24

El coche estaba volcado en la zanja sobre el lado del conductor, y el corrimiento de tierras lo estaba enterrando bajo lodo y piedras. La lluvia caía incesante, lo que contribuía a enterrarlo aún más. Erik saltó del coche al mismo tiempo que yo y empezó a apartar piedras y barro con las manos. A través del cristal manchado vimos que Yolanda —el rostro que gesticulaba al otro lado del cristal era inconfundible— estaba rodeada de agua negra que penetraba desde abajo a través de la ventanilla rota del conductor, e iba subiendo. Aunque la lluvia apenas me dejaba distinguir nada, vi que sujetaba la bolsa de lona manchada de barro por encima del agua. Después de apartar más piedras y barro, tiré de las manecillas de las puertas laterales del lado visible del coche, pero no conseguí abrirlas; estaban cerradas, de modo que Yolanda se había quedado atrapada en el interior del coche.

—¡Se ahogará ahí dentro! —me gritó Erik.

Aparté más barro y grité a Yolanda a través de una ventanilla:

—¡Yolanda! ¡Abre el coche!

Pero no obtuve respuesta; mientras, la lluvia seguía golpeándonos con fuerza.

—¡Yolanda, abre!

—¿Qué está haciendo? —gritó Erik.

—¡Yolanda!

Yolanda no reaccionaba.

Por fin, muy tenue y apagada, oímos su voz, como el gañido de un animal atrapado en una jaula.

—¡¿Qué demonios estáis haciendo?!

Aplastado contra el costado del coche, el cuerpo de Yolanda empezó a moverse con violencia; parecía forcejear con el cinturón de seguridad. El coche se inundaba rápidamente de barro y agua.

—¡Me habéis echado de la carretera! —volvió a gritar.

Alcé la mano y empecé a dar golpes fuertes y rápidos en el cristal de la ventanilla del copiloto. Me estaba haciendo daño, pero seguí golpeando el cristal una y otra vez, y Erik también lo hacía con ambos puños. El cristal se resquebrajó en forma de telaraña, y cuando volví a golpearlo, una parte cedió y cayó dentro del coche. Metí la mano dentro y quité el seguro de la puerta. Erik y yo apartamos un poco más de barro y la abrimos lentamente con un gran crujido. Entonces vimos a Yolanda que, sucia, empapada y con el pelo enmarañado, se debatía en el agua enlodada que le llegaba hasta el pecho y que seguía ascendiendo. Bajo el ala del sombrero se veía un hilo de sangre. Estaba atrapada por el cinturón de seguridad, que el agua sucia no nos dejaba ver. Sostenía la bolsa de lona por encima de su cabeza con la mano derecha.

—¡Cógela! —gritó—. ¡O no podrás encontrar nunca a tu madre!

Agarré la bolsa y se la lancé a Erik.

—¡Ahora sácame de aquí!

Me limpié el barro de la cara.

—Sujétame por la cintura —le dije a Erik.

—¿Qué?

—¡Tú hazlo! Tengo que meterme en el coche y no quiero resbalar.

Erik me sujetó con fuerza por el cinturón de los vaqueros y yo me introduje boca abajo. El agua cubría ya un tercio del interior del vehículo. Yolanda se revolvía en el asiento tratando de librarse del cinturón. Aturullada por la situación y con la dificultad añadida del lodo, no encontraba el cierre. Yo colgaba cabeza abajo mientras seguía entrando barro en el coche, que cada vez se hundía más en la zanja. Cogí el cinturón de seguridad por la parte que cruzaba el pecho de Yolanda.

Yolanda tenía un corte en el labio y me miraba con ira, pero su tono era ahora más calmado.

—Quítamelo. Quítame esto. El agua está subiendo…

—Aguanta.

Metí las manos en el agua, buscando su cintura, y recorrí con ellas el cinturón de seguridad. El cierre de plástico se había metido debajo de su cadera y con los dedos entumecidos por la fría temperatura del agua, no acertaba con el botón.

—Córtalo —dijo ella—. ¿No llevas un cuchillo?

Traté de mirar hacia atrás.

—Erik, ¿llevas un cuchillo?

—No —respondió él, tras un breve titubeo—. No compré ninguno.

—Pensaba que no me aterraría tanto morir así —dijo ella sin cambiar de tono.

—Tú aguanta —insistí.

—Espera, déjame probar a mí —dijo Erik.

—Lo tengo, lo tengo —anuncié—. No me metáis prisa.

—Quítame el cinturón, Lola —repitió Yolanda.

Cerré los ojos y me hundí más en el agua. Finalmente mis manos hallaron el cierre del cinturón. El agua seguía entrando por debajo del coche y también caía desde arriba. El lodo se deslizaba también por mi cuello y mi espalda, y a Yolanda le caía en la cara. El agua le llegaba ya a la mandíbula. Yolanda se movió y perdí el contacto con el cierre. Apenas veía nada en medio de aquel aguacero.

—¡Quédate quieta! Levanta un poco el cuerpo —grité.

Mis dedos volvieron a dar con el cierre bajo su cuerpo. Los moví dentro del agua con los ojos cerrados hasta que toqué el botón. Lo pulsé, pero no ocurrió nada. Yolanda y yo nos miramos, y noté que empezaban a fallarme las fuerzas. Ella se agarró a mí, tirando hacia arriba para evitar el agua que subía cada vez más. Pulsé el botón una segunda vez y cedió; el cinturón de seguridad se soltó.

—¡Sube, sube!

Le pasé las manos por debajo de las axilas y ella hizo fuerza hacia arriba, apoyándose en el costado hundido del coche con las piernas. Así conseguí sacarla, resbaladiza como una anguila, del negro pozo de agua.

Tiré de Yolanda, ayudada por Erik, que tiraba de mí desde atrás. Yolanda salió tosiendo y sangrando. Tres cuartas partes del coche se habían hundido en la zanja y el agua lo cubría casi por completo. El barro se deslizaba por el rostro de Yolanda, bajo la lluvia. Gritó algo, pero no la oí. Vi que le temblaban las piernas mientras se alejaba de la zanja y que cedían al llegar a la carretera cubierta de barro; yo la seguí.

Nos quedamos sentadas en el asfalto, cubiertas de barro y completamente caladas, rodeadas por las pálidas cortinas de agua de lluvia. Los hombros de Yolanda subían y bajaban, pero cuando la miré y vi sus blancos dientes y su rostro lleno de churretes, me di cuenta de que no estaba llorando ni maldiciendo, como pensaba. Se reía.

—Hola, Lola —dijo—. Has hecho un buen trabajo no matándome.

—¡Dios! —exclamé.

—¡Vamos! —dijo Erik, que se agachaba para ayudarme a levantarme—. ¡Metámonos en el coche!

Lancé otra mirada de asombro a Yolanda; luego, nos levantamos las dos, resbalando y trastabillando en el barro. Los tres corrimos hacia el jeep.