.
—Supongo que he terminado de trabajar por esta noche —dijo él.
—No exactamente.
En la oscuridad no lo veía; después de llevarlo hasta la cama, me sentí mal porque acudieron a mi mente las cosas de las que me había enterado aquel día. Inclinada sobre él, sin hablar, le acariciaba el flequillo que le caía sobre la frente. Pero en mi interior seguía debatiéndome y preguntándome si realmente podía seguir con aquello, así que vacilé; las sombras nos envolvían y se oía cómo respirábamos, cómo tragábamos saliva. Él no insistió. Me besó los dedos, la palma de la mano y la muñeca.
—No pasa nada —dijo él—. Con esto basta por ahora.
Pero yo no quería que bastara. Me acerqué más a él.
—Oh, no —dije—, no te escaparás tan fácilmente.
—Ah, mujer moderna dominante —dijo, en tono burlón—. ¿Sabes?, según la tradición maya del siglo ocho, era muy corriente que el hombre llevara la iniciativa en el cortejo, ya que se suponía que las doncellas centroamericanas eran muy sumisas e inocentes, y solían huir de sus pretendientes corriendo y chillando. Supongo que hoy en día eso resultaría bastante aburrido o incluso alarmante.
—Cállate —le ordené.
Luego le cogí la mano. Y fui muy suave. Al principio.
A un latino parlanchín, seductor, exasperante y corpulento, hay que dejarle muy claro quién manda desde el primer momento de la seducción. Lo tenté, le hice cosquillas, lo arañé muy ligeramente, me deleité furiosamente en quitarle cualquier capacidad de expresión hasta que solo pudo responderme con sus manos y sus muslos fornidos. Debo admitir que hubo momentos en los que fue él quien ganó la batalla, pero no iba a ser yo quien se quejara por verse levantada por encima de la estrecha cama, moviendo los codos frenéticamente como si fueran alas que pudieran mantenerme en el aire. Oí su diabólica risita en algún lugar de la parte inferior de mi cuerpo. Luego todo fue ternura. Descubrí que Erik podía ser extremadamente tierno, aunque me raspaba las costillas y el pecho con su piel velluda; me inflamaba de un modo indescriptible. Rodeé su rotunda cintura con todo mi cuerpo; él se enroscó en torno a mí, de los pies a la cabeza, y hundió su cara en mi mejilla.
Justo antes del momento culminante, me cogió la cara con una mano.
—Mi hermosa niña —dijo.
Entonces lo abracé aún con más fuerza, sonreí y me moví como una marsopa. Creo que le sorprendió mi fuerza y el modo en que lo manejaba y le hacía gritar de placer. Las tablas del suelo se movían bajo la cama, que daba saltos por la habitación como un potro. Tomé a aquel hombre, lo apreté contra mi pecho y lo besé hasta dejarlo sin respiración, hasta que se tumbó de espaldas, asombrado. Acostada también en la almohada, noté unas repentinas ganas de reír. Todo lo demás había desaparecido, era feliz, pero traté de no hacer demasiado ruido para que no nos oyeran los demás.
Y luego volvió a suceder. Y otra vez.