19

No vi a nadie sospechoso que llevara un sombrero Stetson cuando entramos en el hotel Casa Santo Domingo, pero otros muchos detalles captaron mi atención. Mi madre se negaba a pagar más de cincuenta dólares por una habitación, así que Erik y yo recorrimos durante dos días los hoteles baratos de la Antigua colonial antes de entrar en aquel elegante edificio barroco. El Casa Santo Domingo, un viejo monasterio medio restaurado del siglo XVII, es un lugar con pasillos largos y oscuros iluminados por velas. El entramado de habitaciones conduce a una catacumba, donde yacen ordenadamente las tumbas de los sacerdotes de mayor rango y los huesos entremezclados de los frailes menos importantes. Encima, el monasterio se abre a voluptuosos atrios llenos de hortensias violeta y amapolas escarlata dispuestas en perfectas hileras.

El personal se había apresurado a borrar cualquier huella del paso del huracán Mitch; se habían retirado las palmeras caídas, y aún se estaban reparando un par de ventanas rotas. Además, no parecían faltar los clientes: cuando nos acercamos para hablar con la conserje, acababa de terminar un concierto; también llegaba en ese momento un grupo de viajeros, y el vestíbulo estaba lleno de gente elegante.

Llevábamos cerca de una hora esperando a que la ajetreada conserje pudiera hablar con nosotros, cuando empecé a tener alucinaciones con Yolanda. Erik y yo hacíamos cola en la recepción, rodeados de mujeres con vestidos de color tulipán y tacones vertiginosamente altos. Los hombres llevaban ternos y pañuelos que asomaban por el bolsillo. Entre aquellos elegantes cuerpos, me pareció vislumbrar unos brillantes cabellos negros y oír una risa conocida. Estaba segura de haber visto a una figura que caminaba con paso familiar entre la multitud. Pero cuando quise buscarla, no vi a nadie conocido.

Antes de que pudiera obsesionarme con la esperanza de que Yolanda nos estuviera siguiendo, la conserje llamó mi atención. Era una mujer con rostro de duende y ojos de color café. Llevaba un traje de color verde oscuro y una plaquita rectangular con su nombre sujeta al pecho. Ponía «Marisela».

—Juana Sánchez estuvo aquí hace una semana —dijo, mirando a Erik y luego otra vez el ordenador.

Erik y yo nos miramos.

—¡Por fin! —exclamé.

—¿Dejó algún mensaje?

—No lo creo, pero esperen un momento mientras lo compruebo.

—Eso significa que primero tendremos que ir a Flores —dije a Erik.

—Aquí hay algo —dijo Marisela—. Una nota en el ordenador sobre su estancia.

—¿Qué dice? —pregunté en un tono de voz más alto de lo que pretendía.

La conserje me miró brevemente y luego volvió a mirar a Erik.

—¿Podría leernos la nota? —pidió él.

—No, solo hay un asterisco junto a su nombre —dijo ella—. Es la señal que solemos poner en la ficha de los clientes que se olvidan alguna pertenencia en el hotel, o que han dejado algún mensaje. Tendré que preguntárselo al director. Pero en este momento no me será posible. Ya ven lo ocupados que estamos. Tal vez podrían esperar en el bar.

—De acuerdo —dije, asintiendo.

—Es la única pista que hemos encontrado —me dijo Erik.

—Ojalá la hubiéramos encontrado a ella —repliqué.

—¿Sabe usted por casualidad si tienen un buen champán en el bar? —preguntó Erik a la conserje—. Creo que los dos estamos un poco desanimados ahora mismo.

Marisela, con un nuevo aleteo de pestañas, le aseguró que el champán era excelente. No se necesitaba más para convencerlo. Erik se dirigió hacia el bar y examinó a las señoras que nos rodeaban mientras nos habríamos paso entre la perfumada multitud. A los pocos minutos nos encontrábamos en un salón muy elegante tratando de aliviar nuestra ansiedad con una bebida fuerte.

El bar era oscuro y estaba decorado con caoba y adornos dorados. La luz tenía un tono burdeos; había un televisor encima de la barra en el que se veían angustiosas imágenes de los estragos causados por el huracán Mitch en el norte y el este del país. En el norte, había helicópteros, gente pasando hambre y aldeas arrasadas por el huracán. A continuación vimos imágenes del jade azul que había aparecido en un corrimiento de tierras en la sierra de las Minas, detectado por gemólogos de la zona en los días posteriores al paso del huracán. Un científico de Harvard llamado Peabody sostenía una roca de color cobalto entre las manos y mostraba sus vetas púrpura y doradas; la luz se reflejaba en ellas y despedía rayos en forma de estrellas. El reportero de la televisión decía que los geólogos no sabían aún con certeza dónde estaba la fuente del jade azul, pero esperaban dar pronto con ella.

Todas aquellas imágenes hicieron que sintiera náuseas.

—¿Podría apagar el televisor? —pregunté al barman. Él alargó la mano sin apartar la vista del periódico que estaba leyendo y pulsó el botón. La pantalla se fundió en negro.

Con los ojos entrecerrados, Erik miró la rueda de carreta que había debajo de nuestra mesa de cristal, inspirada en el estilo del Oeste.

—Me cuesta creer que ella estuviera aquí. Suele preferir los moteles mugrientos.

—Lo sé.

—No es que me importe. Las camas de este hotel son fabulosas, según dicen. Pero todo lo que pase de cien dólares le da dentera.

—No tengo la menor idea de qué le pasaba.

Tras unos minutos de darle vueltas al misterio, Erik se movió en el asiento, de modo que los jeroglíficos estampados en su camiseta reflejaron la luz de la araña del techo y atrajeron mi atención. Aunque no era una experta, sabía leerlos. Había visto las imágenes de las estelas muchas veces, gracias a los trabajos de mi madre. Pero me pareció detectar unas formas que no me resultaban familiares. Vi imágenes de dioses solares y de hombres sagrados. Me quedé con la vista fija en aquellos jeroglíficos durante un rato.

—Bueno —dijo él—. Deberíamos hablar de cualquier cosa. Si me pongo a pensar en que tu madre se nos ha escapado y en que un puñado de idiotas de Harvard se están llevando todo el jade y la gloria, mientras yo estoy aquí sentado mirando ruedas de carreta, voy a volverme loco.

—¿Qué me dices de esto? —pregunté mientras alargaba la mano para tocar los símbolos que tenía en la camiseta y apretaba el ancho pecho velludo de Erik con los dedos. Me pareció que le gustaba.

—¿Qué estás haciendo?

—¿Qué es esto? —pregunté, señalando la imagen de un rostro masculino o femenino de perfil—. ¿Es el símbolo del jade?

—Oh. Sí —asintió—. Es cierto.

—Recuerdo haber leído algo sobre este símbolo en las cartas de Beatriz a su hermana Ágata —dije—. Hablaba de una lección en la que Balaj K’waill le enseñó este jeroglífico. Le estaba enseñando la lengua maya y decía que esta imagen era importante en su lengua. Luego ella bromeaba con el doble sentido de «jade» en inglés, que también significa «ramera».

—He leído ese pasaje —dijo Erik—. En la facultad; es famoso. Fue uno de los primeros documentos que se usaron para descifrar la escritura maya. Ya en el siglo XIX era un texto de referencia. Y tu madre lo utilizó también en Princeton para traducir las estelas.

—Creo que eso no lo sabía —dije.

Erik puso las manos sobre la mesa y enlazó los dedos.

—Así es como ocurren estas cosas. Se encuentran unas pistas en un lugar y se aplican en otro. Es otra forma de trabajo detectivesco, de descifrar. Y a mí me interesaba mucho, ya te lo he dicho, ¿verdad? Me refiero al arte de descifrar códigos ocultos, no al de interpretar otras lenguas como en este caso.

—Me has hablado de ello, pero poco.

—Empecé estudiando las claves romanas, pero al cabo de un tiempo me interesé por el código lingüístico maya. Creo que me hice arqueólogo por las estelas y sus jeroglíficos. Por el problema de la traducción.

—¿Por los estudios de mis padres al respecto?

—En parte. Como te he dicho, siempre he pensado que De la Rosa y ellos no hicieron una buena traducción.

—¿Se lo dijiste a mi madre?

—En cuanto la conocí, y ya puedes imaginar cómo se lo tomó. —Erik rió—. ¿Por qué no estudiamos nosotros las estelas? Para pasar el rato. En la bolsa tengo el libro que nos dio tu padre.

Erik empezó a hurgar en su atestada mochila y sacó el libro de mi padre que detallaba los símbolos de las estelas de Flores.

—Repito, las estelas no están en clave. Un par de estudiosos trabajaron con esa idea durante un tiempo, en la década de 1960, pero resultó ser falsa. Ni los mayas ni los olmecas utilizaban claves de ese tipo, porque la escritura logográfica, los jeroglíficos que usaban los mayas, los sumerios y los egipcios, no eran lo bastante flexibles para ponerlos en clave. Las claves las inventaron los griegos y los romanos, que utilizaban alfabetos. Julio César utilizaba una clave de transposición. Y luego están las claves basadas en complejos acertijos. Pero en realidad todo lenguaje es un código, como los jeroglíficos mayas y olmecas. Nadie ha podido leerlos desde hace siglos.

—¿Por qué te interesaban tanto las claves cifradas?

—Uno de mis primeros trabajos se basó en Óscar Ángel Tapia y su escritura especular, pero ya trabajaba con acertijos parecidos desde pequeño. Con los extraños rompecabezas de Lewis Carroll, el código de Augusto, el código Morse, los acertijos bordados de María, reina de Escocia. —Ladeó la cabeza—. ¿Hablo demasiado?

—No. Es bueno hablar. Además, me encantan los códigos cifrados. Yo empecé con los escarabajos de Ella.

—¿El libro de Haggard?

—Sí, con las mayúsculas griegas del principio de la historia. Y también con El escarabajo de oro, de Poe.

—Seguramente fue tu madre la que te impulsó a leer ese tipo de historias.

—Sí, es posible.

—En mi caso fue mi padre. Era matemático. Viudo. Se pasó la vida desentrañando acertijos parecidos. Lo he heredado de él.

—Así pues, los dos nos interesamos por lo mismo por un motivo parecido. Por nuestros padres.

—Probablemente no tanto como tú crees. Lo mío en realidad no tuvo nada de aventurero.

Hizo una pausa. Yo esperé mientras él picaba de la comida japonesa que nos había traído el camarero.

—Fui un niño solitario —añadió—. No me parecía en nada al Casanova heroico y musculoso que tienes ahora ante ti. Haz el favor de borrar esa expresión de tu cara, feminista exasperante; solo estoy bromeando. Lo que quiero decir es que era un niño prodigio gordo, muy sensible, inteligente y solitario, y mi padre me dijo que un día resolvería el acertijo de mi soledad; así mismo lo dijo. Dijo que… el corazón era como un rompecabezas y que hay que juntar las piezas. Yo no sabía que estaba utilizando una metáfora, así que fui lo bastante tonto para tomar sus palabras al pie de la letra. Leí todos los libros que tenía mi padre sobre códigos. Con doce años estudiaba el código militar lacedemonio en lugar de ir a sudar a una de esas escuelas de baile. Lo que resultó ser la peor decisión posible en lo que se refiere a las chicas. No tuve demasiado éxito con ellas hasta casi los veinte años, cuando nos fuimos de aquí.

—Me cuesta creerlo.

—Sí, ya. Es curioso lo que se consigue creciendo un palmo más. Alejarme de la guerra seguramente también ayudó. —Erik bebió un poco más de vino y me miró—. Pero ahora me alegro de cómo fueron las cosas, porque pude pasar mucho tiempo con mi padre cuando era niño. No conocí a nadie más con quien pudiera trabajar los códigos hasta que conocí a tu madre. —Dio otro sorbo, se encogió de hombros y se quedó con la boca abierta—. ¿De qué estábamos hablando? Ah, de códigos. Claves.

—Erik, quiero darte de nuevo las gracias por venir conmigo. —Empecé a notar que crecía en mi interior un inesperado sentimiento de amistad y tuve que chasquear los dedos como si espantara mosquitos invisibles—. Muchas gracias.

—Sí. —Erik bajó la cabeza—. Bueno. De nada. Tu madre, ya sabes, no hay quien la soporte, pero no importa. Me alegro de haber venido.

Lo miré fijamente.

—En realidad has venido por ella, ¿verdad?

—¿Cómo?

—Por ella, no por el jade.

—Oh, no hablemos de esto ahora.

—Sí, sí. Has venido porque realmente te importa.

Erik hizo una pausa antes de contestar.

—Puede que sea uno de los motivos.

—¿Y los otros?

Erik me miró a los ojos y sonrió.

—Creía que estábamos leyendo este libro.

—Ah, ¿sí?

—Sí, vamos, sigue.

—Erik.

—Concéntrate.

—De acuerdo.

Mientras esperábamos a la conserje, abrimos el libro y examinamos la traducción de mis padres.

—Esta edición es realmente bonita —dijo Erik.

Miré y toqué el papel satinado de la nueva edición del libro; luego, leí un fragmento del primer panel de las estelas de Flores:

Gran del historia la jade fui vez una rey Jade

Ti sin perdido estoy perdido estoy también yo perdido estoy

Noble rey verdadero un jade nacido bajo imponente y jade

También yo perdí te perdí te calor hallarás

La de signo el jade poder tenía Emplumada Serpiente Jade

—Esto es muy extraño —dije—. Realmente da la impresión de que podría leerse… ¿no sería interesante que fuera una clave como ésas de las que hablabas?

—¿Perdona? No te prestaba atención.

—Decía que podrían estar escritas en clave. Dices que los olmecas y los mayas no utilizaban acertijos ni claves.

—Cierto. —Dio la vuelta a la hoja—. Lo hacían los griegos y los romanos. En lenguas con alfabeto.

—¿No sería asombroso que la razón por la que nadie ha podido leer las estelas fuera que las escribieron en clave?

—¿Cómo? —Esta vez Erik levantó la vista.

Repetí mis palabras.

Él volvió a mirar el libro y parpadeó.

—Pero ya te lo he dicho. Los mayas no usaban códigos.

—Pero ¿y si los hubieran usado? ¿No sería asombroso?

—Sí —respondió él tras unos segundos.

—Perdón… ¿Señora? ¿Señor?

La conserje de cabellos sedosos se había acercado de pronto. Nos dijo que tenía un momento libre para hablar con nosotros.

Nos levantamos para seguirla. Por el modo en que Erik miraba hacia el techo mientras salíamos del bar, comprendí que seguía pensando en alguna cosa. Pero mis pensamientos se concentraron en las posibles noticias sobre mi madre y olvidé rápidamente las estelas y su traducción.