28

—Oh, no —dijo Erik.

—¿Qué pasa? —preguntó Yolanda desde atrás. Yo no sabía cuánto tiempo llevaba despierta.

Cerré el diario para que ella no viera lo que mi madre había escrito. La lluvia azotaba los costados del jeep. Sonaba como si estuvieran arrojando piedras sobre el capó; el agua caía a chorros por las aberturas del jeep. El vapor y el agua hacían difícil distinguir qué teníamos delante. Puse una mano sobre el diario y meneé la cabeza.

—No es nada —dije. Volví a envolver el diario con el plástico—. Solo leía…

—¿De qué estás hablando? —preguntó ella. Ni siquiera había visto el diario; asomó la cabeza por la abertura de una ventana de goma del jeep.

—Esto no tiene buen aspecto —dijo Erik, sacando también la cabeza por su ventanilla—. De acuerdo, bien, puedo maniobrar para salir de aquí.

—Ah, ¿sí? Tenemos que salir del coche. ¿De dónde ha salido todo esto?

Miré por el parabrisas.

—No veo nada. ¿Qué pasa?

—Eso —dijo Yolanda, señalando con el dedo.

Abrí la cremallera de mi ventanilla de goma, la bajé y escudriñé a través de la tormenta. Vi que habíamos llegado a las afueras del pueblo medio sumergido de Río Hondo. Y vi también que la carretera por la que viajábamos había desaparecido.

Por la derecha estábamos rodeados de agua verde y blanca, que se arremolinaba entre espumarajos; habría cubierto la carretera después de romper los diques construidos días atrás. El río Hondo, que corría paralelo a la carretera a un kilómetro hacia el sudoeste de la aldea, se había desbordado por culpa del Mitch y de las lluvias de los días posteriores y había arrastrado los sacos de arena que la gente del pueblo había apilado en sus orillas. Los baluartes estaban rotos y derramaban la arena en el río, así que había sacos de arpillera flotando en el agua que rodeaba el jeep, golpeaba los costados y se filtraba por las puertas antes de seguir su camino. Yolanda, Erik y yo sacamos la cabeza por las ventanillas para ver mejor lo que ocurría. Hacia el oeste todo estaba cubierto por el agua. Hacia el este se encontraba el pueblo. Allí vimos una desolada gasolinera, cubierta ya por el agua en una cuarta parte, así como tiendas vacías y algunas casas con los tejados medio arrancados. También vi una pequeña iglesia muy bonita, construida con arcilla y estuco y pintada de blanco, de modo que parecía una delicada escultura de porcelana. No había daños visibles, aunque la tormenta había apilado montones de porquería, ramas rotas y piedras contra sus costados.

Volvimos a subir las ventanillas y cerrar las cremalleras.

—¿Hay algún modo de llegar hasta esa iglesia?

—Tengo problemas para controlar el jeep —gritó Erik—. Las ruedas de atrás no giran… la carretera…

—¿Puedes dar la vuelta? —preguntó Yolanda, mirándolo con los ojos muy abiertos.

—¡No!

—Espera, espera —dije. Volví a meter en la bolsa el diario de mi madre envuelto en plásticos y lo enterré bajo otra capa de plástico—. Tengo que pensar. ¿Cuándo ha empeorado de esta forma?

Erik sudaba.

—Ahora mismo.

—¿Dónde está todo el mundo?

—No lo sé. Atrapados en sus casas. O evacuados.

El jeep dio un salto hacia delante en el agua, que nos rodeaba, alta y traicionera, pues no nos permitía ver lo que había debajo. La crecida del río se había comido la carretera, de modo que sus orillas se extendían mucho más allá de lo normal, y tornaba un precipicio que caía hacia las aguas más profundas y voraces. Las ruedas del jeep se deslizaban y saltaban. El agua seguía entrando por las rendijas de las puertas y las ventanillas. Erik giraba el volante tratando de mover el vehículo hacia el este, hasta que se convenció de que no servía de nada, puesto que las ruedas solo tocaban el asfalto de la carretera esporádicamente.

Yolanda inclinó la cabeza hacia delante; noté su pelo mojado en mi mejilla y oí su respiración.

—Yolanda.

—No temas —dijo.

—Quitaos los cinturones de seguridad —les dije a ella y a Erik.

—Buena idea —dijo Yolanda, y desabrochó el suyo—. Puede que tengamos que… nadar un poco.

—Espero que no —dijo Erik.

—No pasará nada —dijo ella con firmeza—. No pasará nada.

Me puso una mano sobre el hombro. Yo puse una mano sobre la suya.

—Pero si pasa, quiero que sepas… —dijo en tono vacilante.

—Pero si pasa, ¿qué?

—Si pasa algo malo… quiero que sepas…

El jeep empezó a dar sacudidas. Yolanda me agarró con los dos brazos en un abrazo, apretó su cara contra la mía y cerró los ojos.

—Que… no… te… soporto.

—Yo… tampoco… te… soporto —grité.

—Sujétate —dijo ella—. Algo pasa. El jeep se hunde.

—Sujétate.

—¡Sujetaos! —gritó Erik—. ¡No consigo que se mueva!

Erik me sujetó también; yo me aferré a su mano. El jeep se movió y crujió. Los tres pegamos un bote. Oímos un ruido prolongado de algo que se deslizaba; una sección de la carretera cayó al agua que se precipitaba hacia el oeste. Y el firme cedió bajo el jeep.

Empezó a volcar lentamente, sin parar. Aferrada a la bolsa de mi madre, fui lanzada hacia arriba, con la cara y los hombros contra el techo del jeep, tragando sucia agua negra. Todo estaba oscuro y muy frío; no veía a Yolanda ni a Erik, pero notaba sus cuerpos debatiéndose por encima de mí. Empecé a dar patadas a todo lo que me obstruía; luché por atravesar una barrera de lodo y tela, y conseguí sacar la parte superior del cuerpo por una oscura abertura, pero cuando estiré las manos hacia arriba, sujetando con una de ellas la bolsa de mi madre, solo noté que estaba rodeada de agua, y cuando abrí los ojos, todo era negrura. Un trozo de tela, o hierbajos, o plástico, se había enrollado en torno a mi torso, y tenía los pies atrapados en lo que me pareció que podía ser una ventanilla de goma del jeep. Mientras me debatía, tuve la sensación inmediata y paralizante de algo familiar, definitivo e inevitable que esperaba en el agua para recibirme, como siempre había sabido que ocurriría. Era la muerte. Me moví hacia la izquierda. Me giré hacia la derecha. No podía respirar. Tragaba agua.

Entonces algo se metió en el lugar al que había caído, me rodeó el pecho con el brazo y tiró de mí para sacarme de los recovecos en los que había quedado atrapada. Me encontré de pronto fuera del agua, bajo la lluvia, vomitando parte de lo que había tragado.

Luego, volví a respirar.

Erik me sujetaba por un brazo. Tenía la cara pálida y angustiada bajo el aguacero que caía sobre él. Me arrancó a tirones del precipicio de lodo de color burdeos que hasta hacía unos minutos era la carretera del Atlántico. Abrí los ojos y vi a Yolanda, sucia de barro y chorreando agua, pero con su maldito sombrero negro todavía en la cabeza. Me gritó algo desde lo alto del precipicio y luego se lanzó hacia abajo, metiéndose en las aguas más profundas para ayudar a Erik a sacarme de allí. Los tres nadamos y nos alejamos como pudimos del jeep hundido, y subimos por el terraplén hasta notar el duro borde de la sección de la carretera que aún no se había desmoronado. Erik me sujetó por la cintura y luego por el trasero y me empujó hasta que conseguí trepar hasta la carretera inundada con la bolsa bajo un brazo; luego intentó hacer lo mismo por Yolanda, pero ella le dijo muy digna que no pensaba dejarse tocar por un idiota como él. Arrojé la bolsa a mis pies, me incliné sobre el inestable borde de la carretera y cogí a Erik por los brazos. Tiré con todas mis fuerzas, pero Erik resbalaba y se alejaba; yo gritaba. Finalmente, se impulsó hacia delante en el agua y consiguió trepar hasta mí. Luego se inclinó sobre el borde y, mientras yo lo sujetaba por el cinturón, agarró a Yolanda por debajo de las axilas y la sacó del agua.

Teníamos los tres la cara cubierta de barro; nos limpiamos los trozos rojos de la boca; vi unos churretones rojos en la barbilla de Erik y traté de quitárselos, pero me di cuenta de que era sangre. Entonces vi que me había quedado inmóvil cogida de su brazo, porque tenía la insensata sensación de que, si lo soltaba, volvería a deslizarse por el barranco hacia el agua, y no lo vería nunca más.

—¿Estás bien? —me gritó.

—Sí. ¿Yolanda?

—¿Respiras bien? —me preguntó ella cogiéndome por los brazos con expresión aterrada—. Has tragado mucha agua.

—Estoy bien.

—¿Seguro?

—Seguro.

—Yo no. Ha sido horrible. Pero… espera. —Volvió la cabeza hacia mí con una sacudida.

—¿Qué?

—¿Dónde está el mapa? ¿Dónde está el mapa?

—Aquí —respondí, blandiendo la bolsa de mi madre.

—¡Enséñamelo!

—Vosotras descansad —dijo Erik en inglés, y me examinó un corte que tenía en la mejilla, palpándolo con los dedos—. Recordad que podríamos haber muerto hace un momento.

—Enséñamelo —repitió Yolanda.

—No, no, no —dije. Apreté la bolsa contra mi pecho, pero no solo por Yolanda. ¿Qué significaba lo que acababa de leer en el diario de mi madre?—. No vuelvas a pedírmelo.

Yolanda se quedó mirando la bolsa bajo la lluvia. Se tocó la boca con la mano.

—No entiendo por qué no quieres dármelo —dijo lentamente.

—Adiós jeep —dijo Erik, mirando cómo la corriente se llevaba el vehículo.

Yolanda me miraba fijamente. No parecía haber oído las palabras de Erik.

—¿Yolanda?

—Sí, ¿qué? Vale, de acuerdo. Entonces, pongámonos en marcha. —Señaló hacia el este—. Por allí.

Echamos a andar por el agua; pasamos por delante de una tienda de ultramarinos con el letrero de Coca-Cola pintado de rojo y un Ford abandonado, y entramos en el pueblo evacuado hasta llegar a la iglesia blanca. Subí por la escalera de ladrillo y empujé la puerta de madera para abrirla.

Dentro de la iglesia había varios centímetros de agua, pero estaba lo bastante seca para albergar a tres palomas, dos ratones, diversos pájaros y una salamandra naranja que trepaba por los muros de yeso blanco con sus dedos viscosos. Una tenue luz se filtraba por una ventana alta y rielaba en el agua que rodeaba el altar. También iluminaba algunos de los largos bancos de madera, sobre los que nos desplomamos los tres.