34
—¿Y por qué no me dices cómo sigue? —preguntó.
—Oh… bueno… no —dije. Cerré el diario de golpe. Estaba dispuesta a besar y abrazar a Yolanda y a pedirle perdón, pero no estaba en absoluto preparada para leerle los amargos secretos de mi madre acerca de su aventura y de cómo había avergonzado a mi padre.
—Te guste o no, algo he leído —dijo ella—. Algo sobre… ¿mí? ¿Era mi nombre lo que he visto? Vamos, déjame leerlo. No se lo contaré a nadie.
—Hablemos de los viejos tiempos. Guardaré el diario.
Erik se despertó al notar que le daba con el codo en las costillas.
—¿Qué pasa?
Me levanté y asomé la cabeza al exterior. Estábamos en terreno bastante firme, cubierto por un palmo de agua aproximadamente. Justo al lado de la carretera y delante de los camiones, los árboles se extendían en un pequeño bosque con el suelo cubierto de hierba y barro. Un poco más allá estaba el camión averiado, al que le habían quitado ya una rueda. Un pequeño grupo de soldados se apiñaba en derredor, discutiendo qué debían hacer. Algunos daban patadas al agua, aburridos.
—Necesito estar sola un segundo —dije. Cogí con firmeza la bolsa de mi madre y salté del camión.
Yolanda volvió a calarse el sombrero y me siguió, y Erik también saltó torpemente.
El coronel vino detrás.
—Te comportas como una tonta —dijo Yolanda cuando estábamos fuera del camión, frunciendo un poco el entrecejo—. No estarás ocultándome algo, ¿verdad? Porque… —su voz se endureció—, por favor, dime que no lo haces.
Yolanda me miró y, acto seguido, con un ágil y sorprendente giro de muñeca, me dio un empujón y me arrebató el diario de las manos.
—Solo para estar segura —dijo—. Acabo de hablarte de mis sentimientos, ¿verdad? Y eso es algo que no hago nunca. Así que no hagas que me arrepienta.
—Devuélvemelo, Yolanda —dije con toda la calma de que fui capaz—. No puedo permitir que lo leas. Yo tampoco debería haberlo leído.
—¿Por qué? ¿Qué dice?
—Son solo… cosas privadas de mamá… —Alcé la voz y forcejeé con ella para recuperar el diario, pero ella lo sostenía por encima de la cabeza, fuera de mi alcance. Un par de soldados me dijeron que parara.
Volví a mirar al grupo de soldados que rodeaban el camión. En medio había un soldado grande y con hombros fornidos que se giró hacia nosotras muy despacio. Cuando se volvió completamente, vi la cicatriz que cruzaba su cara, la mandíbula rígida y los ojos llorosos.
Era el joven soldado que nos había causado tantos problemas en el Pedro López.
Pero no volvería a repetir lo mismo. Entonces estaba borracho, ¿verdad?
Yolanda también lo miró y dejó de moverse.
Le arrebaté el diario y lo metí en la bolsa de mi madre.
—Estáis llamando la atención peleándoos de esa manera —dijo Erik, todavía somnoliento.
Yolanda y yo miramos al coronel, que nos observaba de reojo. Se acercó al otro soldado. El coronel le habló con gran brusquedad. A un lado, el soldado con el pelo escalado parpadeaba, nervioso.
Yolanda y yo nos apartamos, retrocedimos un paso.
—Ha dicho que no haría nada, que están en misión humanitaria —dije.
Erik se volvió y vio que los dos hombres se acercaban.
—No —dijo—. Esperad un momento.
—No pasa nada —dije.
—¿Qué piensa hacer? ¿Va a tratar de pegarse conmigo otra vez? No puede, hay soldados por todas partes. No se lo permitirán.
—Ha dicho que no haría nada —repetí.
Yolanda seguía mirando fijamente al coronel, que avanzaba lentamente hacia nosotros, pero toqueteando un pequeño cuchillo que colgaba de su cinturón.
—Ha mentido —dijo Yolanda.
—No.
—Sí. Ha mentido. Y va a hacernos daño.
Yolanda dio media vuelta y echó a andar, cruzando a toda prisa la carretera en dirección a los árboles.
—No te vayas por ahí —le dije.
Ella se dio la vuelta. Su rostro se había ensombrecido, y sus ojos formaban un intenso contraste verde.
—¡Seguidme! —gritó.
—¿Qué?
—¡Moveos, maldita sea! ¡Sé de qué hablo!
Se giró de nuevo y se adentró en la negra espesura.