30
En las afueras de Río Hondo había cinco camiones del ejército cubiertos con lonas impermeabilizadas, llenos de provisiones y de fuertes hombres uniformados. A causa de las violentas ráfagas de viento, los helicópteros no habían podido llevar suministros al norte, donde la tormenta había dejado a miles de personas sin hogar. El ejército enviaba aquellas caravanas en su auxilio. Las inundaciones no habían impedido su avance por la carretera del Atlántico ya que utilizaban pontones hechos con boyas que podían arrojarse sobre los corrimientos de tierras y los barrancos que cubrían ahora las carreteras del país. En la parte posterior de cada camión había unos veinte soldados, parcialmente ocultos por las lonas, pero veíamos sus rodillas sobre las cajas y los sacos de agua, cecina, medicinas y verduras en lata. Uno de los soldados que nos esperaba fuera nos dijo que nos sentáramos en el último camión. Los tres nos acercamos a él y una mano invisible alzó parcialmente la lona de la parte posterior. Echamos una larga mirada al interior del camión y al puñado de soldados que había; los hombres del fondo se perdían entre las sombras, pero los que estaban delante llevaban los rifles apoyados sobre el muslo, para protegerse de bandidos y saqueadores.
Yolanda permanecía muy erguida y callada a mi lado. Oía su respiración.
—No puedo subir ahí —dijo.
Erik trepaba ya al camión, pero también él estaba silencioso y con la mandíbula apretada. Una vez arriba, se dio la vuelta y me alargó la mano. Dos de los soldados hicieron lo mismo para ayudarnos a subir.
—Vamos, Yolanda —dijo Erik con voz tranquila aunque triste—. Tenemos que salir de aquí.
Ella siguió inmóvil, mirando fijamente a los soldados. Pasó medio minuto. Un minuto. Dos.
—Tenemos que irnos —insistió Erik.
—¿Qué les pasa? —preguntó uno de los soldados.
—Solo están asustadas —respondió otra voz desde el fondo del camión, donde no veíamos nada.
—¿Asustadas de qué?
—Ve a buscar a mi mano derecha, Rivas —dijo la voz desde el fondo—. Dile que venga.
Uno de los soldados saltó del camión y se dirigió chapoteando hacia el resto de la caravana.
—Disculpe, señora —dijo Rivas.
Nos hicimos a un lado, luego cogí a Yolanda del brazo.
—Tenemos que irnos —dije—. Erik tiene razón.
—Esta gente son asesinos —murmuró ella—. Mi padre decía que el mundo sería mejor si estuvieran todos muertos.
—Vamos, chicas —dijo uno de los soldados; era menudo y moreno, con un corte de pelo escalado.
—Antes me iría con el diablo —dijo Yolanda, sin subir la voz.
Yo me limité a esperar a que lo pensara mejor.
—Además, si estos soldados se enteran de quién soy, podrían dejar de ser tan simpáticos —añadió—, y eso tampoco sería nada bueno para vosotros.
Erik seguía con el brazo extendido y nos miraba con los ojos entrecerrados.
—Lola, ¿qué pasa?
—¿Qué le pasa a esa mujer? —preguntó el soldado con el corte de pelo escalado—. A la del sombrero.
—Muchas cosas —dijo Erik—. Muchas, muchas cosas.
—¿De qué está hablando? —preguntó el soldado.
—Mi amigo solo bromea —dije, tratando de no parecer nerviosa—. Solo es una broma. —Luego añadí, dirigiéndome a Yolanda—: Tienes que decidirte ya, Yolanda. Yo te apoyaré, sea cual sea tu decisión.
Ella miró por encima del hombro el pueblo inundado y el río que seguía creciendo.
—No hay muchas alternativas, desde luego —dijo.
—Cinco segundos, Lola —dijo Erik—. Nada más. Luego tendré que «insistir». Además, no creo que nuestros amigos se muestren tan pacientes como yo cuando se trata de esperar a unas señoras.
Oímos el ruido de los demás camiones que se ponían en marcha; algunos empezaron a avanzar por el agua lentamente; se dirigían hacia una zona de la carretera que seguía en pie.
—Da la orden, hijo —dijo el oficial al que no podíamos ver.
—¡Todos al camión! —gritó el soldado del corte de pelo escalado—. ¡Nos vamos!
Yolanda me miró. Luego se caló aún más el sombrero.
—De acuerdo —dijo—. A la mierda mis principios. Pero será mejor que no me toquen.
Se cogió de la mano de Erik y se impulsó hacia el interior del camión. Yo trepé después de ella, sin soltar la bolsa de mi madre. Dos hombres me cogieron por los pantalones y los codos para izarme. Miré a mi alrededor y vi que estábamos rodeados de soldados.
El camión dio una sacudida y empezó a moverse lentamente entre chirridos. Erik y Yolanda se sentaron junto a mí en el pequeño banco del camión, cada uno a un lado. Nos apretamos a los soldados, que se habían apretado a su vez para hacernos sitio.
El soldado Rivas volvió corriendo, se agarró a la parte posterior del camión y se encaramó al interior.
—¿Y bien? —dijo la voz del fondo—. ¿Dónde está?
—Con el grupo de Villaseñor. Dice que está ocupado.
—¿Ocupado?
—Sí, señor.
—Bueno, tendré que hablar con él en la próxima parada.
El soldado con el corte de pelo escalado miró hacia el fondo del camión y luego a Rivas.
—Echa la lona hacia atrás, soldado. Está demasiado oscuro aquí dentro.
—Sí, coronel.
Rivas apartó la lona verde para dejar pasar la luz al interior del camión.
En ese instante reconocimos a la persona que daba las órdenes.
Su rostro seguía medio oculto entre las sombras, y parecía más pequeño de lo que recordaba, pero no había duda: era el soldado con mostacho y manos delicadas que sospechó de Yolanda cuando la encontramos, unos días atrás, en el bar Pedro López, en Ciudad de Guatemala.